Hay una Iglesia
Situada en la propia experiencia, como no podía ser de otra manera, surge la certeza de que las mujeres se sienten y desean ser parte de la Iglesia. Esta experiencia personal ha pasado por diferentes países y culturas, en Europa; pero, sobre todo, en el continente africano, desde cuya perspectiva me expreso.
Las mujeres descubren en la comunidad cristiana a Jesucristo.
En primer lugar, diría que las mujeres encuentran a Jesucristo en el ámbito de una comunidad viva de fe, en la que pueden ser protagonistas de su propio proyecto de salvación. En nuestros días, al igual que en los orígenes del cristianismo y después a lo largo de los siglos, las mujeres se sienten atraídas por su figura, sus palabras y sus gestos; y dan respuesta a su llamada en las diferentes vocaciones dentro de la Iglesia.
Son mujeres que han conocido la profundidad de la gracia de Dios, manifestada en su Hijo; que se dispensa en las situaciones del día a día, las más sencillas y más profundamente humanas, como misericordia y compasión. En el contacto espiritual con la persona de Jesucristo, las mujeres han descubierto su propio valor, ha realizado una experiencia interior de la salvación y liberación que ofrece. Él es una fuente de paz, de profundidad espiritual y de bienestar individual. Es una experiencia de discipulado que abre horizontes a su existencia humana y creyente en un mundo complejo.
Las características de la propia Iglesia.
El segundo elemento es la misma comunidad creyente, con las características propias que la Iglesia tiene en el continente africano. Generalmente goza de buena imagen, como institución y grupo humano. Es cierto que también tiene sus pecados, pero conserva un talante profético, de lucha por los derechos humanos, de acción social, solidaridad con los excluidos, diálogo político y pacificación social.
La sociedad reconoce a los cristianos un elevado nivel ético y de exigencia moral. Específicamente, destacaré una ética que favorece la cuestión de género, porque a pesar de todo, en el seno del cristianismo africano, ha existido siempre un factor de dignificación de la mujer. Esto que en otros ámbitos se suele llamar discriminación positiva, ha sido una praxis constante en la misionación de África. Muchas mujeres se han educado en los internados y escuelas católicas, aunque no practicasen esta religión, y han conservado esos valores humanos y la conciencia del valor de ser mujer.
Además, la Iglesia en África no es una institución trasnochada, protagonizada solamente por varones, a los que se percibe alejados de la realidad; sino que la Iglesia está en medio de la vida del pueblo, protagonista de la sociedad y de las dinámicas de los grupos humanos. Esto es reconocido también por las personas no católicas. O como nos ha recogido el Sínodo: sus características son “la comunión, la participación y misión”. Es decir, la Iglesia se define como una gran familia, en la que todos los miembros se conocen, se apoyan, comparten las experiencias de la vida, rezan juntos, trabajan y esperan juntos la Jerusalén celeste.
Es una comunidad que cultiva la dimensión espiritual humana y celebra la fe de modo creativo. Las experiencias y emociones humanas encuentran cauce adecuado de expresión en la liturgia. La comunión con los antepasados, los momentos clave de la vida (nacimientos, matrimonios, ritos de paso e incluso los funerales), encuentran eco en la solemnidad, belleza y profundidad espiritual de las ceremonias litúrgicas. Éstas son un punto de atracción para las personas. Es de destacar la enorme participación de las mujeres en los grupos litúrgicos y corales, que preparan las celebraciones con enorme seriedad, ya que la comunión con Dios y con los hermanos, presentes y pasados, pasa siempre a través de la liturgia.
Soporte de identidad humana y crecimiento personal.
La comunidad cristiana suele ser un ámbito de aceptación e inclusión. Las iglesias particulares (parroquias, grupos cristianos y movimientos de varia índole) confieren un sustrato antropológico y social al que pertenecer. En cuanto grupo humano, proporcionan a la persona los elementos de arraigo necesarios, la sensación de pertenecer a un proyecto vital que merece la pena. En ella encuentran un camino de bienestar psico-afectivo y social. Esto es notable especialmente en situaciones de grandes migraciones, motivadas por la guerra, la sequía, el hambre, etc. Las personas encuentran en cualquier lugar del propio país o en las naciones de refugio, un elemento de referencia que va más allá de su espacio inicial. Y es que en la comunidad cristiana se generan lazos inter humanos que preservan tanto la identidad creyente como la del grupo cultural de origen.
Además, la Iglesia es un espacio de crecimiento: mujeres y varones están en continuo aprendizaje, existiendo numerosas actividades formativas a nivel humano y religioso. La pertenencia a la comunidad cristiana no es algo estancado ni se define por la costumbre, sino por la riqueza personal. Si no está al alcance del común de las mujeres el asistir a facultades de teología, sí lo está beneficiarse de programas de enseñanza humana, cristiana y bíblica, de nivel medio. Y realmente están muy presentes en ellos.
