· Ciudad del Vaticano ·

Entre profecía y realidad, entre el don y la esperanza

 Entre profecía y realidad, entre el don y la esperanza  SPA-016
19 abril 2024

El Papa Francisco, el 11 de febrero pasado, dirigió al arzobispo Rino Fisichella, pro-prefecto del Dicasterio para la Evangelización, una carta sobre el Jubileo de 2025. En la carta, el Pontífice se refiere a la historia de los jubileos: millones y millones de fieles han sabido aprovechar el tesoro espiritual de la Iglesia. De modo particular se recuerda el Jubileo extraordinario de la Misericordia (2016), « que nos ha permitido redescubrir toda la fuerza y la ternura del amor misericordioso del Padre, para que a su vez podamos ser sus testigos». Posteriormente, el Papa Francisco recuerda la tremenda y dolorosa experiencia de la pandemia y extrae de ella una enseñanza profética: «Debemos mantener encendida la llama de la esperanza que nos ha sido dada, y hacer todo lo posible para que cada uno recupere la fuerza y la certeza de mirar al futuro con mente abierta, corazón confiado y amplitud de miras. El próximo Jubileo puede ayudar mucho a restablecer un clima de esperanza y confianza, como signo de un nuevo renacimiento que todos percibimos como urgente. Por esa razón elegí el lema ‘Peregrinos de la Esperanza’». Las migraciones, debidas a la pobreza y a las guerras, dirigen la atención de los creyentes hacia las raíces del jubileo que se encuentran en las páginas bíblicas, que invitan a la justicia social, a la libertad y a la solidaridad.

El nombre Jubileo nace de un pequeño malentendido. En Lev 25, 11 -según la traducción CEI de 2008- el autor sagrado dice que «el quincuagésimo año será para vosotros un jubileo (en hebreo, yôbēl)». Cuando san Jerónimo traduce el pasaje en cuestión, del hebreo al latín, no traduce, sino que translitera la palabra semítica con iobeleus (esta palabra se encuentra correctamente hoy en la Nova Vulgata). La palabra es un calco hebreo desconocido para la lengua latina. Esto ha supuesto una pequeña aventura textual. Lamentablemente, como sucede en los antiguos manuscritos, los amanuenses, donde no entendían, incluían la palabra en sus esquemas culturales y el iobeleus de san Jerónimo se convirtió en iubileus -así, de hecho, se atestigua en la Vulgata Sixto-Clementina-, derivando la palabra de iubilum, alegría, alegría.

A pesar de la pequeña aventura nominal, el jubileo sigue siendo una institución bíblica veterotestamentaria muy interesante. Los textos que hablan de ello son fundamentalmente tres: Lv 25, 8-55, Lv 27, 16-24 y Nm 36, 4. El más antiguo parece ser Lv 25, 8-55 — el texto pertenece a la “ley de santidad” (Lv 17, 1-26, 46) — y se puede colocar más o menos después del final del exilio de Babilonia. Los otros dos textos parecen depender de esto y, por lo tanto, son ligeramente posteriores. Jeremías no conoce la norma de Lev 25 porque en Jer 34, 14, donde habla de la liberación de los esclavos, cita Dt 15, 12-13 y no Lev 25. Parece que el profeta Ezequiel conoce la norma sobre el jubileo porque en Ez 46, 17 se hace alusión al año de la liberación (derôr, vocablo presente en Lev 25, 10). Los especialistas nos dicen que el pasaje de Ezequiel es una adición tardía al texto del profeta. Diferente es el caso de Is 61, 1-2, donde el autor sagrado alude a un año de gracia y anuncia la liberación (derôr) de los prisioneros. Sabemos que el Trito-Isaías es postesilico. El texto isaiano es citado por Jesús en la sinagoga de Nazaret en Lc 4, 18-19, donde el Maestro declara que la profecía se ha cumplido en su persona. Los testimonios bíblicos sobre el jubileo son casi inexistentes, salvo Is 61 y el texto tardío de Ez 46. Los libros históricos no hablan de ello y tampoco los sapienciales. Este dato ha llevado a muchos especialistas a pensar que el jubileo judío era más una esperanza que una realidad.

