· Ciudad del Vaticano ·

La misa en presencia de cuarenta mil fieles

En la Iglesia no hay sitio para los abusos

 En la Iglesia no hay sitio  para los abusos   SPA-040
04 octubre 2024

En presencia de cuarenta mil fieles el Papa concluyó el viaje en Bélgica celebrando la mañana del 29 de septiembre en el estadio “Rey Balduino” de Bruselas la misa del xxvi domingo del Tiempo ordinario durante el cual beatificó a la monja carmelita Ana de Jesús (Ana de Lobera). A continuación la homilía pronunciada por Francisco.

«Si alguien llegara a escandalizar a uno de estos pequeños que tienen fe, sería preferible para él que le ataran al cuello una piedra de moler y lo arrojaran al mar» (Mc 9,42). Con estas palabras, dirigidas a los discípulos, Jesús pone en guardia del peligro de escandalizar, es decir, de obstaculizar el camino y lastimar la vida de los “pequeños”. Es una admonición fuerte, una admonición severa, sobre la que debemos detenernos a reflexionar. Quisiera hacerlo con ustedes, a la luz de otros textos sagrados, a través de tres palabras clave: apertura, comunión y testimonio. Iniciamos con apertura. Nos han hablado de ella la primera Lectura y el Evangelio, mostrándonos la acción libre del Espíritu Santo que, en la narración del Éxodo, llena de su don de profecía no sólo a los ancianos que habían ido con Moisés a la tienda del encuentro, sino también a dos hombres que se habían quedado en el campamento. Esto nos hace pensar porqué, si en un primer momento era escandalosa su ausencia en el grupo de los elegidos, después del don del Espíritu era escandaloso prohibirles ejercer la misión que, a pesar de ello, habían recibido. Bien lo comprende Moisés, hombre humilde y sabio, que con mente y corazón abiertos dice: «¡Ojalá todos fueran profetas en el pueblo del Señor, porque él les infunde su espíritu!» (Nm 11,29). Hermoso auspicio. Son palabras sabias, que preludian lo que Jesús afirma en el Evangelio (cf. Mc 9,38-43.45.47-48). Aquí la escena se desarrolla en Cafarnaúm, y los discípulos quisieran a su vez impedir a un hombre expulsar los demonios en el nombre del Maestro, porque —afirman— «no es de los nuestros» (Mc 9,38), es decir, “no pertenece a nuestro grupo”. Ellos piensan así: “Quien no nos sigue, quien no es ‘de los nuestros’, no puede hacer milagros, no tiene el derecho”. Pero Jesús los sorprende —como siempre, Jesús siempre nos sorprende— y a estos los sorprende y los reprende, invitándolos a ir más allá de sus esquemas, a no “escandalizarse” de la libertad de Dios. Les dice: «No se lo impidan […], el que no está contra nosotros, está con nosotros» (Mc 9,39-40).

