En la tarde del viernes 25 de octubre el Papa Francisco fue a la basílica de san Juan de Letrán para reunirse con la comunidad diocesana de Roma en la conclusión del recorrido “(Des)igualdades”, llevado adelante a partir del pasado mes de febrero con ocasión del cincuenta aniversario del congreso “La responsabilidad de los cristianos frente a las expectativas de caridad y justicia en la ciudad de Roma”. Publicamos el texto del discurso que el Pontífice dirigió a la asamblea diocesana durante el momento de oración y de reflexión que tuvo lugar en la catedral de Roma.
Queridos hermanos y hermanas,
os doy las gracias por estar aquí celebrando juntos este momento importante para la diócesis de Roma. Saludo a las autoridades presentes y a todos vosotros que estáis aquí representando también a vuestras comunidades parroquiales y las realidades en las que estáis al servicio. Y doy las gracias también a todos aquellos que han trabajado para traer a la memoria de todos nosotros el Congreso que se celebró hace 50 años y que pasó a la historia con el nombre “Congreso sobre los males de Roma”. Se trató de un evento que marcó el camino eclesial y social de la Ciudad y, en esa ocasión, la Iglesia de Roma se puso a la escucha de los muchos sufrimientos que la marcaban, invitando a todos a reflexionar sobre las responsabilidades de los cristianos frente a los males de la Iglesia, a los males de la Ciudad, entrando en diálogo con ella y sacudiendo la conciencia civil, política y cristiana de muchos.
He seguido los diferentes pasajes del trabajo hecho a lo largo de este año y he escuchado con interés la síntesis y los testimonios que, lamentablemente, nos ponen una vez más delante de una triste realidad: también hoy y todavía hoy son muchas las desigualdades y las pobrezas que golpean a muchos habitantes de la Ciudad. Por un lado, todo esto nos duele, por otro nos hace comprender lo largo que todavía es el camino que tenemos que recorrer. Saber que hay personas que viven por la calle, jóvenes que no logran encontrar un trabajo o una casa, enfermos y ancianos que no tienen acceso a los cuidados, chicos que se hunden en las dependencias “modernas”, personas marcadas por sufrimientos mentales que viven en estado de abandono o desesperación. Y esto no puede ser solo un dato estadístico; son rostros, son historias de nuestros hermanos y hermanas que nos tocan y nos interpelan: ¿qué podemos hacer nosotros? ¿Vemos en la historia herida de estas personas el rostro del Cristo sufriente? ¿Somos capaces de verlo? ¿Nos damos cuenta del problema y nos hacemos cargo de él? ¿Qué podemos hacer juntos?
Partiendo de estos interrogantes y de la Palabra que hemos escuchado, quisiera reflexionar con vosotros sobre tres aspectos: llevar a los pobres la buena noticia, reparar el desgarro, sembrar esperanza.
En primer lugar, llevar a los pobres la buena noticia. Los pobres estarán siempre con nosotros. Los pobres son la carne de Cristo y, como un sacramento, lo hacen visible a nuestros ojos. Cuando yo confieso, cuando se crea la ocasión, pregunto a la persona: “Pero tú dime, ¿tú das limosna?” - “Sí, padre” – “Y dime, cuando das limosna, ¿miras a los ojos del pobre al que le das limosna? ¿Tú tocas la mano?” Y responden: “No”. Tiran la moneda y siguen. No cuidan de ese sufrimiento humano que es un pobre. Los pobres estarán siempre con nosotros, son la carne de Cristo, y como un sacramento, lo hacen visible a nuestros ojos. Jesús no nos ofrece una solución mágica para resolver la pobreza sino que nos pide que les llevemos “la buena noticia”. Y la buena noticia para anunciar a los pobres es en primer lugar decirles que son amados por el Señor y que a los ojos de Dios son preciosos, que su dignidad, a menudo pisoteada por el mundo, delante de Dios es sagrada. Pero muchas veces, nosotros cristianos decimos esto de palabra, y después no hacemos los gestos que lo hacen creíble. Por favor: el pobre no puede ser un número, no puede ser un problema o peor todavía un descarte. Él es nuestro hermano, es carne de nuestra carne. Me alegra que, en esta diócesis, muchas personas se dediquen cada día a los pobres: pienso en los voluntarios, en los trabajadores de Cáritas y en las otras realidades y asociaciones presentes en el territorio, en muchos ciudadanos que están en el silencio y que trabajan el bien; pero, al mismo tiempo, debemos sentir la cuestión de la pobreza como una urgencia eclesial, que se vuelve compromiso y responsabilidad de todos y siempre. La Iglesia está llamada a asumir un estilo que pone en el centro a aquellos marcados por las diversas pobrezas - ¡hay muchas eh! -, los pobres de comida y de esperanza, los hambrientos de justicia, los sedientos de futuro, los necesitados de vínculos verdaderos para afrontar la vida. ¡Hagámonos presentes ante los pobres y convirtámonos en su signo de ternura de Dios! Dios está presente con tres actitudes: la cercanía, la compasión y la ternura. Y un cristiano que no se hace cercano, que no es compasivo y no es tierno no es cristiano. Cercanía, compasión y ternura. Así imitamos a Dios.
