Lanzarse “allí donde la caridad llama, sin hacer demasiados cálculos, con la ‘santa locura del amor’”, especialmente en las salas de los hospitales. Esta es la tarea que el Papa confió a las participantes en los capítulos generales de las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón y de las Hijas de San Camilo, recibidos en audiencia la mañana del jueves 23 de mayo, en la Sala del Consistorio. Publicamos, a continuación, el discurso pronunciado por el Pontífice.
Ahora es tiempo de Capítulos, hasta julio, por eso tengo que hacer dos juntos porque no hay tiempo, son muchos... Pero vamos, ¡ánimo!
Me complace darles la bienvenida con motivo de sus Capítulos Generales. Es un momento de gracia: para ustedes, para las hermanas que representan y para toda la Iglesia.
Es un hermoso gesto de la Providencia reunirlos aquí con el Obispo de Roma, para dar gracias al Señor, pedirle luz para discernir su voluntad y renovar su compromiso al servicio de la Iglesia.
Al comienzo de sus viajes hay dos historias apasionantes, en las que podemos ver cómo la audacia de fundadores y fundadoras, bajo la acción del Espíritu Santo, puede realizar grandes obras, lanzándose allí donde la caridad llama, sin hacer demasiados cálculos, con la «santa locura del amor». Y si falta el amor, ¡estamos acabados!
Este es el caso de María Angustias Giménez, la Venerable María Josefa Recio y San Benedetto Menni, que en 1881, inspirados por el carisma de San Juan de Dios, en una España atribulada por las dificultades y las divisiones, iniciaron una obra pionera para aquellos tiempos, al servicio de los últimos entre los últimos: los enfermos mentales. Esto es algo hermoso, sin intereses humanos. Así nacieron las Hermanas Hospitalarias del Sagrado Corazón. Y desde entonces han continuado su misión, extendiendo su asistencia a nuevos sufrimientos y pobrezas, para hacer presente la misericordia de Dios en la práctica de la hospitalidad, con especial atención a la recuperación y rehabilitación integral de las personas. Y lo hacen intentando implicar a todos -enfermos, familias, médicos, hermanas, voluntarios y demás- en un ambiente «comunitario» en el que todos comparten y contribuyen al bien de los demás. Esto es hermoso, porque así todos sanan juntos, cada uno según su necesidad y las heridas que lleva. No lo olvidemos nunca, por favor: todos necesitamos curarnos, todos, y cuidar de los demás es bueno para nosotros.
No muchos años después de la fundación de las Hermanas Hospitalarias, en 1892, en Roma, otra mujer, santa Josefina Vannini, inspirada esta vez por san Camilo de Lellis, junto con el beato Luigi Tezza -que fue enterrado en Buenos Aires, yo visité su tumba-, dio vida a la Congregación de las Hijas de San Camilo, también dedicada al cuidado de los enfermos. Ellas me hospitalizaron cuando me operaron. Esta mujer sabía bien lo que es el dolor: en su vida había sufrido mucho a causa de su mala salud y por muchas otras razones. Sólo con la ayuda de Dios y de la gente buena había podido salir adelante, y por eso le gustaba repetir: «el sufrimiento sólo se vence con amor». Así, confió los enfermos a su amor, primera e indispensable medicina de todo lugar de cuidados; además, con el cuarto voto de atención a los enfermos, los colocó en el corazón de su consagración. Un sacerdote que había sido hospitalizado por ustedes me dijo: «¡Estas monjas creen, creen!».
Queridas hermanas, todo esto es un signo, es una invitación, en el discernimiento de sus capítulos, a no tener miedo, a dejarse llevar por la misma audacia que sus fundadores y fundadoras, a osar, a arriesgar - ¡osar, arriesgar! - por el bien de los hermanos y hermanas que Dios pone en su camino. Atrévanse, sin miedo, y déjense interpelar por las nuevas pobrezas de nuestro tiempo: ¡son muchas! De esta manera pondrán a buen uso la grande y rica herencia que han recibido, y la mantendrán siempre viva y joven.
Gracias. Gracias por su trabajo. Por favor, no pierdan su alegría, no pierdan su sonrisa y la alegría de su corazón. Los bendigo de corazón.
Y, por favor, les pido que recen por mí. Gracias.