Las características del jubileo judío son múltiples y también muy discutidas porque son aparentemente muy simples, pero no siempre tan claras. El comienzo del jubileo -al décimo día- se tocaba la trompeta (en hebreo, šôfâr): «Contarás siete semanas de años, es decir, siete veces siete años; estas siete semanas de años harán un período de cuarenta y nueve años. Al décimo día del séptimo mes harás resonar el sonido del cuerno; el día de la expiación haréis resonar el cuerno por toda la tierra» (Lev 25, 8-9). Sin embargo, el quincuagésimo año cae inmediatamente después de los siete ciclos de años sabáticos. El descanso de la tierra está prescrito tanto para el año sabático como para el año jubilar. ¿Cómo es posible? A esta pregunta responde Lev 25, 20-22: «Si decís: ¿Qué comeremos en el séptimo año, si no sembramos y no cosechamos nuestros productos?, yo dispondré a vuestro favor una cosecha abundante para el sexto año y os dará fruto durante tres años. Sembraréis en el octavo año, pero todavía comeréis de la cosecha añeja. Hasta que llegue la cosecha del noveno año, seguiréis comiendo de la cosecha añeja El año jubilar se vivía a la luz de tres principios. El primero se refería al descanso del suelo. Los campos debían colocarse en barbecho (Lev 25, 11). El segundo principio se refería a la devolución de los bienes inmuebles (terrenos y casas) al propietario original (Lev 25, 23-34). El tercero, por último, se refería a la libertad: todo israelita -si era esclavo- debía volver libre (Lev 25, 35-55).

Como se ha visto, el primer principio (el barbecho) planteaba problemas de tipo alimentario a los que respondía Lev 25, 20-22. También planteaba problemas teológicos: la tierra es de Dios, no del hombre. "La tierra no se venderá a perpetuidad, pues la tierra es mía; porque vosotros sois para mí como forasteros y advenedizos La tierra, por lo tanto, es de Dios y por esta razón, si la tierra debe volver a su legítimo propietario, el creyente no puede apropiarse de ella. De ello se deduce que en el año del jubileo no se siembra ni se cosecha, ni tampoco se vendimia (cf. Lev 25, 11). Con el segundo principio, aplicado también en el año sabático, los bienes inmuebles (casas y terrenos no urbanos) volvían a sus propietarios originales (o a sus herederos), que por diversos motivos se habían visto obligados a enajenarlos. Desde el primer principio surgían normas (cf. Lv 25, 14-17.23-34) que presidían la compraventa y la determinación del valor del campo en relación con el tiempo de la siguiente expiración del año jubilar (o sabático). Esta legislación, que presidía la restitución periódica de los bienes de la tierra, debería haber disuadido a los ricos de cualquier veleidad de poseer latifundios para siempre. Del tercer principio nacía la libertad de los esclavos judíos. Convertido en esclavo por dificultades e imposibilidades financieras, el judío recuperaba la libertad, siguiendo una complicada serie de normas (cf. Lv 25, 35-43).

Dado que el año jubilar -según los especialistas- nunca se habría practicado, es probable que tenga un profundo valor profético: habrá un tiempo querido por Dios en el que tendrá lugar la liberación del hombre de cualquier esclavitud (pecado, enfermedad, muerte, esclavitud, etc.), incluida la de la posesión y la riqueza. En la sinagoga de Nazaret -como ya se mencionó anteriormente- Jesús retoma el pasaje de Is 61, 1-3d: «El Espíritu del Señor está sobre mí; por eso me ha ungido y me ha enviado a llevar la buena nueva a los pobres, a proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos, a proclamar el año de gracia del Señor» (Lc 4, 18-19). «El año de gracia del Señor» es el año jubilar, es el tiempo del Mesías donde la profecía veterotestamentaria se cumple en su plenitud total. Jesús mismo, que quiere la misericordia y no el sacrificio (cf. Mt 9, 13; 12, 7), lo confirma: «Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír» (Lc 4, 21). El Jubileo, por tanto, es ante todo el año de gracia de Jesucristo.

