«Muchas Iglesias orientales están aplastadas por una pesada cruz y se han convertido en "Iglesias mártires"... Tantas comunidades orientales están heridas y sangran a causa de los conflictos y la violencia que sufren». Lo dijo el Papa a los participantes en la sesión plenaria de la roaco (Riunione Opere Aiuto Chiese Orientali), a quienes recibió en audiencia en la mañana del jueves 27 de junio, en la Sala Clementina, como conclusión de los trabajos iniciados el lunes 24 en Roma en la Curia General de la Compañía de Jesús. A continuación su discurso.
¡Queridos amigos!
Les doy la bienvenida, encantado de encontrarme con ustedes al final de su sesión plenaria. Saludo al cardenal Gugerotti, a los demás superiores del dicasterio, a los funcionarios y a los miembros de los organismos que componen su asamblea.
Miro a ustedes y con la mirada de mi corazón pienso en las Iglesias orientales. Son Iglesias que deben ser amadas: custodian tradiciones espirituales y sapienciales únicas, y tienen tanto que decirnos sobre la vida cristiana, la sinodalidad y la liturgia; piensen en los Primeros Padres, en los Concilios, en el monacato: tesoros inestimables para la Iglesia. Entre las Iglesias orientales se encuentran las que están en plena comunión con el sucesor del apóstol Pedro. Enriquecen la comunión católica con la grandeza de su historia y su peculiaridad.
Pero esta belleza está herida. Muchas Iglesias orientales están aplastadas por una pesada cruz y se han convertido en "Iglesias mártires": llevan en sí mismas los estigmas de Cristo. Sí, al igual que la carne del Señor fue atravesada por los clavos y la lanza, tantas comunidades orientales están heridas y sangran a causa de los conflictos y la violencia que sufren. Pensemos en algunos de los lugares donde moran: Tierra Santa, Ucrania; Siria, Líbano, todo Oriente Medio; el Cáucaso y Tigray: allí mismo, donde vive una gran parte de los católicos orientales, las barbaridades de la guerra se ensañan de forma atroz.
Y nosotros, hermanos y hermanas, no podemos permanecer indiferentes. El apóstol Pablo puso por escrito la recomendación que recibió de los demás apóstoles de acordarse de los más necesitados entre los cristianos (cf. Gal 2,10); y él mismo instó a la solidaridad con ellos (cf. 2 Cor 8-9). Es la Palabra inspirada de Dios, y ustedes de roaco son las manos que dan carne a esta Palabra: manos que traen ayuda, levantando a los que sufren. Por eso se reúnen ustedes: no para hacer discursos y teorías, no para elaborar análisis geopolíticos, sino para encontrar la mejor manera de unirse y aliviar el sufrimiento de nuestros hermanos y hermanas orientales. Les pido, les pido de todo corazón, que sigan apoyando a las Iglesias católicas orientales, ayudándolas, en estos tiempos dramáticos, a estar firmemente arraigadas en el Evangelio. Con su apoyo, que ayuden a suplir lo que el poder civil debería proporcionar a los más débiles, a los más míseros, pero no puede, no sabe o no quiere proporcionar. Sean un estímulo para que el clero y los religiosos tiendan siempre sus oídos al grito de sus pueblos, admirables por su fe, anteponiendo el Evangelio a las disensiones o a los intereses personales, para estar unidos en la promoción del bien, porque todos en la Iglesia son de Cristo y Cristo es de Dios (cf. 1 Co 3,23).
Queridos representantes de las Agencias, gracias por lo que hacen: son evangelizadores, partícipes de la misión de la Iglesia, portadores del amor de Jesús. ¡Cuántas personas han recibido a lo largo de los años el fruto de su generosidad! Ustedes son sembradores de esperanza, testigos llamados, al estilo del Evangelio, a trabajar con mansedumbre y sin clamores. Casi todo lo que hacen ustedes no destaca a los ojos del mundo, pero es agradable a los de Dios. Gracias porque responden a los que destruyen reconstruyendo; a los que privan de dignidad devolviendo la esperanza; a las lágrimas de los niños con la sonrisa de los que aman; a la lógica maligna del poder con la lógica cristiana del servicio. Las semillas que ustedes siembran en suelos contaminados por el odio y la guerra brotarán, estoy seguro. Y serán profecías de un mundo diferente, que no cree en la ley del más fuerte, sino en la fuerza de una paz sin armas.
