Aún resuenan las palabras del Papa Francisco ante la Asamblea General de la ONU el 25 de septiembre del 2020: “De una crisis no se sale igual: o salimos mejores salimos peores. Por ello, en esta coyuntura crítica nuestro deber es repensar el futuro de nuestra casa común y proyecto común. Es una tarea compleja, que requiere honestidad y coherencia en el diálogo, a fin de mejorar el multilateralismo y la cooperación entre los Estados. Esta crisis subraya aún más los límites de nuestra autosuficiencia y común fragilidad y nos plantea explicitarnos claramente cómo queremos salir: mejores o peores. La pandemia nos ha mostrado que no podemos vivir sin el otro, o peor aún, uno contra el otro”.
Esa misma frase profética el Papa Bergoglio la repitió en diferentes lugares y momentos. Hoy, a aproximadamente cuatro años del comienzo de la pandemia del covid, cabe preguntarnos: ¿Salimos mejores o peores? Sugiero acercarnos a la respuesta desde tres perspectivas: memoria, esperanza y coraje.
En términos de memoria, cuatro años representa un tiempo cronológico considerable, aunque algo breve para aventurarnos a evaluar sus efectos con métodos historiográficos. Pero, si dejamos de lado el cronos riguroso y nos adentramos en el kairós que mensura los tiempos planetarios y divinos, la mirada se diversifica y complejiza. ¿Como desconocer que en ese espacio cósmico transcurrimos una pandemia que suspendió y a la vez eternizo el tiempo? ¿Cómo medir el aceleramiento del “reloj de vida planetario” que gira alrededor de su propia dinámica? ¿Cómo encuadrar en la post pandemia el tiempo infinito atravesado por dos guerras atroces? Muchos de nosotros dividimos nuestra memoria de los hechos de nuestras vidas como sucedidos antes o después de la pandemia. Otros tantos, sea por efectos traumáticos o el ejercicio de una autodefensa negacionista eludimos los recuerdos de esos tiempos difíciles echando mano de la máxima “lo que no recuerdo o no pienso, no existió”. Con ello nos perdemos la oportunidad pedagógica de la memoria que contiene elementos de tristeza, pero también de virtudes. Acabamos de transitar la Pascua peregrinando en memoria del Cristo crucificado, muerto y sepultado, pero a la vez con la victoriosa resurrección que es el centro de nuestra fe. En estas semanas, nuestros hermanos mayores celebran el Pesaj, haciendo memoria de la esclavitud en Egipto y el paso por el Mar Rojo hacia la libertad y la tierra prometida. El cántico memorioso de Asaf nos ayuda a la memoria buena y liberadora “Prefiero recordar las hazañas del Señor, traer a la memoria sus milagros de antaño. Meditaré en todas tus proezas; evocaré tus obras poderosas”. (Salmo 77, 11-12). ¡Qué la memoria sabia nos haga ser mejores!
La esperanza es una virtud teologal. Como tal, responde a lumen epicentral del corazón de Dios que abre nuevos horizontes más allá de límites que nuestro “realismo” pesimista se somete a la presión de un mundo desesperanzado. La esperanza es revolucionaria porque con su pulsión de vida pone en conflicto a esos disvalores involucionarios que nos afectan y atemorizan. Al decir de Hannah Arendt “Toda esperanza lleva consigo un temor, y todo temor se cura a sí mismo girándose hacia la correspondiente esperanza1” . San Francisco de Asís en su oración, pide al Señor “Donde hay dolor, que yo lleve gozo y haz que lleve la esperanza donde hay desesperación”. O como decía Walter Benjamín “La esperanza ha de brotar de los que carecen de esperanza”. San Pablo en su carta a los Romanos también ubica la esperanza dentro de dinámicas en tensión en las raíces de la fe del tronco abrahámico “Cuando ya no había esperanza, Abraham creyó y tuvo esperanza, y así vino a ser «padre de muchas naciones», conforme a lo que Dios le había dicho: «Así será el número de tus descendientes.»” (Ro 4, 18). Si el realismo objetivo de los hechos post pandémicos abonan la definición que salimos peores, aferrémonos a la esperanza que no defrauda para buscar ser mejores.
El coraje y la parresia están contenidas en voz de los profetas. Como hablamos de la esperanza contra desesperanza, el coraje nos invita a una mirada de fe aún en la incredulidad del desaliento empírico. Nos coloca en un lugar de incomodidad sobre lo alcanzado al presente y de revisionismo del pasado. No niega esos momentos, se alimenta de ellos como referencia inquieta que nos mueve a la búsqueda de abrazar un horizonte utópico. En términos ontológicos el coraje nos remite a la profecía. No un oráculo de revelaciones espectaculares, sino al grito del alma frente a un futuro anheladamente mejor que solo se vislumbra por la fe. Tengamos el coraje de revisar y revivir hacia la necesidad de “salir mejores” leyendo a un profeta popular, el cubano Alexis Valdés con un poema que escribió en el año 2020: “Cuando la tormenta pase /Y se amansen los caminos /Y seamos sobrevivientes /De un naufragio colectivo /Con el corazón lloroso /Y el destino bendecido /Nos sentiremos dichosos /Tan sólo por estar vivos /Y le daremos un abrazo /Al primer desconocido /Y alabaremos la suerte /De conservar un amigo /Y entonces recordaremos /Todo aquello que perdimos /De una vez aprenderemos /Todo lo que no aprendimos /Y no tendremos envidia /Pues todos habrán sufrido /Y no tendremos desidia /Seremos más compasivos /Valdrá más lo que es de todos /Que lo jamás conseguido /Seremos más generosos /Y mucho más comprometidos /Entenderemos lo frágil /Que significa estar vivos /Sudaremos empatía /Por quien está y quien se ha ido /Extrañaremos al viejo /Que pedía un peso en el mercado /Que no supimos su nombre /Y siempre estuvo a tu lado /Y quizás el viejo pobre /Era tu Dios disfrazado /Nunca preguntaste el nombre /Porque estabas apurado /Y todo será un milagro /Y todo será un legado /Y se respetará la vida /La vida que hemos ganado /Cuando la tormenta pase /Te pido Dios, apenado /Que nos devuelvas mejores /Como nos habrás soñado”.
1 La vida del espíritu – Hannah Arendt – Editorial Paidós, pag. 280
Marcelo Figueroa