La resistencia
La cuestión femenina no nace hoy en la historia del cristianismo, sino que tiene raíces antiguas. Podríamos decir que ha estado presente desde los orígenes, desde que se formularon las primeras preguntas sobre quién era aquel Jesús de Nazaret que con tanta libertad y determinación propuso una nueva forma de vivir las relaciones humanas y que se dirigía, tanto a mujeres como a hombres, con el anuncio de un mensaje de salvación sin precedentes.
En los Evangelios se destaca varias veces el estupor que sentían los discípulos cada vez que Jesús hablaba con una mujer (Juan 4,27) y por la actitud libre y liberadora de este Maestro de Galilea cuando se relacionaba con las mujeres. Solía surgir con ellas un diálogo empático. Era una oportunidad para hablarles de un Reino que también a ellas les pide adoptar opciones radicales, al tiempo que les ofrece espacios de participación no antes vistos.
Y las mujeres, por su parte, comprenden bien la vida nueva que se abre cuando Jesús prevé el nacimiento de una comunidad de iguales en servicio mutuo. Por eso, no dudan en seguirlo como discípulas entre sus discípulos y, después de su muerte, como apóstolas entre apóstoles, misioneras entre misioneros, diaconisas entre diáconos… Desempeñando los distintos papeles necesarios para el cuidado y crecimiento de los grupos que siguen sus enseñanzas.
Son mujeres al servicio del Evangelio, en cuyos hogares se recuerda varias veces la última cena de Jesús a la espera de que vuelva. Son mujeres capaces de dar respuestas concretas a las múltiples necesidades de carácter pastoral que surgen de realidades dinámicas como las del cristianismo primitivo.
Sin embargo, a medida que se alarga la espera del regreso del Señor, las comunidades avanzan hacia un proceso de estabilización mediante la consolidación de una organización jerárquico-patriarcal acorde con las estructuras sociales de la época, marginando así a las mujeres. Se reducen entonces las expectativas femeninas y se limitan los roles de autoridad que las mujeres ya ejercían. Lo constatan algunos pasajes de las Cartas paulinas o de las llamadas pseudopaulinas, que invitan a las mujeres al silencio y a la sumisión (1 Corintios 14,34; Efesios 5,22; 1 Timoteo 2,12). Sin embargo, junto a lo que revelan esas cartas, sabemos que las mujeres continuaron desempeñando tareas importantes. Los Hechos de Pablo y Tecla, un escrito autorizado que circuló en Asia Menor en el siglo II, dan cuenta de la existencia de este liderazgo femenino. La protagonista es Tecla, discípula de Pablo que, tras disfrazarse de hombre para seguir al apóstol, bautiza, enseña y predica, representando un significativo modelo de apostolado femenino. El escritor Tertuliano lo destaca cuando condena a “aquellas víboras que han reclamado el derecho de enseñar y quieren bautizar refiriéndose al ejemplo de Tecla”. Era una señal de que las mujeres enseñaban y bautizaban y hacían mucho más como para que el mismo Tertuliano se quejara además de que algunas, como las llamadas montanistas, profetizaran y celebraran los sacramentos.
De los textos canónicos que componen el Nuevo Testamento y de la literatura cristiana de los primeros siglos, a pesar de los procesos de relectura, no desaparecen del todo las huellas de la participación femenina; por el contrario, las mujeres aparecen como figuras activas en las comunidades protocristianas. Textos gnósticos, como la Pistis Sophia, el Evangelio de María y el Evangelio de Felipe, nos hacen comprender, por ejemplo, los conflictos existentes dentro de las comunidades sobre los roles que debían desempeñar las mujeres. A través de la figura de María Magdalena, la discípula amada por Jesús, símbolo del conocimiento superior (gnosis), esos textos, ponen de relieve la rivalidad entre el liderazgo femenino, representado por Magdalena, y el liderazgo masculino, expresado por Pedro, y la dificultad de aceptar que las mujeres pudieran tener una relación privilegiada con Jesús.