Sé que en los últimos días se han detenido ustedes en la dramática situación de Tierra Santa: allí, donde todo comenzó, donde los apóstoles recibieron el mandato de ir por el mundo a proclamar el Evangelio, hoy los fieles de todo el mundo están llamados a hacer sentir su cercanía; y a animar a los cristianos, allí y en todo Oriente Medio, a ser más fuertes que la tentación de abandonar sus tierras, desgarradas por los conflictos. Pienso en una situación fea: que esa tierra se esté despoblando de cristianos. ¡Cuánto dolor causa la guerra, aún más estridente y absurda en los lugares donde se promulgó el Evangelio de la paz! A los que alimentan la espiral del conflicto y se benefician de ella, les repito: ¡deténganse! Deténganse, porque la violencia nunca traerá la paz. Es urgente el alto el fuego, el encuentro y el diálogo para permitir la coexistencia de pueblos diferentes, único camino posible hacia un futuro estable. Con la guerra, en cambio, una aventura sin sentido e inconclusa, nadie saldrá vencedor: todos serán derrotados, porque la guerra, desde el principio, ya es una derrota, siempre. Escuchemos a los que sufren las consecuencias, como las víctimas y los necesitados, pero escuchemos también los gritos de los jóvenes, de la gente corriente y de los pueblos, que están cansados de la retórica belicosa, de los estribillos estériles que siempre culpan a los demás, dividiendo el mundo en buenos y malos, de los dirigentes que luchan por sentarse a una mesa para encontrar mediaciones y promover soluciones.
Pienso también en el trágico drama de la atormentada Ucrania, por la que rezo y no me canso de invitar a la oración: que se abra un resquicio de paz para esa querida población, que se libere a los prisioneros de guerra y se repatríe a los niños. Promover la paz y liberar a los encarcelados son señas de identidad de la fe cristiana (cf. Mt 5,9; Lc 4,18), que no puede reducirse a un instrumento de poder. Estos días también se ha centrado en la situación humanitaria de los desplazados de la región de Karabaj: gracias por todo lo que se ha hecho y se hará para ayudar a los que sufren. Quisiera agradecer a Su Excelencia Gevork Saroyan, de la Iglesia Apostólica Armenia, su presencia durante estos días; de regreso a casa, le ruego transmitir mis saludos fraternales a Su Santidad Karekin ii y al querido pueblo de Armenia. Conocí a los dos Karekin, al primero y al segundo, en Buenos Aires.
Hoy tantos cristianos de Oriente, quizá como nunca antes, huyen de los conflictos o emigran en busca de trabajo y mejores condiciones de vida: tantos viven en la diáspora. Sé que usted ha reflexionado sobre la atención pastoral a los orientales que viven fuera de su propio territorio. Es un tema actual e importante: algunas Iglesias, debido a las migraciones masivas de las últimas décadas, tienen a la mayoría de sus fieles viviendo fuera de su territorio tradicional, donde la atención pastoral suele ser deficiente por falta de sacerdotes, instalaciones y conocimientos adecuados. Así, los que ya han tenido que abandonar su tierra corren el riesgo de verse privados también de su identidad religiosa; y con el paso de las generaciones, se pierde el patrimonio espiritual de Oriente, una riqueza ineludible para la Iglesia católica. Agradezco a las diócesis latinas que acogen a los fieles orientales y respetan sus tradiciones; invito a que se ocupen de ellos, para que estos hermanos y hermanas puedan mantener vivos y en buen estado sus ritos. Y animo al Dicasterio a trabajar en este aspecto, definiendo también principios y normas que ayuden a los pastores latinos a apoyar a los católicos orientales en la diáspora. Gracias por cuanto puedan hacer.
Y gracias por su presencia. Por favor, les pido que recen por mí. Gracias.