· Ciudad del Vaticano ·

Nuevo llamamiento del Papa en la audiencia general

En oración por Ucrania y Tierra Santa

 En oración por Ucrania y Tierra Santa  SPA-048
29 noviembre 2024

No está sujeta al desgaste del tiempo y cuando se comparte, se multiplica: es la alegría evangélica, el tema de la catequesis del Papa Francisco en la audiencia general de la mañana del miércoles 27 de noviembre, en la Plaza de San Pedro. Con los fieles presentes y con quienes lo siguieron a través de los medios de comunicación, el Pontífice continuó el ciclo de reflexiones sobre el tema “El Espíritu y la Esposa”, centrándose en los frutos del Paráclito y recordando que la alegría del Evangelio “como ningún otro otra alegría, puede renovarse cada día y volverse contagiosa”, siguiendo el ejemplo de san Felipe Neri, “el santo de la alegría”.

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Después de haber hablado de la gracia santificante y de los carismas, quisiera detenerme hoy en una tercera realidad vinculada a la acción del Espíritu Santo: los «frutos del Espíritu». ¿Qué cosa es el fruto del Espíritu? San Pablo ofrece una lista de éstos en su Carta a los Gálatas. Escribe: «el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia» (5,22). Nueve frutos del Espíritu. ¿Pero qué cosa es este “fruto del Espíritu”?

A diferencia de los carismas, que el Espíritu concede a quien quiere y cuando quiere para el bien de la Iglesia, los frutos del Espíritu – repito: amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad, dominio propio – son el resultado de una colaboración entre la gracia y la nuestra libertad.

Estos frutos expresan siempre la creatividad de la persona, en la que «la fe obra por medio de la caridad» (Gal 5,6), a veces de forma sorprendente y llena de alegría.

No todos en la Iglesia pueden ser apóstoles, profetas, evangelistas; pero todos indistintamente pueden y deben ser caritativos, pacientes, humildes, constructores de paz, y etcétera. Todos nosotros, si, debemos ser caritativos, debemos ser pacientes, debemos ser humildes, artífices de paz y no de guerra.

Entre los frutos del Espíritu indicados por el Apóstol, me gustaría destacar uno de ellos, recordando las palabras iniciales de la exhortación apostólica Evangelii gaudium: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría.» (n. 1). A veces habrá momentos tristes, pero siempre existirá la paz. Con Jesús existe la alegría y la paz.

La alegría, fruto del Espíritu, tiene en común con cualquier otra alegría humana un cierto sentimiento de plenitud y satisfacción, que hace desear que dure para siempre. Sin embargo, sabemos por experiencia que eso no ocurre, porque todo aquí abajo pasa rápidamente: Todo pasa rápidamente. Pensemos juntos: la juventud, pasa rápidamente, ¿la salud, las fuerzas, el bienestar, las amistades, el amor... duran cien años? Pero después no más.

Por otra parte, aunque estas cosas no pasaran rápidamente, después de un tiempo ya no son suficientes, o incluso se vuelven aburridas, porque, como dijo San Agustín a Dios: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» [1]. Existe la inquietud del corazón por buscar la belleza, la paz, el amor, la alegría.

La alegría del Evangelio, la alegría evangélica, a diferencia de cualquier otra alegría, puede renovarse cada día y volverse contagiosa. «Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la auto referencialidad. [...] Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?» (Evangelii gaudium, 8). Esta es la doble característica de la alegría que es fruto del Espíritu: no sólo no está sujeta al inevitable desgaste del tiempo, ¡sino que se multiplica al compartirla con los demás! Los demás. Una verdadera alegría se comparte con los demás, y se “contagia”.

Hace cinco siglos, vivía en Roma un santo llamado Felipe Neri. Él pasó a la historia como el santo de la alegría. A los niños pobres y abandonados de su Oratorio les decía: “Hijos, estén alegres; no quiero escrúpulos ni melancolía; me basta con que no pequen”. Y todavía: “¡Sean buenos, si pueden!”. Menos conocida es, sin embargo, la fuente de la que procedía su alegría. San Felipe Neri sentía un amor tal por Dios que a veces parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho. Su alegría era, en el sentido más pleno, un fruto del Espíritu. El santo participó en el Jubileo de 1575, que enriqueció con la práctica, mantenida posteriormente, de visitar las Siete Iglesias. Fue, en su época, un verdadero evangelizador a través de la alegría. Y tenía esta característica de Jesús: perdonaba siempre, perdonaba todo. Quizás alguno de nosotros puede pensar: “pero he cometido este pecado, y esto no tendrá perdón…”. Escuchen bien: Dios perdona todo, Dios perdona siempre. Y esta es la alegría: ser perdonados por Dios. A los sacerdotes y a los confesores siempre digo: perdonen todo, no preguntar mucho, pero perdonar todo, todo y siempre.

La palabra «evangelio» significa buena nueva. Por tanto, no se puede comunicar con caras largas y rostro sombrío, sino con la alegría de quien encontró el tesoro escondido y la perla preciosa. Recordemos la exhortación que San Pablo dirigió a los creyentes de la Iglesia de Filipos, y que ahora nos dirige a todos nosotros: «Estén siempre alegres en el Señor, les repito estén alegres, y den a todos muestras de un espíritu muy abierto. El Señor está cerca» (Fil 4,4-5).

Queridos hermanos y hermanas, alégrense con la alegría de Jesús en el corazón. Gracias.

La tristeza por las numerosas guerras en las que hoy está inmerso el mundo se hace eco, una vez más, en las palabras del Papa Francisco durante la audiencia general en la Plaza de San Pedro. Y una vez más el Pontífice lanzó un sincero llamamiento por la paz, instando a los fieles a rezar sobre todo “por el martirizado pueblo ucraniano”. El país, donde el conflicto ya supera los mil días, se prepara para vivir otro frío invierno de guerra y por este motivo el obispo de Roma dirigió un pensamiento especial a tantos ucranianos “que sufren... sin calefacción, con un invierno duro y muy fuerte”.
Al mismo tiempo, el Papa recordó el dolor de las poblaciones de Tierra Santa: “Que haya paz, que haya paz”, reiteró, instando a todos a rezar por “Nazaret, Palestina, Israel”.
Finalmente, el Papa anunció que la próxima semana, con el Adviento, comenzará también la traducción al chino del resumen de la catequesis de la audiencia general. Y nos invitó a vivir este “tiempo fuerte” del año litúrgico “con oración vigilante y esperanza ardiente”. La audiencia general concluyó con el canto del Padre Nuestro en latín y la bendición apostólica a todos los presentes.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española, de modo particular a los miembros de ESNE, El Sembrador, y les agradezco su labor evangelizadora a través de los medios de comunicación. El próximo domingo vamos a empezar el Adviento; es un tiempo de preparación a la Navidad. Vivamos este tiempo de gracia irradiando la alegría que es fruto del encuentro con Jesús. Que Dios los bendiga y que la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.

No olvidemos al martirizado pueblo ucraniano. Sufre demasiado. Y ustedes niños, muchachos, piensen en los niños y en los muchachos ucranianos que sufren en este tiempo, sin calefacción, con un invierno muy duro, muy fuerte. Recen por los niños y los muchachos ucranianos. ¿Lo harán? ¿Rezarán? Todos ustedes. No lo olviden. Y recemos también por la paz en Tierra Santa; Nazaret, Palestina, Israel … que haya paz, que haya paz. La gente sufre demasiado. Recemos por la paz todos juntos.