Las mujeres nunca se han rendido ante los numerosos obstáculos del camino y la historia del cristianismo está marcada por sus muchas formas de resistencia. Para conquistar esos espacios de libertad, pagaron personalmente un precio. Por ejemplo, cuando dejaron claras sus diferencias con sus críticos y terminaron catalogadas y condenadas como rebeldes, cuando no, directamente, tildadas de herejes. Desde este punto de vista, la historia de las disidentes refleja que no todos los métodos o caminos emprendidos dieron buenos resultados. Pienso en las mujeres que siguieron a Pedro Valdo y que enseñaron en pequeñas comunidades, predicaron en las calles y oraban en los hogares.
Eran consideradas miserables “mujerzuelas” (mulierculae) por los inquisidores que las consideraban desvergonzadas porque habían fracasado en sus roles domésticos y caminaban por las calles leyendo el Evangelio, “curiosas, conversadoras, descaradas”, con ganas de aprender y evangelizar. Eran mujeres que valoraban la importancia de poder acceder a una lectura directa de los textos sagrados, sin considerarlos ya prerrogativa exclusiva del clero. Por eso, llevándolos a su traducción vulgar, los hacían suyos en una suerte de personificación del Verbo que se encarnaba en sus vidas. Junto con Valdo fueron perseguidas, pero su experiencia no ha muerto y hasta el día de hoy la comunidad valdense recupera las antiguas provocaciones proféticas, abriendo a las mujeres importantes espacios de ministerialidad y guía.
Incluso antes de Valdo, las mujeres lograron encontrar soluciones que les permitieron trazar caminos alternativos de vida y de fe. Las beguinas, por ejemplo, fueron una novedad en el panorama de los movimientos religiosos de la Edad Media desde el siglo XII al XVI, generando asombro y bastante aprensión en las jerarquías eclesiásticas.
Con ellas encontramos por primera vez ante la conciencia, no de la persona individual, sino de comunidades de mujeres que se oponían a una Iglesia, institución poderosa y rica, que les imponía la reclusión o el matrimonio y que concentraba los sacramentos, la predicación, la acción pastoral y los estudios en manos del clero. Aparecieron en los Países Bajos a finales del siglo XII y se extendieron rápidamente, especialmente en Renania, Provenza y el norte de Italia. Las beguinas responden a esta Iglesia con una opción de vida basada, ante todo, en el secularismo. No ingresaban en ningún monasterio ni se casaban. Vivían en comunidad, junto a otras mujeres, apoyándose con su trabajo manual, rezando, estudiando y trabajando en el ámbito de la asistencia caritativa.
Resultaba sorprendente que estas mujeres, de fuerte personalidad y cultura fuera de lo común, expresaran las realidades espirituales mejor que el clero; fueran consideradas maestras de vida por los discípulos que se congregaban a su alrededor; y lograran integrar la formación bíblica y doctrinal con la experiencia mística y personal. Impulsadas por el deseo de volver a los ideales de la vida apostólica compuesta de pobreza, vida en común, meditación del texto sagrado y caridad, estas mujeres produjeron abundante literatura espiritual escrita en lenguas vernáculas. Esto les permitió expresar una intensa experiencia religiosa difícilmente transmisible de un modo distinto al de la frescura de una lengua viva.
Ida de Nijvel, María de Oignies, Odilia de Lieja, Hadewijch de Amberes, Ida de Gorsleeuw, Beatriz de Nazaret, Matilde de Magdeburgo, Margherita Porete son algunos de los nombres de estas maestras. Sus obras literarias (tratados, cartas, poemas, etc.) han revolucionado el enfoque de la narración teológica e, incluso, la forma habitual de hablar de Dios. Aunque muchas de ellas han sido condenadas y olvidadas, todavía hoy las palabras nuevas que supieron emplear a través del lenguaje de la teología mística, siguen plenas de encanto. Todavía hoy esas palabras resultan capaces de renovar la teología porque indican cómo la experiencia del amor puede convertirse en un conocimiento que permite acceder a las profundidades de Dios.
de Adriana Valerio
Historiadora y teóloga, delegada arzobispal de la diócesis de Nápoles