· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

El cuerpo del delito,
un cuerpo político

  Il corpo del reato,  un corpo politico  DCM-010
31 octubre 2024

En aquellos días no había rey en Israel y yo había huido de casa. Había dejado a mi marido en el monte de Efraín, donde vivía como extranjero, y había vuelto a Belén de Judá, con mi padre. “Si se hubiera quedado en casa”, dice la gente. Mi marido era levita, yo era concubina: me había hecho su mujer sin pagar dote.

Si me hubiera quedado en casa con él. Si me hubiera quedado donde debía.

Donde debía como esposa, aunque fuera la otra.

Si me hubiera quedado donde debía, no habría pasado.

Era buena, todas lo somos.

¿Por qué me tuve que ir?

Adulterio, dice la gente. Una infiel, una sinvergüenza. La gente siempre tiene una respuesta, más allá de la verdad.

En aquellos días no había rey en Israel y yo merecía la muerte, según la ley de Dios. Pasaron cuatro meses y mi marido el levita salió con dos asnos y un siervo para venir a buscarme. No vino para matarme. Me rogó que volviera con él. Después de todo, yo le pertenecía. Mi padre lo recibió con alegría, lo invitó a su mesa y le ofreció algo de comer y beber. Durante tres noches mi marido, el levita, durmió en Belén de Judá, en la casa de mi infancia. Nadie me preguntó si quería quedarme, ni siquiera participé en el banquete porque las mujeres no comen con los hombres; sí se dejan ‘devorar’ porque las mujeres son un buen bocado. Al cuarto día el levita se dispuso a partir y mi padre lo disuadió: “Toma un pedazo de pan, te irás más tarde”. Y comieron y bebieron juntos. Pronto oscurecería, entonces mi padre dijo: “Duerme aquí también esta noche y deja que tu corazón se regocije”.

Su corazón sí se regocijaba. Por lo menos el suyo.

Al quinto día, el hombre que era mi esposo se levantó temprano para irse, pero, otra vez, mi padre lo detuvo. Me engañé pensando que lo estaba haciendo por mí. Me engañé pensando que quería mantenerme con él, defenderme de lo que no quería, como si mis deseos importaran. Me engañé pensando que era un perdón. Pero fue un presagio.

Si hubiera estado en casa, en mi sitio, si no me hubiera escapado, nada, nada hubiera pasado. ¿De quién es la culpa entonces?

En aquel tiempo no había rey en Israel y en la tarde del quinto día, después de comer y beber, el levita decidió partir. El suegro objetó señalando que había menos luz, pero esta vez el yerno ya no le hizo caso. Quizá también pensó que mi padre quería retenerme para siempre.

El sol cayó ante nuestros ojos cuando llegamos a Guibeá, la ciudad de los benjaminitas. Sentados en la plaza, esperábamos que alguien nos ofreciera su hospitalidad para pasar la noche, pero nadie se acercó. Hasta que un anciano que regresaba del campo le preguntó al levita dónde iba y de dónde venía. Descubrieron que eran paisanos ya que el anciano también nació en el monte de Efraín y vivía como extranjero en Guibeá. “Bienvenidos”, dijo, y nos abrió la puerta. Había comida y bebida. Después, alguien llamó violentamente.

“Entréganos al hombre que está en tu casa”, decía la muchedumbre de benjaminitas.

“Hermanos - les rogó el anciano- no cometáis tal atrocidad, este hombre es mi invitado”.

Si no me hubiera ido. “¿Por qué lo has hecho?”, pregunta la gente.

“Aquí está mi hija, que aún es virgen, y la concubina de este hombre. Haced con ella lo que queráis”. El viejo podía entregarme, aunque yo no era suya. Yo era trofeo, todas lo somos. Incluso “su hija”. Para respetar las leyes de la hospitalidad, el anciano habría renunciado a lo que más amaba.

La muchedumbre de benjaminitas no parecía convencida. Ofender a un hombre era una infamia. Sería trasgredir las leyes de la hospitalidad. Un delito abominable. Mi marido, el levita, impidió el ultraje a su paisano.

Así que me echó fuera y me abandonó en sus manos. Y esos hombres me usaron e hicieron conmigo lo que quisieron.

Si me hubiera quedado donde debía.

Hicieron conmigo lo que quisieron toda la noche.

¿De quién es la culpa?

Abusaron de mi hasta el amanecer.

La gente no quiere la verdad, ¿cómo puedo contarla? No hay palabras. Esa noche mi cuerpo sufrió el silencio, el desgarro, el estrépito, el trueno y el rugido de la tormenta. El llanto que no escucháis es el de mi cuerpo silencioso.

Me vi sola delante de una multitud. Me sacrificaron porque el honor de un hombre se debe proteger sobre todas las cosas. Quién sabe si mi padre está durmiendo. Quién sabe si ese presagio lo despertó de pronto con una punzada en el pecho.

Que se regocije tu corazón, padre, ya es de día. Mi corazón nunca volverá a estar alegre. Ya ni siquiera late. Me han tirado en la puerta de esa casa. El levita me ha visto y me ha ordenado que me ponga en pie, que nos vamos. Pero mi cuerpo no respondía. Mi cuerpo y mi corazón están envueltos en el silencio.

En aquellos días no había rey en Israel, y el levita me montó en un asno y me llevó a Efraín. Finalmente, en casa, agarró un cuchillo y me cortó en pedazos. Como un animal sacrificado.

“¿Por qué lo has hecho?”, dice la gente. “¿Por qué has dejado a tu marido?”

Hizo doce trozos, una para cada tribu. Me envió como advertencia, como testimonio de una abominación. Yo era el cuerpo del crimen, el símbolo de la desintegración de Israel, el comienzo de una guerra civil. Yo era un cuerpo político, siempre lo había sido.

Todas lo somos.

de Rosella Postorino