Las mujeres saben con certeza que solo ampliando la formación teológica podrá cambiar su presencia en la Iglesia, obtener mayor conciencia de la propia situación y libertad de pensamiento. Esto es una medida lenta, pero de profundas consecuencias, que permanecen en el tiempo.
Factor de inclusividad.
Existe una enorme riqueza dentro de cada comunidad parroquial y diocesana. La institución deja espacio al protagonismo personal, de mujeres religiosas y laicas, con capacidad de liderar. No se las ignora. Las mujeres sienten que “su iglesia” merece la pena. La perciben como un espacio propio y se saben miembros de pleno derecho. Esta es una experiencia que en otros ámbitos geográficos se ha desgastado, seguramente por permitir a las mujeres solamente roles de tercero o cuarto orden; tratándolas como sirvientas o instrumentos sin voluntad ni capacidad de decisión. En cambio, ellas manifiestan una gran capacidad de aportación desde todos los ámbitos, a la comunidad eclesial.
En África, al igual que en otros lugares del planeta, la Iglesia tiene rostro de mujer. Las mujeres africanas suelen ser las encargadas de los templos, coordinadoras de los servicios que se ofrecen, catequistas y anunciadoras del Evangelio; y desde luego, suelen ser las responsables de la acción caritativa y social de la Iglesia. Ellas se hacen presentes en todos los ambientes, cristianos o no, sin miedo, sintiéndose en todo momento enviadas en misión, para romper las fronteras sociales y económicas, manifestando así la benevolencia de Dios para con todo ser humano. Su presencia junto a los pobres y desvalidos manifiesta el rostro verdadero de la Iglesia y explicita el mandamiento nuevo del amor.
Además, suelen encontrarse mujeres como guías espirituales de los grupos, de reflexión y oración; predicadoras de retiros (sobre todo mujeres consagradas); formadoras en los seminarios (normalmente las mejores del profesorado, bien preparadas y más exigentes con el alumnado; que trabajan por una formación no misógina del clero); animadoras en comunidades cristianas de base. Es decir, se encuentran mujeres en todos los aspectos de la vida creyente. Desgraciadamente no en los ministerios ordenados, ni en la jerarquía y gobierno de esa misma comunidad a la que pertenecen.
Como dijo el observatorio de las mujeres UMOFC, en ellas existe “el deseo lacerante de realizar cambios urgentes en las estructuras eclesiales, a fin de que sean más igualitarias, inclusivas y próximas a los más frágiles”, entre éstos las propias mujeres. Ellas son conscientes de su dignidad de personas, de bautizadas, y la riqueza de los carismas recibidos y sus aportaciones. Las mujeres están dispuestas a vivir el desafío de construir juntos la comunidad eclesial, pero no a vivir siempre en oposición, desde el punto de vista de la minoría excluida o marginal; y es que las mujeres no son minoría, sino que son -por número y riqueza carismática- la mayoría de la Iglesia.
Relevancia social.
Las numerosas vocaciones sacerdotales masculinas alertan acerca de la importancia del estatus adquirido al formar parte de la Iglesia, que propende siempre al clericalismo. Esto también se observa en aquellas mujeres que escogen la vocación consagrada. Ellas adquieren una cierta relevancia social, en comparación con los demás hombres y mujeres. Pero también las mujeres laicas encuentran su propio status dentro de la comunidad, que les otorga un rol humano, social y creyente, que las convierte en protagonistas de su propio proyecto de vida y agentes de evangelización.
Es decir, las mujeres se integran maravillosamente en la iglesia cuando tienen algún grado de protagonismo. Es necesario el factor de reconocimiento, por parte de la propia comunidad cristiana. Se trata de un dato de justicia: admitir y valorizar la contribución de las mujeres a la vida eclesial, así como la calidad de esta aportación. Pienso que la implicación de las mujeres en la Iglesia será tanto mayor cuanto mejor reconocida esté la tarea que realizan, incluida su presencia en las estructuras organizativas y de decisión de dicha institución. En este sentido, tenemos una asignatura pendiente: superar los efectos de la dominación y -en muchos casos- misoginia clerical.
En suma, las mujeres no son espectadoras, sino agentes activos dentro de la Iglesia; con plena conciencia de su identidad y misión. Ellas están presentes como promotoras de las actividades y como receptoras de las acciones que otros convocan. Podemos decir con toda certeza, que la presencia y participación de las mujeres hacen de la Iglesia una comunidad humana y creyente mucho mejor. Esta presencia es esencial para la vida y misión de la Iglesia.
de Isabel Alfaro
MC. Biblista y enfermera
#sistersproject