· Ciudad del Vaticano ·

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Por qué quedarse y luchas: las reflexiones de una teóloga

Qué nos enseña
la barca de Pablo

  Cosa ci insegna la barca di Paolo   DCM-008
07 septiembre 2024

Si hay un hecho que el Concilio Vaticano II nos ha permitido interiorizar es que Iglesia no es sinónimo de jerarquía. De hecho, el Concilio nos ha permitido repetir, de todas las formas posibles, lo que siempre hemos sabido, es decir, que la Iglesia es el pueblo de todas y todos los que creen en el Evangelio, los que han sido bautizados en esta fe y los que quieren vivir la fe a pesar de los obstáculos del camino.

Por lo tanto, la cuestión no está bien planteada si preguntamos a un creyente por qué permanece en la Iglesia, ya que cada creyente, junto a los demás, es la Iglesia. Podríamos preguntar a esta persona qué le hace sufrir al vivir y hablar de la Iglesia de la que es miembro vivo y si este sufrimiento podría llevarla a alejarse, a no comprometerse más, a gastar en otra parte los recursos que ofrece el Evangelio.

Muchos y muchas ya lo hacen en la realidad. Se suma al fenómeno, observado desde hace décadas, de una fe en Dios sin sentir la necesidad de pertenecer a la Iglesia (aunque nadie puede saber hasta qué punto se trata de una fe cristiana o, por el contrario, de otra experiencia religiosa expresada con categorías cristianas porque son las únicas que ofrece nuestro contexto cultural), el fenómeno de quienes, habiéndose adherido conscientemente a la fe cristiana, se alejan de la vida de la Iglesia porque esta no les ayuda, sino que más bien les impide vivir la fe que han conocido.

Estas personas se van por la decepción de no haber encontrado lo que les prometieron y porque perciben que han sufrido una traición, no porque crean que no son Iglesia. Si la Iglesia tomara otros caminos, retomarían su compromiso.

Voy a poner un ejemplo concreto para que se entienda de lo que hablo y elegiré uno en el que tengo experiencia y me toca nivel personal: la cuestión femenina. En la Iglesia el desequilibrio simbólico y práctico entre sexos es enorme, comparable al que existía en las sociedades occidentales hace trescientos años (y no es que las sociedades actuales hayan solucionado el problema, al contrario). Si aplicáramos a la institución eclesial los criterios habituales utilizados para medir la brecha de género, nos daríamos cuenta de la gravedad de la situación. Para resolverla no es suficiente con que algún líder (siempre varón) confíe alguna responsabilidad a unas mujeres que (obviamente) son de su agrado. Sin cambios estructurales en las reglas sociales el juego no cambia y el desequilibrio no se elimina.

Ahora bien, el desequilibrio simbólico y práctico entre mujeres y hombres no solo es humanamente injusto -al menos en esa parte del mundo que ha adquirido igual dignidad y capacidad entre sexos- sino que debilita a la Iglesia (porque no puede invertir los recursos y carismas que el Espíritu da a la mujer y la convierte en testigo no creíble del Evangelio que no hace diferencias) ni le permite que pueda ser signo de la unidad de todo el género humano en estas condiciones (cf. Lumen Gentium 1). Por tanto, es toda la Iglesia la que resulta perjudicada por la incapacidad de percibir el desequilibrio: es enormemente más débil y menos creíble (hasta el punto de resultar escandalosa en este aspecto concreto). Y así muchos y, sobre todo, muchas, escandalizadas, se marchan. Pero ¿por qué otros que perciben el desequilibrio y la injusticia con la misma fuerza continúan su compromiso para propiciar un cambio eclesial real?

