· Ciudad del Vaticano ·

Mensaje del Cardenal Czerny con motivo del domingo anual dedicado a ellos

Para defender la dignidad y los derechos de los trabajadores del mar

A fisherman prepares to set sail for fishing at the Kasimedu fishing harbour in Chennai on June 13, ...
28 junio 2024

Publicamos, a continuación, el texto del mensaje firmado por el Cardenal jesuita Michael Czerny, Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral, con motivo del anual Domingo del Mar que se celebrará el próximo 14 de julio.

Estimados Hermanos y Hermanas en Cristo:

En su primera carta a los Corintios, San Pablo describe la Iglesia como un Cuerpo, compuesto por muchos miembros (cf. 1 Cor 12,12-27). Precisa además que, incluso aquellos miembros menos visibles de un cuerpo contribuyen de manera necesaria y significativa al funcionamiento y al bienestar del conjunto. Los marinos son esos miembros menos visibles de toda la humanidad.

Sin embargo, a través de sus esfuerzos invisibles podemos satisfacer muchas de nuestras necesidades. Experimentan la belleza sin límites de la naturaleza en los mares, pero también se encuentran con la oscuridad física, espiritual y social. Al rendir homenaje a los marinos cada año, precisamente durante el segundo domingo de julio, conocido también como el Domingo del Mar, las comunidades católicas de todo el mundo desean centrar la atención en aquellas personas que trabajan en este sector y rezan por ellas, incluyendo las tripulaciones de las embarcaciones que transportan mercancías, los trabajadores portuarios, los operadores de remolcadores y los estibadores, los guardacostas, el personal de tráfico marítimo, el de salvamento, los agentes de aduanas y los pescadores y todos aquellos con quienes colaboran, además de sus familias y comunidades.

El número total de estos trabajadores y de sus familias se cuenta seguramente por millones. El Domingo del Mar da visibilidad a lo cotidiano de sus vidas, que de otra forma permanecería invisible. En la actualidad, al igual que ya ocurría en el pasado, la navegación marítima se traduce en largos períodos de ausencia, meses e incluso años, del hogar y de tierra firme. Tanto los marinos como sus familias pueden perderse momentos significativos de la vida de los suyos.

Sin duda, el salario que perciben puede ser un aliciente por lo que estos sacrificios puedan merecerles la pena, aun así, este beneficio puede verse amenazado por las injusticias, la explotación y la desigualdad. Es maravilloso, por tanto, cuando los voluntarios, los capellanes y los miembros de las Iglesias locales en los puertos, que participan activamente en la pastoral de la gente de mar, defienden la dignidad y los derechos de los marinos. “Ojos que no ven, corazón que no siente” es un dicho que puede aplicarse a la invisibilidad de la gente de mar. Frente a la tendencia a permanecer distantes y alejados unos de otros, el Papa Francisco afirma que: “La verdadera sabiduría supone el encuentro con la realidad (...). El problema es que un camino de fraternidad, local y universal, sólo puede ser recorrido por espíritus libres y dispuestos a encuentros reales” (Fratelli tutti, 47, 50).

La pastoral del mar puede ayudar, de muchas maneras, a integrar la periferia con el centro, por ejemplo, encontrándose, en persona y en la oración, con los marinos, mejorando las condiciones materiales y espirituales de los trabajadores, defendiendo su dignidad y sus derechos y promoviendo las relaciones internacionales y aquellas políticas dirigidas a la tutela de los derechos humanos de quienes viajan y trabajan lejos de sus familias y de sus países de origen. La Iglesia está llamada a servir a cada miembro de la familia humana.

Dado que los marinos proceden de todos los países del mundo y profesan todas las religiones del mundo, incluirlos en la vida y en la pastoral de la Iglesia facilita un crecimiento en la comprensión recíproca y en la solidaridad entre todos los pueblos y religiones. El ejemplo de San Pablo, que pasó mucho tiempo en alta mar durante sus viajes misioneros, es una fuente de estímulo y de fortaleza. Corinto, ciudad importante donde la Iglesia echó raíces, se enriqueció mucho gracias a la presencia de dos puertos y un canal y fue un centro muy activo para el comercio internacional.

Sus residentes y aquellos que visitaban la ciudad portuaria se encontraron con los predicadores del Evangelio, que supieron responder a sus necesidades más profundas y les revelaron su dignidad infinita. Sin embargo, la diversidad de los nuevos creyentes representaba una amenaza para su unidad. San Pablo, en respuesta a estas tensiones, les recordó el vínculo intrínseco que existía entre ellos, como también el hecho de que compartían la misma condición social humilde: “Y si no, fijaos en vuestra asamblea, hermanos: no hay en ella muchos sabios en lo humano, ni muchos poderosos, ni muchos aristócratas” (1 Cor 1,26). Estas palabras animan a la Iglesia de hoy a trabajar en beneficio de una mayor unidad, no sólo entre personas diferentes las unas de las otras, sino también entre aquellas personas que experimentan divisiones y tensiones entre ellas. Como nos recuerda San Pablo, la Iglesia debe responder a estos retos si quiere ser fiel a la misión que le ha encomendado el Señor.

Además, una mayor unión entre los creyentes favorece una mayor unidad entre todos los pueblos y países. El cristianismo se difundió por mar hasta tierras lejanas; no había otra opción. La Iglesia de hoy puede inspirarse en los habitantes de las comunidades costeras, que fueron los primeros en escuchar el mensaje totalmente nuevo de Cristo, de boca de los apóstoles que viajaban por mar y de otros misioneros. La llegada de nuevas embarcaciones significaba más encuentros e intercambios, mayor apertura a las novedades y a las inmensas posibilidades que existían más allá de las costas locales. La llamada a acoger al forastero puede plantearnos un reto cuando preferimos permanecer aislados social y espiritualmente. No podemos abrirnos a las posibilidades de la vida si preferimos la comodidad de lo que nos es familiar.

El camino de la apertura es el camino de la esperanza. Invitamos a todos a poner de su parte para reparar con valentía nuestra casa común y crecer en fraternidad y amistad social. Que podamos reconocer la contribución esencial de aquellos cuyo trabajo, de otro modo, permanecería invisible. Que podamos apoyar el ministerio de acoger a quienes necesitan alguien que los escuche y un lugar al que pertenecer, un puerto seguro, una comunidad que acoja a todos los que desean regresar a casa.

Que podamos recibir inspiración del ejemplo de los intercambios recíprocos en la vida de los marinos. Que la gente de mar pueda sentirse parte de la Iglesia a dondequiera que vaya. Pedimos a Nuestra Señora, Estrella del Mar, que acompañe a todos aquellos cuya vida y trabajo están marcados por el mar y que sea su estrella guía en el camino hacia Cristo.

Cardenal M. Czerny S.J.

Prefecto del Dicasterio para el Servicio del Desarrollo Humano Integral