«Amaron a la Iglesia, cada uno a su modo, pero todos amaron a la Iglesia». El Papa Francisco recordó con estas palabras a los cardenales, a los arzobispos y a los obispos fallecidos a lo largo del último año. El Pontífice presidió la celebración de sufragio la mañana del lunes 4 de noviembre, memoria litúrgica de san Carlos Borromeo, en el altar de la Cátedra de la basílica vaticana. Entre el 22 de diciembre de 2023 y el 20 de octubre pasado fallecieron siete purpurados: los italianos Sebastiani y Dal Corso, el neozelandés Williams, el alemán Cordes, el colombiano Rubiano Sáenz, el antillano Felix y el angoleño Do Nascimento. Y desde el 1 de noviembre de 2023 al 21 de octubre fallecieron 123 prelados. En la celebración estaban presentes 34 cardenales, entre los cuales el secretario de Estado, Pietro Parolin. Con él, en el momento de la consagración eucarística se acercaron al altar los cardenales Arinze y Ouellet. Con el cuerpo diplomático acreditado ante la Santa Sede estaban los arzobispos Peña Parra y Gallagher, respectivamente sustituto de la Secretaría de Estado y secretario para las Relaciones con los Estados y las Organizaciones internacionales, y monseñor Fernández González, jefe del Protocolo. En la oración de los fieles se elevaron intenciones, en primer lugar, por Francisco y por todos los pastores de la Iglesia, por los cardenales y los obispos muertos en los últimos doce meses. Se rezó también por los que tienen responsabilidades civiles y sociales – para que sean inspirados por proyectos de justicia y de paz por el bien de toda la familia humana – y por todos los difuntos y los bautizados. El rito concluyó con el canto de la antífona mariana «Sub tuum praesidium» entonada por los cantores del coro de la Capilla Sixtina, que animaron toda la liturgia. Publicamos a continuación la homilía del Pontífice.
«Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino» (Lc 23,42). Estas son las últimas palabras que dirigió al Señor uno de los dos crucificados que estaban junto a Él. No es un discípulo el que las pronuncia, no es uno de aquellos que siguieron a Jesús por las calles de Galilea y compartieron con Él el pan en la Última cena. En cambio, el hombre que se dirige al Señor es un malhechor. Uno que lo encuentra sólo al final de su vida, uno cuyo nombre ni siquiera conocemos.
Sin embargo, los últimos respiros de este desconocido se vuelven, en el Evangelio, un diálogo lleno de verdad. Mientras que Jesús es «contado entre los culpables» (Is 53,12), como había profetizado Isaías, una voz inesperada se alza diciendo: nosotros «sufrimos justamente, porque pagamos nuestras culpas, pero él no ha hecho nada malo» (Lc 23,41). Y efectivamente así es. Este condenado nos representa a todos, podemos llamarlo con nuestro nombre, podemos darle nuestro propio nombre. Podemos, sobre todo, hacer nuestra su súplica: “Jesús, acuérdate de mí”. Mantenme vivo en tu memoria. “No te olvides de mí”.
Meditemos sobre esta acción: recordarse, recordar. Recordar significa “traer de nuevo al corazón” —recordar—, volver a poner en el corazón. Aquel hombre, crucificado junto a Jesús, transforma un gran dolor en oración: “Jesús, llévame en tu corazón”. Y no lo pide con voz de angustia, como la de un derrotado, sino con un tono lleno de esperanza. Y esto es todo lo que desea el delincuente que muere como discípulo de última hora: busca un corazón que lo acoja. Y esto es todo lo que vale para él, ahora que se encuentra desnudo frente a la muerte. Y el Señor escucha la oración del pecador, hasta el último momento, como siempre. Traspasado por el dolor, el corazón de Cristo se abre para salvar el mundo —un corazón abierto, no cerrado—: acoge, moribundo, la voz del que muere. Jesús muere con nosotros, porque muere por nosotros. Muere con nosotros, porque muere por nosotros.
A la súplica del crucificado culpable, responde el Crucificado inocente: «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso» (Lc 23,43). El recuerdo de Jesús es eficaz, la memoria de Jesús es eficaz, porque es rico en misericordia, por eso es eficaz. Mientras la vida del hombre mengua, el amor de Dios libera de la muerte. Entonces el condenado es redimido, el desconocido se vuelve compañero; un breve encuentro en la cruz durará por siempre en la paz. Esto nos hace reflexionar un poco. ¿Cómo encuentro a Jesús? O mejor aún, ¿cómo me dejo encontrar por Jesús? ¿Me dejo encontrar o me cierro en mi egoísmo, en mi dolor, en mi suficiencia? ¿Me siento pecador dejándome encontrar por el Señor o siento que soy justo diciendo: “No me haces falta, sigue tu camino”?
Jesús se acuerda de los que están crucificados junto a Él. El cuidado que les tiene, hasta el último respiro, nos hace reflexionar: hay distintos modos de recordar a las personas y a las cosas. Se pueden recordar los agravios, recordar los asuntos pendientes, recordar a los amigos y a los enemigos. Hermanos y hermanas, preguntémonos hoy, ante esta escena del Evangelio: ¿Cómo están las personas dentro de nuestro corazón? ¿Cómo recordamos a los que han pasado junto a nosotros en las experiencias vividas? ¿Juzgo?, ¿divido?, ¿o acojo? Queridos hermanos, volviéndose al corazón de Dios, los hombres de hoy y también los hombres de todos los tiempos pueden esperar la salvación, aun cuando «a los ojos de los insensatos parecían muertos» (Sb 3,2).
La memoria del Señor custodia, en efecto, toda la historia. La memoria es custodia. Él es su juez, compasivo y rico en misericordia. El Señor está cerca de nosotros como un juez; es cercano, compasivo y misericordioso. Son las tres actitudes del Señor. ¿Soy cercano a la gente?, ¿tengo un corazón compasivo?, ¿soy misericordioso? Con esta fe, recemos por los cardenales y obispos fallecidos en estos últimos doce meses.
Hoy nuestro recuerdo se convierte en sufragio por estos hermanos nuestros. Como miembros elegidos del pueblo de Dios, fueron bautizados en la muerte de Cristo (cf. Rm 6,3), para resucitar con Él. Han sido pastores y ejemplo para el rebaño del Señor (cf. 1 P 5,3); que ahora se sienten a su mesa, después de haber partido en la tierra el Pan de vida. Amaron a la Iglesia, cada uno a su modo, pero todos amaron a la Iglesia; recemos para que gocen de la compañía eterna de los santos. Y nosotros esperemos, con firme esperanza, alegrarnos con ellos en el paraíso. Y los invito a decir tres veces conmigo: “Jesús, acuérdate de nosotros”. Todos: “Jesús, acuérdate de nosotros”, “Jesús, acuérdate de nosotros”, “Jesús, acuérdate de nosotros”.