Sembrar «la belleza de Cristo» en los pliegues de la historia y dejarse moldear por la «sencillez del amor de Dios»: esta fue la invitación dirigida por el Papa Francisco a los capítulos de seis congregaciones religiosas -tres masculinas y otras tantas femeninas- durante la audiencia celebrada la mañana del lunes 15 de julio, en la Sala Clementina. Estaban presentes los miembros de los capítulos generales de los Clérigos de San Viator, de los Clérigos Regulares Menores (Caracciolini), de la Orden de los Mínimos, de las Hermanas Agustinas del Divino Amor, de las Hermanas Reparadoras del Sagrado Corazón y los participantes en el capítulo provincial de la Provincia Cristo Rey de las Misioneras de San Antonio María Claret. Publicamos, a continuación, el discurso del Pontífice.
Gracias por el encuentro. Están presentes los Mínimos; los Clérigos Regulares Menores, las Hermanas Agustinas del Divino Amor, los Clérigos de San Viator, las Hermanas Reparadoras del Sagrado Corazón y las Misioneras de San Antonio Claret.
Les haré una pregunta antes de empezar. ¿Cuántas novicias tienen? ¿Cuántas? ... Recen, recen. Pero, ¿cómo lo hacen? ¿De dónde vienen? [Responden]: "De Asia, África y América Latina". Eh, el futuro está ahí. Es cierto. ¿Ustedes? [Responden]: "Ocho". Así es. ¿ Y ustedes? [Responden]: "Diecisiete". Mira, ¿cómo lo consiguen? ¿Y ustedes? [Responden]: "Doce". Pero, ¡tenemos que doblar los números eh! Gracias por la visita. Me gusta preguntar esto, porque es preguntar por el futuro de su congregación.
Ustedes representan a institutos y órdenes religiosas diversos y de varia fundación, cuyos orígenes van del siglo XVI al XX: Mínimos, Clérigos Regulares Menores, Hermanas Agustinas del Divino Amor, Clérigos de San Viator, Hermanas Reparadoras del Sagrado Corazón y las Misioneras de San Antonio María Claret. En su variedad, son una imagen viva del misterio de la Iglesia, en el que: «La manifestación del Espíritu que a cada uno se le da es para provecho común» (1 Cor 12,7), para que la belleza de Cristo resplandezca con toda su luz en el mundo. No es por casualidad que los Padres de la Iglesia definieron el camino espiritual de los consagrados y consagradas: «filocalia, es decir, amor por la belleza divina, que es irradiación de la divina bondad» (San Juan Pablo II, Exhort. Ap. Vita consecrata, 19). Y este camino, ¡cuán lejos está de las luchas internas, tan a menudo! – ¿no? - de intereses distintos a los del amor. Por ello, quisiera detenerme a reflexionar con ustedes sobre dos aspectos de su vida que tienen mucho que ver con esto: la belleza y la sencillez.
Primero: la belleza. Sus historias, en diferentes circunstancias, tiempos y lugares, son verdaderamente historia de belleza, porque en ellas resplandece la gracia del rostro de Dios: la que vemos en los Evangelios en Jesús, en sus manos recogidas en oración en los momentos de intimidad con el Padre (cf. Mt 14,23), en su corazón lleno de compasión (cf. Mc 6,34-44), en sus ojos encendidos de celo cuando denunciaba la injusticia y los abusos (cf. Mt 23,13-33), en sus pies callosos, marcados por las largas marchas con las que llegó hasta las periferias más desfavorecidas y marginadas de su tierra (cf. Mt 9,35).
Sus fundadores y sus fundadoras, bajo el impulso del Espíritu Santo, supieron captar los rasgos de esta belleza y corresponderle, de diferentes maneras, según las necesidades de sus épocas, escribiendo páginas maravillosas de caridad concreta, valentía, creatividad y profecía, gastándose en el cuidado de los débiles, los enfermos, los ancianos y los niños, en la formación de los jóvenes, en el anuncio misionero y en el compromiso social; páginas que hoy se les encomienda a ustedes, para que continúen la obra que ellos iniciaron.
Por lo tanto, la invitación en su trabajo capitular, es a “recoger su testigo” – les corresponde a ustedes recogerlo y seguir adelante – y continuar, como ellos, a buscar y a sembrar la belleza de Cristo en las llagas concretas de la historia, poniéndose en primer lugar a la escucha del Amor que los animaba, y dejándose luego interpelar por los modos en que ellos les han correspondido: por lo que han elegido y por lo que han renunciado, tal vez con sufrimiento, para ser para sus contemporáneos un espejo claro del rostro de Dios.
Y esto nos lleva al segundo punto: la sencillez. Cada uno de ellos, en circunstancias diferentes, eligió lo esencial - ¡eligió lo esencial, eh! - y renunciaron a lo superfluo, dejándose forjar día a día por la sencillez del amor de Dios que resplandece en el Evangelio. Sí, porque el amor de Dios es sencillo y su belleza es sencilla, no es una belleza sofisticada, no. Es sencillo, tiene los pies en la tierra. Por tanto, mientras preparan sus encuentros, pidan también al Señor ser sencillos, personalmente y también sencillos en la dinámica sinodal del camino común, despojándose de todo lo que no sea necesario o que pueda obstaculizar la escucha y la armonía en sus procesos de discernimiento; despojándose de cálculos, de ambiciones - pero la ambición, por favor, es una plaga en la vida consagrada; tengan cuidado con esto: es una plaga -, envidias - la envidia es fea en una vida comunitaria; me gusta ver la envidia como la "enfermedad amarilla", una cosa fea -, pretensiones, rigidez y cualquier otra tentación fea de auto-referencialidad. Así sabrán leer juntos, con sabiduría, el presente, captar en él los «signos de la época» (Constitución pastoral Gaudium et spes, 4) y tomar las mejores decisiones para el futuro.
Como religiosas y religiosos, por otra parte, abrazan la pobreza precisamente para vaciarse de todo lo que no sea amor a Cristo y dejarse llenar de su belleza, hasta que se desborde por el mundo (cf. Carta. Enc. Laudato si’, Oración por nuestra tierra), allí donde el Señor les envíe y, hacia cualquier hermano o hermana que ponga en su camino, especialmente a través de la obediencia. Y ésta es una gran misión. Es una gran misión. Y el Padre se la confía a ustedes, frágiles miembros del cuerpo de su Hijo, precisamente para que a través de su humilde "sí" aparezca el poder de su ternura, que está más allá de toda posibilidad, y que impregna la historia de cada una de sus comunidades. Y no dejen la oración, la oración del corazón; no dejen los momentos ante el sagrario hablando con el Señor, hablando con el Señor y dejando que el Señor nos hable. Pero la oración del corazón: no la oración de los loros, no, no. La que sale del corazón y que nos hace ir adelante por el camino del Señor.
Queridas hermanas, queridos hermanos, ¡les agradezco el gran bien que hacen en la Iglesia, en muchas partes del mundo, y los animo a continuar su labor con fe y generosidad! Recen por las vocaciones. Es necesario che tengan sucesores que continúen el carisma. Recen, recen. Y tengan cuidado en su formación: que sea una buena formación. Los bendigo, rezo por ustedes y les pido, por favor, que recen por mí. Gracias.