Mis tres Papas
He tenido el inmenso privilegio, gracias a mi trabajo como corresponsal de televisión en el Vaticano, de seguir paso a paso a tres grandes papas: Juan Pablo II, Benedicto XVI y el Papa Francisco.
Los he acompañado por todo el mundo y he sido testigo de acontecimientos históricos para la Iglesia y para el mundo. Pero la experiencia humana más intensa y profunda fue la de descubrir al sacerdote que había en cada uno de ellos y comprender que tal vez el sacerdote que a mí me gustaría tendría que ser capaz de encarnar sus tres modos diferentes de vivir el sacerdocio.
Mi sacerdote “ideal” me gustaría que tuviera, ante todo, el misticismo que Karol Wojtyla demostró desde los primeros años de su vocación vivida en momentos difíciles y hostiles. Me gustaría que, como él, estuviera profundamente enamorado de Dios y de los hombres y que tuviera su profunda y hermosa devoción por María y su confianza total en una Providencia capaz de cambiar el curso de la historia. Me gustaría que supiera sumergirse en la oración como lo hacía él. Verlo rezar, especialmente en su capilla, en momentos privados, fue una experiencia espiritual que ninguna de las personas que tuvo este privilegio ha podido olvidar. Fui testigo de estos momentos varias veces y su misticismo era tangible. Nunca he visto a nadie rezar como él. Daba la impresión de que estaba completamente ajeno a este mundo y que mantenía un diálogo directo con Dios.
Me gustaría un sacerdote con esta capacidad de hablar con Dios, de encontrar en la oración la fuerza de su testimonio y someterse totalmente a su voluntad. Me gustaría un sacerdote que supiera llevar sobre sus hombros la Cruz de Cristo y las cruces del mundo, que supiera entregarse hasta el final de sus días y que fuera capaz de transmitir siempre esperanza y fortaleza, incluso en los momentos más duros. Me gustaría un sacerdote con una fe como una roca, capaz de acercar a Dios a los hombres y los hombres a Dios. Un sacerdote que nos hiciera comprender que la vida es una sucesión de momentos hermosos y de momentos difíciles y que nos enseñara a encontrar, en nosotros mismos y en nuestra fe, la capacidad de afrontarlos.
Me gustaría que mi sacerdote ideal tuviera la formación teológica del Papa Benedicto XVI, su claridad y profundidad de pensamiento, su amor por la verdad, su capacidad para acercar la fe y la razón y para hacernos comprender que no se contraponen.
Me gustaría un sacerdote capaz, como él, de presidir, en el mundo turbulento y ruidoso de hoy, ceremonias de adoración eucarística ante miles de fieles en absoluto silencio.
Me gustaría que un sacerdote que no abandonara un escenario, a pesar de una tormenta repentina y del peligro de la lona encharcada por la lluvia, para quedarse con los jóvenes de todo el mundo en una vigilia de oración, como lo hizo el Papa Benedicto XVI en Madrid, en el Aeródromo de Cuatro Vientos.
Me gustaría un sacerdote con el valor de ir contracorriente y de no aceptar compromisos con las modas del momento; un sacerdote capaz de transmitir certezas, especialmente en un mundo confuso y cada vez más líquido.
Un sacerdote que perciba que la suciedad y el enemigo están dentro de la Iglesia y no fuera y que, por tanto, hay que combatirlos desde dentro. Me gustaría un sacerdote que tuviera la humildad que solo los grandes tienen para pedir perdón por los errores y pecados cometidos por otros, como lo hizo en varias ocasiones Benedicto XVI; un sacerdote cuya humildad y conciencia de sus limitaciones fueran tan grandes que incluso se retirara por el bien de su Iglesia.
Me gustaría un sacerdote con la humanidad y la empatía del Papa Francisco, un sacerdote que sea un verdadero pastor que “huela a oveja” porque está siempre entre su rebaño y no en lujosos palacios.
Un sacerdote que se acerque a todos y no solo a los católicos perfectos, que sepa escuchar a todos, que toque y alivie las heridas del corazón y del alma, con los brazos y el corazón siempre abiertos, con voluntad de comprender y no de juzgar; un sacerdote dotado de gran ternura y compasión que intente acercarse a los hombres y mujeres de su tiempo, poniéndolos en el centro de su misión.
