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Rezar en el dialecto
de mi abuela

 Le preghiere in dialetto di mia nonna  DCM-005
04 mayo 2024

Habría sido difícil no tener una educación religiosa al crecer con mi abuela. No digo “católica”, ni siquiera “cristiana”, “religiosa” es el término que ella habría usado y a mí también me gusta mucho. No es un término excluyente. Simplemente delimita. Tuve una educación “religiosa”. Esta es una frase que me describe y también lo hace en la historia de cómo me escapé de esa educación y de cómo todavía habla de mí cuando la distingo. Creo que todo empezó con lagartos y gatos. Sí, son el origen.

En el jardín delantero de mi abuela se susurraban historias de niños crueles que los atormentaban y, en respuesta, mis amigos y yo decidimos iniciar un club de derechos de los animales. “Animalista” era una palabra exótica, fui yo quien la sugerí. Era de esas que quedan impresas, de esas cuyo significado se entiende sin preguntar a los mayores y sin buscarla en un diccionario. Era perfecta para nosotros, los niños convencidos de que los animales tenían alma. Mi abuela odiaba tanto a los gatos como a las lagartijas. Los primeros arruinaban las plantas que tanto le importaban. Por las segundas sentía esa indiferencia mezclada con asco que las señoras de otra generación habían heredado sin cuestionarla jamás. Y aún con todo, no tuvo dudas en aliarse con nosotros.

Cuando volvía a casa, con manchas y las rodillas raspadas y el cuerpo magullado por las tantas caídas de bicicleta o porque me había caído en un charcos o porque me había metido donde no debía, durante la cena, (frente al televisor y las series para adolescentes que a mí no me hubieran permitido ver) mi abuela desviaba la atención y me preguntaba siempre por lo que habíamos hecho.

Yo me había dedicado a hacer carnets para el club ambientalista. Eran azules y amarillos con los nombres de los miembros, mis amigos. Pero nunca revelaba que eran de un club que protegía a los gatos y a las lagartijas para proteger a los animales de esos niños crueles que no creían que los animales tuvieran alma. Por eso, mi abuela empezó a ponerme para comer una especie de consomé en el que zanahorias, patatas y cebollas en trozos grandes compartían el caldo con hojas de hortalizas silvestres y un poco de parmesano. No había carne en ese plato y parecía que estuviera comiéndome la huerta. Estaba bueno.

Había diferentes tipos de personas de las que me mantenía alejada. De los que regañaban a los perros con demasiada vehemencia, de los que predicaban que quienes amaban a los animales estaban enfermos porque los preferían a las personas o de aquellos que pasaban de largo y de lo que les decía. Mi abuela no pertenecía a ninguno de este grupo.

Confeccioné seis carnets para el club pro derechos de los animales. Recuerdo que los terminé una de esas tardes en las que rezaba con mi abuela. Mis oraciones favoritas eran aquellas en dialecto, como la que decía que el mal se puede transformar en bien. Mientras, de las cuevas salían enormes lagartos sonrientes y los gatitos se tumbaban al sol. Eran ensoñaciones y breves momentos que manifestaban bondad y belleza. Eran una manifestación religiosa. Años más tarde, cuando el club de derechos de los animales hacía tiempo que se había disuelto y todos ya íbamos a la universidad, una niña, ya mujer, vecina de mi abuela, murió de repente.

Hacía mucho que no nos veíamos, pero el cariño de aquellas largas tardes había permanecido y se había multiplicado en la distancia. El dolor de su madre, de su abuela, de su hermana se me quedó grabado como un desgarro que la vida nos había hecho sin previo aviso, solo para empañar la pureza de aquellos recuerdos.

Habíamos recorrido un largo camino juntas y lo que teníamos en común era el deseo de defender la vida de ataques crueles o de la indiferencia. Su pérdida me produjo pesadillas, miedos y abismos, y una nueva ira hacia lo que sentía injusto. Pero en otro pasado, ella y yo habíamos sido religiosas en un mundo de criaturas imposibles y de ritos en dialecto, en el que el campo, nuestras abuelas y todo lo que nos rodeaba nos habían hablado y nos había resultado natural unir los mundos que conocíamos para convertirlos en uno solo.

de Nadia Terranova
Escritora, autora de numerosas obras. Ha escrito libros para niños y jóvenes. Ganó el Premio Strega Ragazze e Ragazzi y del Premio Andersen. Su último libro de titula, Scintilla, ilustrado por Mariachiara Di Giorgio (ed. Mondadori).