La pregunta correcta entonces no es por qué uno no abandona la Iglesia – no se puede dejar una vez que ha conocido y amado al Dios de Jesús- sino por qué uno no deja de trabajar para renovar y reformar una Iglesia que, para la mayor parte (¿o es solo la parte que tiene más visibilidad?), solo necesita pequeños ajustes para continuar esencialmente como siempre. Obviamente esta posición también se basa en una leyenda, porque basta con conocer un poco de historia para saber que continuamente hemos cambiado doctrinas, prácticas y ritos. ¿Por qué seguimos perseverando en hacer comprender los daños que provoca el desequilibrio en la relación entre sexos cuando es más que evidente que el sujeto social no quiere saberlo o incluso pretende hacer creer a las mujeres que notan esta injusticia que en realidad no hay ninguna injusticia? ¿No deberíamos ir a otra parte a buscar una tierra con menos piedras y menos espinas?

Al intentar responder a esta pregunta no pretendo dar una respuesta que valga para todos ni que tenga en cuenta todas las perspectivas y sufrimientos que están en juego. Ofrezco, por si sirve, mi testimonio de compromiso eclesial que ya dura más de treinta años. Mi respuesta está arraigada en la misma dinámica que comenzó a hacerme sentir parte de la Iglesia entonces. No es posible descubrir el Evangelio sin sentirse indisolublemente ligada a todos aquellos que reconocen a Jesús como Señor y no es posible descubrir el Evangelio sin querer hacer el bien a todas las criaturas (humanas y no) porque el Dios de la vida quiere que todos tengan vida. Debido a este vínculo inextricable, en el momento en que una se da cuenta de que en la Iglesia no se hace lo que se necesita, no se reconoce o se ignoran las exigencias del Evangelio, quien se da cuenta de esto no puede dejar de decirlo (aunque sea consciente de sus propios límites e infidelidades) de señalar las necesidades de conversión y reforma eclesial. Mi respuesta sobre por qué continúo en mi compromiso me remite, pues, al Evangelio que me une no solo a Dios, sino a todos los demás.

No puedo irme porque yo también estoy en esta barca que congrega a los que han creído y brinda un tesoro para todos (es decir, la fe y la vida de los que han creído), pero tampoco puedo quedarme indiferente porque la tormenta que azota con fuerza amenaza la credibilidad y la vida eclesial. De ahí la perseverancia en el compromiso que la misma Iglesia me pide porque sabe que lo necesita: para que todos juntos, quienes noten la tormenta, puedan hacer lo que hace Pablo durante el naufragio narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles. Pablo trabaja de todas las formas posibles, con persuasión, oración, inteligencia y cuidado, para salvar todas las vidas a merced de las olas y, para ello, no tiene reparos en arrojar al mar todo lo que hay en la barca hasta destruir la propia barca.

No voy a invertir lo que el Evangelio me ha ofrecido en otra parte, porque estoy unida a otras vidas y no quiero que ninguna de ellas se pierda. No voy a otra parte porque, de la renovación y reforma eclesiástica, depende la credibilidad del anuncio del Evangelio que la humanidad necesita (la perla preciosa que hay que encontrar) para recuperarse, descansar, sanar, esperar y cambiar el mundo. Esto es lo que me hace seguir adelante. Por supuesto, a veces tengo la impresión de que el estilo eclesial es tirar vidas por la borda para mantener la carcasa dañada de un barco inservible y vacío y esto me hace sufrir profundamente, pero mientras estén en juego vidas de personas, no puedo y no quiero bajarme de ella. Vidas que interesan a muchos y muchas, vidas que queremos custodiar y hacer florecer, vidas que quieren llegar a la costa de forma segura. Con esta tensión, incluso que el barco se rompa y haga aguas podría ser una buena señal, el indicio de que estamos intentando hacer lo que se nos ha encomendado: entregarlo todo para no perder a nadie.

Mientras una forma de Iglesia se hunde, quizás simplemente hay que quedarse solo para ayudar, para gastarse para que no se pierda ni una sola vida y para cuidar la vida de cada brizna de hierba, niño, niña o pedacito de Iglesia que está cerca. El resto crecerá por sí solo como la semilla de la memoria evangélica.

de Simona Segoloni
Vicepresidenta de la Coordinadora de Teólogas Italianas. Docente de Eclesiología del Instituto Teológico Juan Pablo II de Roma.