· Ciudad del Vaticano ·

En la audiencia general, el Pontífice dirigió su pensamiento a Ucrania, Myanmar y a los numerosos países en guerra

Palestina e Israel, dos estados libres y en paz

 Palestina e Israel, dos estados libres y en paz  SPA-017
26 abril 2024

La fe, la esperanza y la caridad «fundan, animan y caracterizan la acción moral del cristiano». Lo ha recordado la mañana del miércoles 24 de abril, el Papa Francisco en la audiencia general en la plaza de San Pedro. Continuando el ciclo de reflexiones sobre los vicios y las virtudes, después de haber profundizado en las semanas pasadas en los primeros y, de estas últimos, las cardinales, introdujo el tema de los teologales.

Queridos hermanos y hermanas:

En las últimas semanas hemos reflexionado sobre las virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. Las cuatro virtudes cardinales... Como hemos señalado varias veces, estas cuatro virtudes pertenecen a una sabiduría muy antigua, que también precede al cristianismo. Ya antes de Cristo se predicaba la honestidad como deber civil, la sabiduría como regla de las acciones, el coraje como ingrediente fundamental para una vida que tiende hacia el bien, la moderación como medida necesaria para no ser arrollados por los excesos. Este patrimonio tan antiguo, patrimonio de la humanidad, no ha sido sustituido por el cristianismo, sino bien enfocado, valorizado, purificado e integrado en la fe.

Por lo tanto, hay en el corazón de cada hombre y mujer la capacidad de buscar el bien. El Espíritu Santo es donado para que quien lo acoge pueda distinguir claramente el bien del mal, tener la fuerza para adherirse al bien huyendo del mal y, al hacerlo, alcanzar la plena realización de sí mismo.

Pero en el camino que todos estamos haciendo hacia la plenitud de la vida, que pertenece al destino de cada persona -el destino de cada persona es la plenitud, estar llena de vida-, el cristiano goza de una asistencia particular del Espíritu Santo, el Espíritu de Jesús. Se realiza con el don de otras tres virtudes, puramente cristianas, que a menudo se nombran juntas en los escritos del Nuevo Testamento. Estas actitudes fundamentales, que caracterizan la vida del cristiano, son tres virtudes que diremos ahora juntas: la fe, la esperanza y la caridad. Digámoslo juntos: [juntos] la fe, la esperanza… ¡no escucho nada, más fuerte! la fe, la esperanza y el amor. ¡Bien hecho! Los escritores cristianos pronto las llamaron virtudes “teologales”, ya que se reciben y se viven en relación con Dios, para diferenciarlas de las otras cuatro llamadas "cardinales", ya que constituyen la "piedra angular" de una buena vida. Estas tres son recibidas en el Bautismo y vienen del Espíritu Santo. Las unas y las otras, tanto las teologales como las cardinales, unidas en tantas reflexiones sistemáticas, han compuesto así un maravilloso septenario, que a menudo se contrapone a la lista de los siete vicios capitales. Así, el Catecismo de la Iglesia Católica define la acción de las virtudes teologales: «Fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano» (n. 1813).

Mientras que el riesgo de las virtudes cardinales es generar hombres y mujeres heroicos para hacer el bien, pero en general solos, aislados, el gran don de las virtudes teologales es la existencia vivida en el Espíritu Santo. El cristiano nunca está solo. Hace el bien no por un titánico esfuerzo de compromiso personal, sino porque, como humilde discípulo, camina detrás del Maestro Jesús. Él avanza en la calle. El cristiano tiene virtudes teologales que son el gran antídoto contra la autosuficiencia. ¡Cuántas veces ciertos hombres y mujeres moralmente impecables corren el riesgo de convertirse, a los ojos de quienes los conocen, en presuntuosos y arrogantes! Es un peligro ante el cual el Evangelio nos advierte bien, allí donde Jesús recomienda a los discípulos: «También vosotros, cuando hayáis hecho todo lo que se os ha ordenado, decid: “Somos siervos inútiles. Hemos hecho lo que teníamos que hacer» (Lc 17,10). La soberbia es un veneno, es un veneno potente: basta una gota para estropear toda una vida marcada por el bien. Una persona puede haber realizado incluso una montaña de obras benéficas, puede haber cosechado reconocimientos y elogios, pero si todo esto lo ha hecho solo para sí mismo, para exaltarse a sí mismo, ¿puede decirse que es una persona virtuosa? ¡No!

