Al reunirse con los artistas en la Iglesia de la Magdalena, Capilla de la Cárcel de Mujeres de la Giudecca en Venecia, el Papa Francisco comenzó con una confesión, continuó con una apelación y concluyó con una interrogación. “Confieso que a su lado no me siento como un extraño: me siento en casa. Y creo que esto se aplica en realidad a todos los seres humanos, porque, a todos los efectos, el arte tiene la condición de "ciudad refugio", una entidad que desobedece el régimen de violencia y discriminación para crear formas de pertenencia humana capaces de reconocer, incluir, proteger, abrazar a todos. A todos, empezando por los últimos”. La decisión de realizar el Pabellón de la Santa Sede en la Bienal de Venecia dentro de la cárcel de mujeres de la Giudecca responde a esta visión del arte que “reconoce, incluye, protege y abraza a todos, empezando por los últimos”. El arte es un refugio, nos recuerda el Papa, un lugar donde todos pueden sentirse en casa, donde cada ser humano, al entrar en él, puede reconocerse y reconocer el mundo tal como estaba destinado a ser en el diseño original de Dios, ese mundo creado y admirado por su propio Creador: Y vio Dios que era bueno/bello (Gn 1, 18).
Por lo tanto, el arte puede convertirse en un momento de tregua, de pausa, de salida de una vida frenética, dirigida solo a producir, hacer, abrumar. Al igual que con el deporte, pensemos en la llamada “tregua olímpica”, el arte puede generar las condiciones para el nacimiento de la paz. El Papa citó en este sentido la institución bíblica de las ciudades refugio, destinadas “a evitar el derramamiento de sangre inocente y a moderar el ciego deseo de venganza, a garantizar la protección de los derechos humanos y a buscar formas de reconciliación. Sería importante que las diversas prácticas artísticas se establecieran en todas partes como una especie de red de ciudades de refugio, trabajando juntas para librar al mundo de las antinomias vacías y sin sentido que pretenden imponerse en el racismo, la xenofobia, la desigualdad, el desequilibrio ecológico y la aporofobia, este terrible neologismo que significa ‘fobia a los pobres’”.
De ahí el llamamiento, dirigido directamente al gran talento propio de los artistas, la imaginación: “Les imploro, compañeros artistas, que imaginen ciudades que aún no existen en el mapa: ciudades en las que ningún ser humano es considerado un extraño. Por eso, cuando decimos ‘extraños en todas partes’, estamos proponiendo ‘hermanos en todas partes’”. Esta “ciudad que no existe”, parafraseando la famosa novela de J. Barrie, es una necesidad, es esa ciudad que hace que todas las demás sean humanas y ricas de sentido, porque, afirmó con fuerza el Papa, “el mundo necesita artistas”. Los propios cristianos están llamados a ser los artistas que el mundo necesita. Y ya lo son, desde hace unos dos mil años, porque en el cristiano vive y se encarna cotidianamente la paradoja de vivir en el mundo como “extranjeros” y “hermanos” al mismo tiempo. La antigua Epístola a Diogneto ya lo había dicho de manera clara y precisa: “[los cristianos] residen luego en ciudades tanto griegas como bárbaras, tal como sucede, y aunque siguen en el modo de vestirse, en el modo de comer y en el resto de la vida las costumbres del lugar, se proponen una forma de vida maravillosa y, como todos han admitido, increíble. Habitan cada uno en su propia patria, pero como si fueran extranjeros; respetan y cumplen todos los deberes de los ciudadanos, y soportan todas las cargas como si fueran extranjeros; cada región extranjera es su patria, y sin embargo cada patria para ellos es tierra extranjera”. Sentirse en casa y al mismo tiempo extranjeros a lo largo de la peregrinación terrena, esta es la paradójica condición de los cristianos en el mundo que proponen a una humanidad a menudo distraída, aburrida y adormecida, “una forma de vida maravillosa”.
Porque el mundo puede asumir el rostro duro e inhumano de la cárcel, una prisión de la que se puede escapar y el arte puede representar el camino para esta liberación, para un posible rescate. Este proceso de liberación solo puede nacer a partir del corazón del hombre y de su forma de mirar el mundo y la vida. Por esta razón, el Papa al concluir su discurso se centró en el tema de la mirada, inspirándose en el título del pabellón, “Con mis ojos”: “Todos tenemos necesidad de ser mirados y de atrevernos a mirarnos a nosotros mismos. En esto, Jesús es el Maestro perenne: mira a todos con la intensidad de un amor que no juzga, sino que sabe estar cerca y animar. Y yo diría que el arte nos educa a este tipo de mirada, no posesiva, no cosificadora, pero tampoco indiferente, superficial; nos educa a una mirada contemplativa. Los artistas están en el mundo, pero están llamados a ir más allá. Por ejemplo, hoy más que nunca es urgente que sepan distinguir claramente el arte del mercado. Por supuesto, el mercado promueve y canoniza, pero siempre existe el riesgo de que ‘vampirice’ la creatividad, robe la inocencia y, finalmente, instruya fríamente sobre lo que hay que hacer”.
Y, por último, la pregunta: ¿qué vemos en nuestra vida cotidiana? Cómo vemos el mundo. ¿Qué buscamos en el fondo? El Papa recuerda la pregunta dirigida por Jesús a las multitudes, a propósito de Juan el Bautista: “¿Qué fueron a ver al desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué fueron a ver?” (Mt 11, 7-8) e invitó a guardar “esta pregunta en nuestro corazón”. Hoy hay un desierto que se extiende en un mundo herido por las muchas guerras, por la codicia “fría” de un mercado regulador y ordenador, pero también hay un pozo de agua fresca, un refugio donde los hombres pueden reunirse libremente, refrescarse y reanudar el camino en este lugar a la vez extraño y familiar que es el mundo, el bello y bueno mundo que el Señor en su creatividad ha confiado a nuestra responsabilidad.
Andrea Monda