El desembarco en Normandía «evoca el desastre representado» por la Segunda Guerra Mundial y «sería inútil e hipócrita recordarlo sin condenarlo y rechazarlo definitivamente». Lo ha escrito el Papa Francisco — renovando el grito de Pablo VI en la ONU el 4 de octubre de 1965: «¡Nunca más la guerra!» — en un mensaje enviado al obispo de Bayeux, con motivo de las celebraciones del 80º aniversario del «colosal e impresionante esfuerzo colectivo y militar realizado» en las costas francesas «para obtener el retorno a la libertad». Publicamos, a continuación, una traducción del texto pontificio.
A Su Excelencia Monseñor Jacques H Abert
Obispo de Bayeux y Lisieux
Bayeux
Me complace unirme, con el pensamiento y la oración, a todas las personas reunidas en esta catedral de Bayeux para conmemorar el 80º aniversario del desembarco de las fuerzas aliadas en Normandía. Saludo a todas las autoridades civiles, religiosas y militares presentes.
Conservamos en la memoria el recuerdo de aquel colosal e impresionante esfuerzo colectivo y militar realizado para lograr el retorno a la libertad. Y pensemos también en el precio pagado por ese esfuerzo: esos inmensos cementerios donde se alinean miles de tumbas de soldados -en su mayoría muy jóvenes y muchos venidos de lejos- que heroicamente dieron sus vidas, permitiendo así el fin de la Segunda Guerra Mundial y el restablecimiento de la paz, una paz que -al menos para Europa- dura desde hace unos 80 años. El desembarco también trae a la mente, causando consternación, la imagen de esas ciudades de Normandía completamente devastadas: Caen, Le Havre, Saint-Lô, Cherbourg, Flers, Rouen, Lisieux, Falaise, Argentan... y muchas otras; y también queremos recordar a las innumerables víctimas civiles inocentes y a todos aquellos que sufrieron esos terribles bombardeos.
Pero el desembarco evoca, más en general, el desastre representado por ese terrible conflicto mundial en el que tantos hombres, mujeres y niños han sufrido, tantas familias han sido desgarradas, tantas ruinas han sido provocadas. Sería inútil e hipócrita recordarlo sin condenarlo y rechazarlo definitivamente; sin renovar el grito de san Pablo VI en la tribuna de la ONU, el 4 de octubre de 1965: ¡Nunca más la guerra! Si, durante varias décadas, el recuerdo de los errores del pasado ha sostenido la firme voluntad de hacer todo lo posible para evitar que estallara un nuevo conflicto mundial abierto, constato con tristeza que hoy ya no es así y que los hombres tienen la memoria corta. ¡Que esta conmemoración nos ayude a encontrarla! De hecho, es preocupante que la hipótesis de un conflicto generalizado a veces se tome en serio de nuevo, que los pueblos se vayan acostumbrando poco a poco a esta inaceptable eventualidad. ¡Los pueblos quieren la paz! Quieren condiciones de estabilidad, seguridad y prosperidad, en las que cada uno pueda cumplir serenamente su deber y su destino. Arruinar este noble orden de las cosas por ambiciones ideológicas, nacionalistas, económicas es una falta grave ante los hombres y ante la historia, un pecado ante Dios.
Por eso, Excelencia, deseo unirme a su oración y a la de todos los que se han reunido en su Catedral:
Oremos por los hombres que quieren las guerras, por los que las desencadenan, las alimentan de manera insensata, las mantienen y las prolongan inútilmente, o sacan cínicamente provecho de ellas. ¡Que Dios ilumine sus corazones, que ponga ante sus ojos el cortejo de desgracias que provocan!
Oremos por los pacificadores. Querer la paz no es cobardía, al contrario, requiere mucho coraje, el coraje de saber renunciar a algo. Aunque el juicio de los hombres es a veces severo e injusto hacia ellos, «los pacificadores... serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). Que, oponiéndose a las lógicas implacables y obstinadas del enfrentamiento, sepan abrir caminos pacíficos de encuentro y diálogo. Que perseveren incansablemente en sus propósitos y que sus esfuerzos se vean coronados por el éxito.
Por último, oramos por las víctimas de las guerras; las guerras del pasado y las del presente. Que Dios acoja junto a Sí a todos los que han muerto en esos terribles conflictos, que vaya en ayuda de todos los que los sufren hoy; los pobres y los débiles, las personas ancianas, las mujeres y los niños son siempre las primeras víctimas de estas tragedias.
Que Dios nos ampare. Invocando la protección de San Miguel, Patrón de Normandía, y la intercesión de la Santísima Virgen María, Reina de la Paz, imparto de corazón, a cada uno, mi Bendición.
Francisco