El bien no es solo un fin, sino también un modo. El bien necesita mucha discreción, mucha amabilidad. El bien necesita sobre todo despojarse de esa presencia a veces demasiado engorrosa que es nuestro yo. Cuando nuestro «yo» está en el centro de todo, se arruina todo. Si cada acción que realizamos en la vida la realizamos solo para nosotros mismos, ¿es realmente tan importante esta motivación? El pobre "yo" se apodera de todo y así nace la soberbia.

Para corregir todas estas situaciones que a veces se vuelven penosas, las virtudes teologales son de gran ayuda. Lo son sobre todo en los momentos de caída, porque incluso aquellos que tienen buenos propósitos morales a veces caen. Todos caemos, en la vida, porque todos somos pecadores. Como también quien se ejercita cotidianamente en la virtud a veces se equivoca -todos nos equivocamos en la vida-: no siempre la inteligencia es lúcida, no siempre la voluntad es firme, no siempre las pasiones son gobernadas, no siempre el coraje supera al miedo. Pero si abrimos el corazón al Espíritu Santo -el Maestro interior-, Él reaviva en nosotros las virtudes teologales: entonces, si hemos perdido la confianza, Dios nos vuelve a abrir a la fe -con la fuerza del Espíritu, si hemos perdido la confianza, Dios nos vuelve a abrir a la fe-; si estamos desanimados, Dios despierta en nosotros la esperanza; y si nuestro corazón está endurecido, Dios lo enternece con su amor.

Gracias.

La martirizada Ucrania, Palestina e Israel, Myanmar “que están en guerra” y “tantos otros países”: es una especie de mapa del dolor del que el Papa Francisco actualiza continuamente las fronteras, instando a rezar por la paz allí donde resuena el mortífero estruendo de las armas. También en la audiencia general en la plaza de San Pedro, como siempre hace en los encuentros semanales de los miércoles o asomándose a la cita mariana del domingo -tanto en el Ángelus como en el Regina Coeli, según el tiempo litúrgico- el Pontífice vuelve incansablemente a remarcar que «la guerra siempre es una derrota, y los que ganan más son los fabricantes de armas». De ahí la invitación a invocar la paz para el país de Europa oriental que «sufre tanto», recordando en particular a «los soldados jóvenes» ucranianos que «van a morir»; pero «también para Oriente Medio», en particular «para Gaza», víctima de continuas incursiones, y «por la paz entre Palestina e Israel», para que -es el deseo- «sean dos Estados, libres y con buenas relaciones».
También es constante la preocupación del Pontífice por el país asiático que visitó en noviembre de 2017, y por cualquier otra tierra en la que corra la sangre a causa de los conflictos. Al saludar a los grupos de fieles presentes en la plaza de San Pedro, el obispo de Roma alude también a dos celebraciones: mañana, jueves 25, la fiesta de San Marcos, «el evangelista que describió con vivacidad y concreción el misterio de la persona de Jesús»; y el sábado 27 el décimo aniversario de la canonización de San Juan Pablo II . «Mirando su vida -explica- podemos ver lo que el hombre puede lograr aceptando y desarrollando en sí mismo los dones de Dios: fe, esperanza y caridad». Y precisamente a estas últimas virtudes teologales estuvo dedicada la catequesis.

Saludo cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Espíritu Santo que nos conceda la gracia de creer, esperar y amar a imitación del Corazón de Cristo, siendo sus testigos en toda circunstancia.

Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide.

Muchas gracias.