· Ciudad del Vaticano ·

El Pontífice celebra la Misa de Pentecostés en la basílica vaticana

El cristiano se rinde al Espíritu y no a la fuerza del mundo

 El cristiano se rinde al Espíritu  y no a la fuerza del mundo  SPA-021
24 mayo 2024

La esperanza es el único camino de la vida que, aunque a menudo tortuoso y cuesta arriba, podemos recorrer y hacer “siempre más practicable también para los demás” con la ayuda del Espíritu Santo. Lo recordó el Papa Francisco en la homilía de la Misa celebrada en la Basílica Vaticana en la mañana del 19 de mayo, el Domingo de Pentecostés. Concelebraron con el Santo Padre 22 cardenales, 16 obispos y arzobispos, entre ellos el Secretario para las Representaciones Pontificias, Luciano Russo, y más de 200 sacerdotes. En el momento de la consagración eucarística, subieron al altar los cardenales Arthur Roche, Fernando Filoni y Leonardo Sandri. Tras la proclamación de las lecturas (Hechos 2, 1-11, Salmo 103, Gálatas 5, 16-25) y del Evangelio (Juan 15, 26-27; 16, 12-15), precedida por el canto de la “Secuencia”, la oración de los fieles, recitada en chino, polaco, francés, filipino y swahili, invocó a Dios para que la Iglesia “haga resplandecer en el mundo la gracia de la comunión fraterna” y para que los gobernantes de las naciones busquen siempre el diálogo y la concordia entre los pueblos. También se rezó por los misioneros, las familias, los enfermos y los que sufren. Al final de la celebración, se entonó la antífona del Regina Caeli. El servicio de los ministerios corrió a cargo del Pontificio Colegio Urbano. Los cantos fueron interpretados por el coro de la Capilla Sixtina, quienes fueron dirigidos por monseñor Marco Pavan. Publicamos, a continuación, la homilía que el Papa Francisco pronunció ante el Altar de la Confesión, en la Basílica de san Pedro.

El relato de Pentecostés (cf. Hch 2,1-11), nos muestra dos ámbitos de la acción del Espíritu Santo en la Iglesia, en nosotros y en la misión; con dos características, la fuerza y la amabilidad.

La acción del Espíritu en nosotros es fuerte, como lo simbolizan los signos del viento y del fuego, que a menudo en la Biblia se relacionan con el poder de Dios (cf. Ex 19,16-19). Sin ese poder nosotros nunca podremos derrotar al mal ni vencer los deseos de la carne de los que habla san Pablo, es decir, vencer esas pulsiones del alma: la impureza, la idolatría, las discordias, las envidias (cf. Ga 5,19-21). Con el Espíritu podemos vencerlas, Él nos da la fuerza para hacerlo, porque Él entra en nuestro corazón “árido, duro y frío” (cf. Secuencia Veni Sancte Spiritus). Esas pulsiones arruinan nuestras relaciones con los demás y dividen nuestras comunidades, pero Él entra en el corazón y sana todo.

Así nos lo ha mostrado Jesús cuando, movido por el Espíritu, se retiró durante cuarenta días al desierto para ser tentado (cf. Mt 4,1-11). Y en ese momento también su humanidad crecía, se fortalecía y se preparaba para la misión.

Al mismo tiempo, el actuar del Paráclito en nosotros es amable: es fuerte y delicado. El viento y el fuego no destruyen ni incineran lo que tocan: el primero resuena en la casa donde se encuentran los discípulos y el segundo se posa suavemente, en forma de llamas, sobre la cabeza de cada uno. Y también esta delicadeza es un rasgo del actuar de Dios que encontramos tantas veces en la Biblia.

Así pues, es hermoso ver cómo la misma mano robusta y callosa que antes había arado los surcos de las pasiones, después, delicadamente, cultiva las pequeñas plantas de las virtudes, las “riega”, las “sana” (cf. Secuencia) y las protege con amor, para que crezcan y se fortifiquen, y nosotros podamos gustar, después del esfuerzo de la lucha contra el mal, la dulzura de la misericordia y de la comunión con Dios. Así es el Espíritu: es fuerte, nos da la fuerza para vencer y es también delicado. Se habla de la unción del Espíritu; el Espíritu nos unge y está con nosotros. Como dice una hermosa oración de la Iglesia primitiva: «Que tu humildad, oh Señor, more en mí, con los frutos de tu amor» (Odas de Salomón, 14,6).