Un sacerdote que prefiera las periferias a los centros de poder, que abandone lo superfluo para volver a la esencia, que comprenda que el mundo tiene una enorme necesidad de misericordia y que le ayude a tomar conciencia de que Dios perdona todo y a todos y que somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Un sacerdote convencido de que la Iglesia debe ser un hospital de campaña con las puertas siempre abiertas donde se traten las heridas y no se hagan pronósticos desalentadores. Me gustaría un sacerdote que, como dice el Papa Francisco, no sea “un funcionario del Espíritu”, sino un buen samaritano que busca a los necesitados, un pastor y no un inspector del rebaño, un hombre dispuesto a ensuciarse las manos, “que no conoce los guantes”, que “no se pavonea” atraído por hacer carrera, por la vanidad o por la seducción del dinero.
Me gustaría un sacerdote que amara y respetara a las mujeres, que no las considerara solo meras asistentes menores, criadas o cuidadoras, sino criaturas maravillosas con igual dignidad e iguales derechos.
Me gustaría un sacerdote que comprendiera la grandeza y la fragilidad de las mujeres, las dificultades que encuentran, la violencia a la que son sometidas por el solo hecho de ser mujeres y las humillaciones que tienen que sufrir en muchos contextos, también dentro de la Iglesia.
Me gustaría un sacerdote con un equilibrio afectivo y madurez que le permitieran mirar, abrazar o besar a una mujer con la naturalidad de un hombre y la limpieza, inocencia y claridad de un niño. Este fue uno de los rasgos que más me fascinaba de la relación entre Juan Pablo II y las mujeres.
Me gustaría un sacerdote que nunca cometiera abuso físico, moral o de poder hacia nadie, ya sea menor, adulto vulnerable o simplemente adulto. Un sacerdote que, al hablar de los abusos de los hombres de Iglesia contra las mujeres, no dijera: “Al menos, no se trata de menores”, como si abusar de una mujer no fuera grave.
Un sacerdote que entienda, con el corazón y no solo con la cabeza, que en la Iglesia no hay hijos de primera e hijos de segunda y que hace falta valor para castigar al hijo que se equivoca, en nombre de la verdad y de la justicia.
Un sacerdote que piense que su prioridad debe ser siempre la víctima, que tiene el derecho de ser primero escuchada y creída y después ayudada a sanar.
Me gustaría un sacerdote que entienda que en la Iglesia debemos actuar siempre con transparencia porque los fieles ya no pueden tolerar mentiras y encubrimientos y porque la verdadera misión de la Iglesia es ser portadora de luz, de verdad y de justicia.
Entre los rasgos del sacerdote que me gustaría, también estarían las del “sacerdote amigo” o el “amigo sacerdote” que muchos tenemos la suerte de tener. No es el sacerdote “ideal”, sino un sacerdote de carne y hueso, con sus virtudes y sus defectos, con sus fortalezas, con sus debilidades y sus soledades, que nos escucha y a quien escuchamos y que, con el tiempo, se ha convertido en parte integral de nuestra familia.
Mi amigo sacerdote es una especie de Indiana Jones que viaja por el mundo para llevar ayuda a los más pobres: desde familias necesitadas a las que garantiza la adopción a distancia de sus hijos, pasando por los presos a los que regala un campo de fútbol, una enfermería o un lugar donde las madres encarceladas puedan tener a sus hijos, hasta el cuidado de los pacientes de SIDA a los que ofrece tratamiento, sin olvidar los que necesitan pozos, puentes, luz o casas. Una especie de Indiana Jones que hace más llevadera la vida de estas personas desafortunadas.
En definitiva, no un superhéroe que realiza milagros y hazañas extraordinarias, sino un sacerdote que huela a oveja, que se ensucie las manos, que toque la carne de Cristo, que empatice, que ayude, sin dejar jamás de rezar y de intentar hacer entender a los adictos, a prostitutas, a descartes humanos, a mujeres violadas y humilladas, que detrás de él y de sus pequeñas buenas obras, siempre está Dios, porque el buen sacerdote vive para y con Cristo.
de Valentina Alazraki
Vaticanista, corresponsal de Televisa