Observemos bien estas dos escenas, la de Moisés y la de Jesús, porque nos conciernen también a nosotros y a nuestra vida cristiana. Todos, de hecho, con el bautismo, hemos recibido una misión en la Iglesia. Pero se trata de un don, no de un motivo de orgullo. La comunidad de los creyentes no es un círculo de privilegiados, es una familia de salvados, y nosotros no somos enviados a llevar el Evangelio al mundo por nuestros méritos, sino por la gracia de Dios, por su misericordia y por la confianza que, más allá de todos nuestros límites y pecados, Él continúa poniendo en nosotros con amor de Padre, viendo en nosotros lo que nosotros mismos no alcanzamos a vislumbrar. Por esto nos llama, nos envía y nos acompaña pacientemente cada día. Y entonces, si queremos cooperar, con amor abierto y premuroso, a la acción libre del Espíritu sin ser motivo de escándalo, de obstáculo a nadie con nuestra presunción y nuestra rigidez, necesitamos realizar nuestra misión con humildad, gratitud y alegría. No debemos resentirnos, sino más bien alegrarnos de que también otros puedan hacer lo que nosotros hacemos, para que crezca el Reino de Dios y para reunirnos todos unidos, un día, en los brazos del Padre. Y esto nos lleva a la segunda palabra: comunión. De esta nos habla Santiago en la segunda Lectura (cf. St 5,1-6) con dos imágenes fuertes: las riquezas que corrompen (cf. v. 3) y las protestas de los cosechadores que llegan a los oídos del Señor (cf. v. 4). Nos recuerda, así, que el único camino de la vida es el del don, del amor que une en el compartir. El camino del egoísmo genera sólo cerrazón, muros y obstáculos —“escándalos”, precisamente— encadenándonos a las cosas y alejándonos de Dios y de los hermanos. El egoísmo, como todo lo que impide la caridad, es “escandaloso” porque aplasta a los pequeños, humillando la dignidad de las personas y sofocando el clamor de los pobres (cf. Sal 9,13). Y esto valía tanto en los tiempos de san Pablo como hoy para nosotros. Cuando en la base de la vida de los individuos y de las comunidades se ponen únicamente los principios de interés y las lógicas del mercado (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 54-58), se crea un mundo en el que ya no hay espacio para quien está en dificultad, ni hay misericordia para quien se equivoca, ni compasión para quien sufre y no es capaz. No hay. Pensemos a lo que ocurre cuando los pequeños son escandalizados, golpeados, abusados por aquellos que debieran cuidarlos; a las heridas de dolor e impotencia en primer lugar de las víctimas, pero también de sus familiares y de la comunidad. Con la mente y con el corazón, vuelvo a las historias de algunos de estos “pequeños” que he encontrado antier. Los he escuchado, he escuchado su sufrimiento por haber sido abusados y lo repito aquí: en la Iglesia hay lugar para todos, todos, todos, pero todos seremos juzgados y no hay lugar para el abuso, no hay lugar para el encubrimiento del abuso. Se lo pido a todos: no encubran los abusos. Se lo pido a los obispos: no encubran los abusos. Condenen a los abusadores y ayúdenles a curarse de esta enfermedad del abuso. El mal no se debe esconder, el mal debe ser sacado a la luz, que se dé a conocer, como lo han denunciado algunos abusados valientemente. Que se dé a conocer. Y que sea juzgado el abusador, sea laica, laico, sacerdote u obispo. Que sea juzgado. La Palabra de Dios es clara, nos dice que las “protestas de los cosechadores” y el “clamor de los pobres” no se pueden ignorar, no se pueden cancelar, como si fuesen una nota desafinada en un concierto perfecto del mundo del bienestar, ni se pueden atenuar con alguna forma de asistencialismo de fachada. Al contrario, son la voz viva del Espíritu, nos recuerdan quiénes somos —todos somos pobres pecadores, todos, el primero yo—; y las personas abusadas son un clamor que sube al cielo, que toca el alma, que nos hace avergonzarnos y nos llama a convertirnos. No obstaculicemos la voz profética, silenciándola con nuestra indiferencia. Escuchemos lo que nos dice Jesús en el Evangelio: lejos de nosotros el ojo escandaloso, que ve al indigente y se vuelve para otro lado. Lejos de nosotros la mano escandalosa, que cierra el puño para esconder sus tesoros y se esconde ávida en los bolsillos. Mi abuela decía: “El diablo entra por los bolsillos”. Esa mano que golpea para cometer un abuso sexual, un abuso de poder, un abuso de conciencia contra aquel que es más débil. ¡Y cuántos casos de abuso tenemos en nuestra historia, en nuestra sociedad! Lejos de nosotros el pie escandaloso, que corre veloz no para hacerse cercano a quien sufre, sino para “pasar de largo” y permanecer a distancia. Fuera todo esto; ¡lejos de nosotros! Así no se construye nada bueno ni sólido. Y una pregunta que me gusta hacer a las personas: “¿Das limosna? —Sí, Padre, sí. —Y dime, cuando das limosna, ¿tocas la mano de la persona indigente o se la arrojas y miras para otro lado? ¿Miras a los ojos de las personas que sufren? Pensemos en esto.

Si queremos sembrar para el futuro, también en el ámbito social y económico, nos hará bien volver a poner como fundamento de nuestras decisiones el Evangelio de la misericordia. Jesús es la misericordia. Todos nosotros, todos, hemos sido misericordiati. De otro modo, por más que aparezcan imponentes, los monumentos de nuestra opulencia serán siempre colosos con los pies de barro (cf. Dn 2,31-45). No nos engañemos, sin amor nada dura, todo se desvanece, se derrumba, y nos deja prisioneros de una vida evasiva, vacía y sin sentido, de un mundo inconsistente que, más allá de las fachadas, ha perdido toda credibilidad. ¿Por qué?, porque ha escandalizado a los pequeños. Y así llegamos a la tercera palabra: testimonio. La Iglesia belga tiene una rica historia de ejemplos de santidad. Pensemos en santa Gúdula, patrona del país (650-712 aprox.), en san Guido de Anderlecht, el peregrino amigo de los pobres (+1012), en san Damián de Veuster, más conocido como Damián de Molokai, el apóstol de los leprosos (1840-1889). Y también en tantos misioneros y misioneras belgas que a lo largo de los siglos han anunciado el Evangelio en diversas partes del mundo, en algunos casos hasta el sacrificio de la vida. En esta próspera tierra pudo florecer también el testimonio de la monja carmelita Ana de Jesús, Ana de Lobera, de quien hoy celebramos la beatificación. Esta mujer estuvo entre las protagonistas, en la Iglesia de su tiempo, de un gran movimiento de reforma, tras las huellas de una “gigante del espíritu” —Teresa de Jesús—, del que difundió los ideales en España, en Francia y también aquí, en Bruselas, y en aquellos que entonces se llamaban los Países Bajos Españoles. En un tiempo marcado por escándalos dolorosos, dentro y fuera de la comunidad cristiana, ella y sus compañeras, con su vida sencilla y pobre, hecha de oración, de trabajo y de caridad, supieron traer de nuevo a la fe a tantas personas, hasta el punto de que alguno definió su fundación en esta ciudad como un “imán espiritual”. Por elección, no ha dejado escritos. Se comprometió más bien en poner en práctica lo que ella a su vez había aprendido (cf. 1 Co 15,3), y con su modo de vivir contribuyó a realzar la Iglesia en un momento de gran dificultad. Acojamos, por tanto, con gratitud el modelo de “santidad femenina” que nos ha dejado (cf. Exhort. ap. Gaudete et exsultate, 12), al mismo tiempo delicado y fuerte. Su testimonio, junto al de tantos hermanos y hermanas que nos han precedido, nuestros amigos y compañeros de viaje, no está lejos de nosotros, sino que está cerca; es más, se nos confía para que también lo hagamos nuestro, renovando el compromiso de caminar juntos tras las huellas del Señor.