El Espíritu Santo, que descendió sobre los discípulos y se hizo cercano —es decir “paráclito”— actúa transformando sus corazones e infundiéndoles una «audacia que les impulsa a transmitir a los demás su experiencia de Jesús y la esperanza que los anima» (S. Juan Pablo II, Carta enc. Redemptoris missio, 24). Como testimoniarán después Pedro y Juan ante el Sanedrín, cuando se les intentó prohibir que dijeran «una sola palabra o enseñaran en el nombre de Jesús» (Hch 4,18); ellos dirán: «Nosotros no podemos callar lo que hemos visto y oído» (v. 20). Y para responder así, tenían la fuerza del Espíritu Santo.

Y esto vale también para nosotros, que hemos recibido el don del Espíritu en el Bautismo y en la Confirmación. Desde el “cenáculo” de esta Basílica, como los apóstoles, somos enviados, hoy especialmente, a anunciar el Evangelio a todos, yendo «cada vez más lejos, no sólo en sentido geográfico, sino también más allá de las barreras étnicas y religiosas, para una misión verdaderamente universal» (Redemptoris missio, 25). Y gracias al Espíritu podemos y debemos hacerlo con la misma fuerza y la misma amabilidad.

Con la misma fuerza: es decir, no con prepotencia e imposiciones —el cristiano no es prepotente, su fuerza es diferente, es la fuerza que viene del Espíritu—, ni tampoco con cálculos y engaños, sino con la energía que proviene de la fidelidad a la verdad, esa que el Espíritu inculca en nuestros corazones y hace crecer en nosotros. Por eso nosotros nos rendimos al Espíritu, no nos rendimos al mundo, sino que continuamos hablando de paz a quien quiere la guerra; a hablar de perdón a quien siembra venganza; a hablar de acogida y solidaridad a quien cierra las puertas y levanta barreras; a hablar de vida a quien elige la muerte; a hablar de respeto a quien le gusta humillar, insultar y descartar; a hablar de fidelidad a quien rechaza todo vínculo y confunde la libertad con un individualismo superficial, opaco y vacío.

Todo ello sin dejarnos atemorizar por las dificultades, ni por las burlas, ni por las oposiciones que, hoy como ayer, no faltan nunca en la vida apostólica (cf. Hch 4,1-31).

Y al mismo tiempo en que actuemos con esta fuerza, nuestro anuncio busca ser amable, para acoger a todos. No olvidemos esto: a todos, a todos, a todos. No olvidemos aquella parábola de los invitados a la fiesta que no quisieron ir: “vayan a los cruces de los caminos y lleven a todos, todos, todos, buenos y malos, a todos” (cf. Mt 22,9-10). El Espíritu nos da la fuerza para ir adelante e invitar a todos con amabilidad, Él nos da la delicadeza de acoger a todos.

Todos nosotros, hermanos y hermanas, tenemos mucha necesidad de esperanza, que no debe confundirse con optimismo, —no—, es otra cosa. A la esperanza se le representa como un ancla, allí, fija en la orilla, y nosotros aferrados a la cuerda de esa esperanza. Tenemos necesidad de esperanza, tenemos necesidad de elevar los ojos hacia horizontes de paz, de fraternidad, de justicia y de solidaridad. Este es el único camino para la vida, no hay otro. Es cierto, lamentablemente, a menudo no resulta fácil; es más, a veces se presenta sinuoso y cuesta arriba.

Pero nosotros sabemos que no estamos solos: tenemos la seguridad de que, con la ayuda del Espíritu Santo, con sus dones, podemos recorrer juntos ese camino y hacerlo siempre más transitable también para los demás.

Renovemos, hermanos y hermanas, nuestra fe en la presencia del Consolador entre nosotros y continuemos rezando:

Ven, Espíritu creador,
ilumina nuestras mentes,

llena de tu gracia
nuestros corazones,
guía nuestros pasos,

concede a nuestro mundo
tu paz.

Amén.