Mi María
El nombre de la madre me gustó de inmediato. Había leído el libro de Erri De Luca cuando salió, mucho antes de mi actuación en el teatro. Y recuerdo que lo había puesto en una estantería donde guardo los libros especiales, esos que se quedan en mi corazón. Me llamó la atención la intensa espiritualidad del texto, el misterio contenido en las pequeñas cosas de la vida cotidiana -un cielo estrellado, una caricia, el olor a sal-, las sencillas palabras que definían y al mismo tiempo abrían el corazón a un movimiento interior. Me llamó la atención Miriam - María, la mujer que habla, que cuenta y que, con su historia, atrapa e invita.
Cuando me propusieron crear una adaptación teatral de ese texto algo sucedió: entré en simbiosis con María. Parecía entenderla, conectarme con ella íntima e intensamente. No lo esperaba. En realidad, siempre había tenido relación con ella. La tuve durante años, desde niña, pero era secreto. Quizás ni siquiera fuera consciente. No recibí una educación católica, pero cuando me regalaron una Virgen de plata por mi bautismo la guardé bien escondida en un cajón. A ella acudía en los momentos difíciles, cuando necesitaba consejo o consuelo y su luz me consolaba.
Llevar al escenario el texto de Erri De Luca tal vez significó sacar a relucir algo que tenía dentro de mí. Me vinieron a la mente las palabras de Dante en la oración de San Bernardo:
“Virgen Madre, hija de tu hijo, humilde y alta más que cualquier criatura, eterno consejo”.
Interpretar a la Virgen era difícil. ¿Era lícito? Me daba miedo.
Me tocó darle voz, gestos y pensamientos a la figura femenina más conocida e importante de la historia de la humanidad. Teníamos un punto en común: el ámbito de la maternidad, profundo, rico, misterioso, ese especial ser dos, ese diálogo irrepetible. El nacimiento de un hijo siempre permanece dentro de ti, puede hacerte pensar y soñar durante toda tu vida. Esto le había sucedido a María. Y le sucede a todas las madres.
Me di cuenta de que tenía que desmontarlo todo. Mi trabajo, el que había hecho durante años sobre tantas figuras femeninas, mujeres comunes, trágicas o heroínas, no era suficiente. Para interpretar a María no tenía ningún precedente en el que basarme, tenía que explorar otros territorios, tenía que darle profundidad a la madre de Jesús ¿Qué idioma hablaba María? ¿Qué tono, qué acento debo utilizar para una mujer misteriosa, grande pero terrenal y sencilla? Aquí sentí que no podía limitarme solo al italiano, al maravilloso idioma del texto. María me pidió una inflexión especial que no supe identificar de inmediato. Que era solo suya, pero que incluía a todos. Pero no pensé mucho en eso. Alguien me habló de buscar el acento de Oriente Medio. Y llegó así, naturalmente. Esa persona tenía razón porque María era una mujer palestina.
La primera vez en el teatro éramos pocos. Fue un ensayo abierto y yo tenía miedo. Me encontraba sola frente al público con un monólogo, sin música, sin interrupción, vestuario o efectos especiales. Solo había un taburete y un velo y María que habla, cuenta, sueña, tiene miedo, sufre y espera. Todo giraba en torno a la maternidad, al amor por el niño, al miedo a perderlo y nuevamente la alegría, el recuerdo, sentimientos que se repiten en un desarrollo deliberadamente idéntico. Descubrí que la monotonía encanta, envuelve al espectador, las palabras de María lo capturan, lo hacen partícipe de un misterio. María es verdadera y sagrada. ¡Es tierna e ingeniosa! Cómplice y maternal con José. Valiente y decidida. Cada vez que comienza el monólogo y la luz ilumina la figura en el escenario, comienza un viaje para mí que me lleva a ella. Me doy cuenta de que María también me escucha.
de Galatea Ranzi
Actriz. En teatro ha sido dirigida a lo largo de los años por grandes directores en papeles clásicos: Elettra, Gertrudis, Antígona, Mirandolina. Debutó en el cine con los hermanos Taviani y es una de los protagonistas de la película “La grande bellezza” y de otros filmes de éxito.