«No hacen falta modelos de educación que sean meras “fábricas de resultados”», sino «nuevos coreógrafos, nuevos intérpretes de los recursos que el ser humano se lleva dentro, nuevos poetas sociales»: lo subrayó el Pontífice en el discurso a los participantes de la primera asamblea plenaria del Dicasterio para la cultura y la educación, recibidos la mañana del jueves 21 de noviembre, en la Sala Clementina.
¡Querido cardenal prefecto, queridos superiores del Dicasterio, eminencias, excelencias, queridos hermanos y hermanas!
Os recibo mientras celebráis la primera Asamblea Plenaria del Dicasterio para la Cultura y la Educación. Y acojo esta ocasión para reiterar la importancia del riesgo de poner juntos este binomio: cultura y educación. Cuando con la Constitución Apostólica Praedicate Evangelium decidí unir los dos entes de la Santa Sede que se ocupaban de la educación y de la cultura, me motivó no tanto la búsqueda de una racionalización económica, sino más bien una visión sobre las posibilidades de diálogo, de sinergia y de innovación que pueden hacer aún más fecundos, diría “desbordantes” estos dos ámbitos.
El mundo no necesita repetidores sonámbulos de lo que ya hay; necesita nuevos coreógrafos, nuevos intérpretes de los recursos que el ser humano se lleva dentro, de nuevos poetas sociales. De hecho, no hacen falta modelos de educación que sean meras “fábricas de resultados”, sin un proyecto cultural que permita la formación de personas capaces de ayudar al mundo a cambiar de página, erradicando la desigualdad, la pobreza endémica y la exclusión. Las patologías del mundo presente no son una fatalidad que debemos aceptar pasivamente, y menos aún cómodamente. Los colegios, las universidades, los centros culturales deberían enseñar a desear, a permanecer sedientos, a tener sueños, porque como nos recuerda la Segunda Carta de Pedro, nosotros «esperemos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia» (3,13).
Esto debería convertirse en el criterio base de discernimiento y de conversión para nuestras prácticas culturales y educativas: la calidad de las expectativas. La pregunta clave para nuestras instituciones es esta: «¿Qué esperamos realmente?». Quizá la respuesta sincera será decepcionante: el éxito a los ojos del mundo, el honor de estar en el “ranking” o la autoconservación.
Ciertamente, si fuera así, ¡sería demasiado poco!
Hermanos y hermanas, la experiencia que Dios nos permite realizar es otra. Recuerdo lo que escribe Emily Dickinson en una poesía suya:
«¡Como si yo pidiera
limosna común
Y en mi suplicante mano
Un extraño pusiera un reino
Y yo perpleja quedara,
Como si hubiera pedido a Oriente
Que me mandara una mañana
Y que levantara su purpúrea barrera
Y destrozarme con el alba!» [1].
“Destrozarme con el alba”, una hermosa imagen para subrayar este proceso.
También yo os exhorto: comprended vuestra misión en el campo educativo y cultural como una posible llamada a ampliar los horizontes, a rebosar de vitalidad interior, a hacer espacio a posibilidades inéditas, para prodigar las modalidades del don que solo se vuelve más amplio cuando se comparte. A un educador y a un artista nuestro deber es decir: “¡Sed generosos, arriesgad!”
No tenemos motivo para dejarnos abrumar por el miedo. En primer lugar, porque Cristo es nuestra guía y compañero de viaje. Segundo, porque somos custodios de una herencia cultural y educativa más grande que nosotros mismos. Somos herederos de la profundidad de Agustín. Somos herederos de la poesía de Efrén de Siria. Somo herederos de las Escuelas de las Catedrales y de quien ha inventado las Universidades. De Tomás de Aquino y de Edith Stein. Somos herederos de un pueblo que ha comisionado las obras del Beato Angélico y de Mozart o, más recientemente, de Mark Rothko y de Olivier Messiaen. Somos herederos de los artistas y de las artistas que se han dejado inspirar por los misterios de Cristo. Somos herederos de científicos sabios como Blaise Pascal. En una palabra, somos herederos de la pasión educativa y cultural de tantas Santas y tantos Santos.
Rodeados de tanta multitud de testigos, deshagámonos de toda carga de pesimismo; el pesimismo no es cristiano. Converjamos, con todas nuestras fuerzas, para liberar al ser humano de la sombra del nihilismo, que es quizás la plaga más peligrosa de la cultura actual, porque es la que pretende borrar la esperanza. Y no lo olvidemos: la esperanza no decepciona, es la fuerza. Esa imagen del ancla: la esperanza no defrauda.
Si puedo compartir un secreto, a veces siento el deseo de gritar al oído de esta época de la historia: “¡No olvidar la esperanza!”. A veces está el mito de Turandot: pensar que la esperanza siempre decepciona. Cuento con vosotros para que el Año jubilar, ya cercano, pueda ampliar ese grito. Hay mucho por hacer: este es el momento de arremangarse.
Hoy el mundo registra el número más alto de estudiantes en la historia. Hay datos alentadores: cerca de 110 millones de niños completan la escolarización primaria. Pero, siguen existiendo tristes disparidades. De hecho, cerca de 250 millones de niños y adolescentes no frecuentan la escuela. Es un imperativo moral cambiar esta situación. Porque los genocidios culturales no suceden solo por la destrucción de un patrimonio. Hermanos y hermanas, es genocidio cultural cuando robamos el futuro a los niños, cuando no les ofrecemos las condiciones para convertirse en lo que quieran ser. Cuando vemos en muchas partes los niños que van a buscar en la basura cosas para vender y así poder comer. Pensemos en el futuro de la humanidad con estos niños.
En su libro Tierra de los hombres, Antoine de Saint-Exupéry recorre los vagones de tercera clase de un tren lleno de familias de refugiados. Se detiene a mirarlos. Y escribe: Me atormenta «una especie de herida. […] Me atormenta que en cada uno de estos hombres hay un poco de Mozart, asesinado». Nuestra responsabilidad es inmensa. Repito: ¡inmensa! Educar es tener la audacia de confirmar al otro con esa expresión de San Agustín: «Volo ut sis»: «Quiero que tú seas». Esto es educar.
Un ámbito particularmente relevante que determina el cambio de época es el de los enormes saltos que se están verificando en el desarrollo científico y en las innovaciones tecnológicas. No podemos ignorar hoy el advenimiento de la transición digital y de la inteligencia artificial, con todas sus consecuencias. Este fenómeno nos pone delante de preguntas cruciales. Pido a los centros de investigación de nuestras Universidades que se comprometan a estudiar la actual revolución que está teniendo lugar, arrojando luz sobre los beneficios y peligros.
Igualmente, lo repito: no debemos dejar que gane el sentimiento de miedo. Recordad que las transiciones culturales complejas suelen resultar las más fructíferas y creativas para el desarrollo del pensamiento humano. Contemplar a Cristo vivo nos permite tener la valentía de lanzarnos en el futuro, confiando en la palabra del Señor que nos desafía: «Pasemos a la otra orilla» (Mc 4,35). Por favor, ¡no seáis educadores jubilados! El educar siempre va adelante, siempre.
Os doy las gracias por vuestro compromiso y rezo para que el Espíritu Santo os ilumine en vuestro trabajo.
María, Sede de la Sabiduría, os acompañe en este camino. Os bendigo a todos. Y, por favor, os pido que recéis por mí. ¡Gracias!
[1] Todas las poesías, J323 (1858).