En el imaginario colectivo, noviembre es el mes de los muertos. Los supermercados se llenan de velas de color rojo, flores y los cementerios reciben más visitas que nunca. Pero, tal vez, ahora deberíamos utilizar los verbos en tiempo imperfecto porque, sobre todo, en las grandes ciudades, el culto a los muertos tiene cada vez menos espacio en nuestras vidas. Se dice que será cada vez más así en las próximas generaciones, para las que parece que los cementerios ni existan. Desde hace tiempo, sociólogos y teólogos insisten en que nuestro mundo moderno se ha distanciado progresivamente de la muerte.
Sin embargo, quizás también porque muchos de nosotros estamos envejeciendo y conocemos a muchas personas mayores, la muerte se avecina con su descarada arrogancia y nos abruma. Hemos “externalizado” la muerte, la hemos “hospitalizado” y, pese a todo, nos vemos obligados a mirar la vida a partir de la muerte. “Hermana muerte”, sí, pero no por ello menos dolorosa, inesperada y no pocas veces injusta.
Las religiones han intentado explicar de muchas maneras a lo largo de la historia la posible relación entre la muerte y la divinidad. Una relación muy diversificada porque, entre otras cosas, está fuertemente ligada a dos factores decisivos. Por un lado, la esperanza de vida; y, por otro, aún más importante, el reconocimiento de la persona humana a veces reservado a los ricos y poderosos, hasta después de la muerte. Por su parte, la tradición bíblica deja entrever que la muerte es “escandalosa”, es decir, constituye un obstáculo para la idea de un Dios único y, sobre todo, de un Dios benévolo. No es casualidad entonces que los mitos bíblicos de la creación, sin preocuparse demasiado por ser lógicos, atribuyan la culpa de la muerte a los humanos y no a Dios, ni sorprende que para Israel las almas no pudieran tener ninguna relación con Dios después de la muerte y vagasen por el Sheol, lugar de silencio y oscuridad. “Pero tú eres indulgente con todas las cosas, porque son tuyas, Señor, amigo de la vida.”, exclama el autor del libro de la Sabiduría (11,26).
Será más tarde, y solo en algunos grupos religiosos, que la idea de una resurrección, de una vida después de la muerte, se abrirá paso. Y será precisamente de aquí de dónde surgirá la fe de los discípulos del profeta galileo que lo reconocerán como el Resucitado, el primero, las primicias de lo que sucederá a cada hombre y a cada mujer de cada tiempo.
“Eliminará la muerte para siempre”, había profetizado Isaías (25,8) y el Nuevo Testamento terminará con la visión de “la tienda de Dios con los hombres” en la que Él “enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido” (Apocalipsis 21,3-4). Jesús lo había afirmado con fuerza ante la incapacidad de los saduceos de creer en la resurrección: Que el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob, es decir, el Dios de Israel, “no es el Dios de los muertos, ¡sino de los vivos!” (Mateo 22,32), incluyendo entre los vivos también a los que resucitarán el último día. Toda la historia del pensamiento humano, religioso o no, es un estrecho diálogo con la muerte, como no podría ser de otra forma.
Noviembre es el mes de los muertos, no de la muerte. Nos enseña a recordar, nos pide desenredar el hilo de nuestra vida a partir de las relaciones y los afectos. Los que ya no están han estado ahí y, sobre todo, han estado ahí para nosotros. Incluso la nostalgia que surge por su ausencia nos recuerda que estaban ahí, eran parte de nuestras vidas. Quizás ya no visitaremos a nuestros muertos en los cementerios, pero tendremos que hacer de la memoria el lugar del nuevo culto a los muertos. Tendremos que aprender a tratar la muerte, incluso a socializarla.
La Iglesia lo ha intentado, a su manera, pero las misas “ofrecidas por el alma de un difunto” cuyo nombre se pronuncia en un susurro, son un pequeño paso. Deberíamos inventar ocasiones en las parroquias o encuentros para procesar juntos la memoria de nuestros muertos. Lugares donde celebremos la vida, no la abstracta, sino “la nuestra”. Porque el recuerdo de nuestros muertos nos ayuda a dar gracias por lo que hemos tenido y a asumir mutuamente las cargas de lo que, a veces, se nos fue arrebatado demasiado pronto. Cada uno de nuestros muertos ha sido para nosotros, en las buenas y en las malas, una presencia y un regalo.
En un pequeño libro, un gran teólogo jesuita alemán del siglo pasado, Karl Rahner, propuso varias meditaciones breves e incisivas. Una se titulaba Dios de mis muertos. Aquellos a quienes cada uno de nosotros amó en vida no pueden ser prisioneros de la tierra y del olvido ni se les puede negar relación con Dios. Nuestros muertos continúan hablándonos y contándonos historias. Y cuando los recordamos nos hablan del “Amoroso Señor de la vida”.
de Marinella Perroni