En segundo lugar, reparar el desgarro. Es una imagen que tomo del título que se ha querido dar al encuentro de esta tarde. ¡Es verdad, algo se ha desgarrado! El gran tejido social, con motivo de las desigualdades, conoce cotidianamente rupturas que hacen daño. ¿Cómo podemos aceptar que en nuestra Ciudad se tiren quintales de comida y al mismo tiempo haya familias que no tienen para comer? Los pobres van a buscar la comida que los restaurantes tiran todas las noches. ¿Cómo podemos aceptar que haya miles de espacios vacíos y miles de personas que duermen en una acera? ¿Que algunos ricos tengan acceso a todos los cuidados que necesitan y los pobres no pueden recibir tratamiento digno cuando están enfermos? Una ciudad que asiste inerme a estas contradicciones es una ciudad desgarrada, así como lo es todo nuestro planeta. Por eso es necesario reparar este desgarro comprometiéndonos a construir alianzas que pongan a la persona humana y su dignidad en el centro. Para hacer esto es necesario trabajar juntos, armonizar las diferencias, compartir cada uno el don y la misión que ya ha recibido. Y esto significa también crecer en el diálogo: el diálogo con las instituciones y las asociaciones, el diálogo con la escuela y la familia, el diálogo entre las generaciones, el diálogo con todos, también con quien piensa diferente.
Para reparar el desgarro es necesaria la paciencia del diálogo sin prejuicios, discutiendo con pasión ideas, proyectos y propuestas útiles para renovar el tejido de la Ciudad. Juntos podemos correr el riesgo de los nuevos caminos, venciendo el virus de la indiferencia, que nos contagia a todos como si lo que pasa en los rincones de nuestra ciudad y del planeta no nos importara. “No es asunto mío”. ¡Para reparar necesitamos sobre todo salir de la indiferencia y dejarse involucrar en primera persona! Sería bueno que de la reunión de esta noche saliera algún compromiso concreto, verificable en el sentido de un esfuerzo común encaminado a acciones capaces de ayudarnos a superar las desigualdades. Pero, mientras tanto, quisiera pediros esto: dad más valor al pensamiento social de la Iglesia en la pastoral ordinaria y en la catequesis. Es importante, de hecho es importante, formar conciencias en la doctrina social de la Iglesia, para que el Evangelio se traduzca en las diferentes situaciones de hoy y nos haga testigos de justicia, de paz y de fraternidad. Y tejedores de una nueva red social y solidaria en la Ciudad, para reparar el desgarro que la destrozan.
Finalmente, sembrar esperanza. Es un compromiso que estamos llamados a asumir también en vista del Jubileo ya cercano, que he querido que estuviera marcado por la esperanza cristiana. En la bula de convocación del Jubileo, invité a todos a pensar en los signos de esperanza a favor de la paz, de la vida humana, de los enfermos, de los presos, de los migrantes, de los ancianos, de los pobres. Os dirijo a todos vosotros un fuerte llamamiento para realizar obras concretas de esperanza. La multiplicidad de las problemáticas sociales tomadas en examen y presentadas también esta tarde podrían desanimar hasta el punto de decir que “no podemos hacer nada”. Pero la esperanza cristiana, sin embargo, es siempre trabajadora porque está animada por la certeza de que es el Señor quien guía la historia y que en Él podemos construir lo que parece humanamente imposible. Hermanas, hermanos, ¡la esperanza no decepciona! No decepciona nunca. Vamos por el camino de la esperanza.
En esta Ciudad han trabajado hombres y mujeres que delante de los problemas no se han quedado mirando y tampoco se han limitado a decir o a escribir muchas cosas. Pienso especialmente en algunos sacerdotes, verdaderos hombres de esperanza, como don Luigi Di Liegro; pienso también en muchos laicos que se han puesto a la obra respondiendo a la necesidad de lanzar una semilla de bien, de activar procesos en la esperanza de que algún otro cuidaría de esa pequeña semilla hasta que se convirtiera en un árbol grande. Si hoy, por ejemplo, es muy fuerte el impulso al voluntariado es porque alguien creyó en ello y empezó con pequeños pasos. Ese bien ha contagiado a muchos otros hasta convertirse en estilo compartido. Hoy debemos iniciar nuevos procesos, nuevos procesos de esperanza: ¡soñar la esperanza y construir la esperanza a través de nuestro compromiso, que es un compromiso responsable y solidario! ¡Osad! Todos vosotros osáis en la caridad, no tengáis miedo de soñar con grandes cosas, aunque comiencen con pequeños compromisos. Lo afirma el poeta Charles Péguy y, a este respecto, concluyo con lo que dijo sobre la esperanza: “La fe es una Esposa fiel. La caridad es una Madre. La esperanza es una niña muy pequeña. Sin embargo, es esta pequeña niña la que atravesará los mundos". Sigamos adelante con esperanza.
¡Queridos hermanos, queridas hermanas, también nosotros podemos atravesar los mundos de la pobreza llevando la esperanza del Evangelio! Gracias por todo lo que hacéis en la Iglesia y en la ciudad de Roma. Rezo por vosotros, para que seáis testigos audaces del Evangelio ¡capaces de llevar la buena noticia de los pobres y la buena noticia a los pobres, reparar el desgarro y sembrar la esperanza!
Y también vosotros, por favor, no os olvidéis de rezar por mí. Gracias.