
No lo llaméis agresión sexual. Porque la atracción o el deseo irreprimible no son las verdaderas causas de la violación. Rita Segato, de 74 años, argentina de nacimiento, está convencida de ello y es una de las antropólogas más especializadas en desigualdad de género y conflictos contemporáneos, tema que ha investigado sobre el terreno en teatros de guerra repartidos por América Latina, desde El Salvador a Guatemala. Del trabajo con reclusos condenados por agresiones sexuales en las cárceles de Brasilia nació la intuición de que, detrás del relato individual, se esconden mecanismos de actuación colectiva. En Ciudad Juárez, azotada en los años noventa por una desconcertante ola de feminicidios en serie, se hizo realidad la teoría del “mandato de masculinidad”, retomada en el reciente La guerra contro le donne (La guerra contra las mujeres), publicado en Italia por Tamu.
“Dos dimensiones se cruzan en la llamada violencia sexual. Una vertical, en la que el agresor se dirige a la víctima y la castiga porque la considera un desafío al orden patriarcal. Esto, sin embargo, es lo menos importante – afirma -. Y la horizontal, la fundamental, que se refiere a la relación entre el agresor y sus iguales, a quienes se dirige para pedir ser admitido en “el grupo masculino”, ya que ha pagado el propio “tributo” con la ferocidad sobre el cuerpo femenino. La violación, por tanto, no es una anomalía de un sujeto solitario, es un mensaje dirigido a la sociedad. Responde a una lógica expresiva. Por eso, no es un delito sexual, aunque se cometa con medios sexuales. El objetivo no es tanto conquistar el cuerpo, sino demostrar que eres capaz de hacerlo para obtener el ansiado estatus masculino. Evidentemente, se trata de dinámicas absolutamente inconscientes”.
Rita Segato explica: “Cuando, durante dos años, entrevisté a presos acusados de violación, me llamó mucho la atención que no supieran explicar los motivos de sus actos. No mentían, es que de verdad no lo entendían. Se trata, pues, de profundizar y sacar a la luz lo que está enterrado. Es la tarea de los intelectuales: “dar” las palabras con las que descifrar la realidad, ya que lo que no tiene nombre no existe en el horizonte mental. Solo una vez que ese algo es nombrado y, por tanto, descubierto, se puede decidir si conservarlo o eliminarlo”.
De este modo, la palabra se convierte en una condición previa para el cambio. No es fácil, sin embargo, acuñarla: la historia de la asimetría de género se confunde con la de la especie. Por eso, según la antropóloga, es la columna vertebral de todas las formas de desigualdad anidadas en el tejido social.
“La violencia contra las mujeres no es un problema que interese a un grupo social determinado, sino el semillero, el vivero, el terreno fértil de todas las demás formas de abuso y opresión. Es en los géneros donde se encarna la estructura subliminal de las relaciones marcadas por una diferencia de prestigio y poder. El estatus masculino, considerado superior, debe ser adquirido y reconocido por otros poseedores de virilidad. El ‘deber’ para obtenerlo es el cuerpo de la mujer, percibido como proveedor de gestos que alimentan la masculinidad. En el acto mismo de conferir el tributo produce su propia exclusión de la casta que consagra. Por lo tanto, las leyes por sí solas no son suficientes. No es casualidad que, a pesar de los esfuerzos legales, los feminicidios y las violaciones parezcan estar aumentando. “En esta época de caos global, en la que la riqueza se concentra cada vez más en unas pocas manos, la competencia por mantener un estatus dominante es feroz. Para “mantener el ritmo”, cada vez se piden más tributos. De ahí la creciente violencia contra las mujeres”.
El ejemplo extremo son las llamadas nuevas guerras, típicas del siglo XXI. En ellas, ejércitos irregulares, muy a menudo bandas criminales, luchan entre sí. En esta forma de guerra, “el cuerpo femenino se convierte en uno de los principales campos de batalla. Lo vi claramente en el conflicto guatemalteco. Atacar el cuerpo de las mujeres de una comunidad o facción agrediéndolo sexualmente, a veces hasta la muerte, es como colocar una bomba en el centro de un edificio, haciéndolo implosionar en un instante y sin necesitar una gran inversión de recursos”.
Para combatir la violencia de género -y, por tanto, todas las demás que se basan en ella- se necesita un cambio de perspectiva que devuelva al centro la categoría de patriarcado, para desmantelarla. Contrariamente a la creencia popular, su demolición no beneficiará solo a las mujeres. “Los hombres son las primeras víctimas del mandato de masculinidad. Lo cual no significa justificar los crímenes ni minimizarlos. Sino más bien reconocer que esta forma de ser hombres los aprisiona en un miedo constante a perder su poder ante la menor manifestación de debilidad. No pueden experimentar la afectividad de forma saludable ni dejar que sus emociones brillen. El mandato de la masculinidad es una jaula opresiva. Los hombres están empezando a darse cuenta. A veces, los jóvenes me paran en la calle para agradecerme que les haya abierto los ojos. Es el mejor reconocimiento a mi trabajo”.
de Lucia Capuzzi
Periodista «Avvenire»