El primer jubileo cristiano se celebra en 1300, por voluntad de Bonifacio VIII con la bula Antiquorum habet fida relatio (22 de febrero de 1300; recuerde que entonces el año comenzaba el 25 de marzo según la convocatoria ab Incarnatione). Se concedía indulgencia plenaria a quienes visitaban las basílicas de San Pedro y San Pablo Extramuros. Se trata de un compromiso nada sencillo: los romanos debían visitarlas dentro del año, treinta veces, mientras que los peregrinos, quince. El jubileo debía celebrarse cada cien años. Sin embargo, hay un testimonio, pero lamentablemente sin más pruebas, presente en el De centésimo sive Jubileo anno liber del cardenal Jacopo Caetani degli Stefaneschi, de un anciano que confía al Papa Bonifacio que fue, de niño (7 años), con su padre, ante Inocencio III el 1 de enero de 1200 para recibir la indulgencia de los cien años. Algunos historiadores creen que el jubileo de Bonifacio fue precedido por otros momentos en los que la misericordia de Dios fue ampliamente ofrecida a los fieles. Recuerdan el año santo de Santiago querido por el Papa Calixto III y celebrado en 1126. También recuerdan a Honorio iii que, a petición de san Francisco de Asís, instituyó el “Perdón de Asís”, la indulgencia plenaria a quien visitara la Porciúncula desde el mediodía del 1 de agosto hasta la medianoche del 2 de agosto. Por último, recuerdan la Bula sobre el perdón (1294) del Papa Celestino V sobre la indulgencia que se puede obtener con la peregrinación a la iglesia de Santa Maria in Collemaggio (L’Aquila) del 28 al 29 de agosto. El mismo Papa concedió la indulgencia plenaria para la ciudad de Atri (a medio camino entre Teramo y Pescara). La misericordia de Dios que la Iglesia da a los fieles, de acuerdo con las formas relacionadas con los tiempos, es verdaderamente ilimitada.

Ya en 1350, el Papa Clemente, para atenerse al jubileo judío, establecía celebrar el jubileo cristiano cada cincuenta años. El Papa Urbano allí, unos años más tarde, rebajó el intervalo a treinta y tres años (igual a lo que se creía que había vivido el Señor Jesús). El Papa Pablo II, aproximadamente un siglo y medio después de Bonifacio VIII, redujo aún más el intervalo de tiempo entre los jubileos a veinticinco años. No se han respetado todas las cadencias. No se celebraron los jubileos de 1800 (Pío VI, prisionero en Francia murió a finales de 1799 y su sucesor, Pío VIII, fue elegido en 1800), de 1850 (Pío IX había sido devuelto a Roma el 12 de abril de 1850, después de la caída de la República romana), de 1875 (anunciado, pero nunca implementado por razones de contingencia política). Además de los jubileos ordinarios, a lo largo de la historia también se han producido jubileos extraordinarios. El primero fue en 1423, encargado por Martín V, para el retorno del papado de Aviñón. Otros dos, en 1585 (Sisto v) y en 1655 (Alessandro vii) para el inicio de sus respectivos pontificados. En 1745 Benedicto XIV quiso el jubileo para celebrar la paz entre los príncipes cristianos. Además del jubileo extraordinario de 1886 (León XII), Pío XI quiso el jubileo del año 1900 de la Redención (1933-1934). Pablo convocó el jubileo de 1966 para la conclusión del Concilio Vaticano II, mientras que Juan Pablo II lo quiso para el 1950aniversario de la Redención (1983-1984). Benedicto XVI quiso celebrar el año de san Pablo con motivo del bimilenario del nacimiento del apóstol de los gentiles (28 de junio de 2008 - 29 de junio de 2009). Del Papa Francisco se celebra el Jubileo extraordinario de la Misericordia por el quincuagésimo aniversario de la conclusión del Vaticano II (2015-2016) y el Jubileo extraordinario lauretano (8 de diciembre de 2019 - 10 de diciembre de 2021), un poco silenciado (pandemia). Probablemente se dará el próximo jubileo extraordinario en 2033-2034 por los dos mil años de la Redención.

El primer y más significativo rito del jubileo es la apertura de la Puerta Santa. El jubileo de 2025 comenzará el 24 de diciembre de 2024, cuando el Papa Francisco abra la Puerta Santa de San Pedro. Posteriormente se abrirán las Puertas Santas de las principales basílicas romanas. El jubileo concluirá el 24 de diciembre de 2025 con el cierre de la misma Puerta. En la bula de convocatoria, que se publicará el 9 de mayo, se precisarán todas las fechas del jubileo.

La apertura de la Puerta Santa tiene varios significados. El primero, en absoluto, se encuentra en las mismas palabras de Jesús: «En verdad, en verdad os digo: yo soy la puerta de las ovejas... si uno entra por mí, se salvará; entrará y saldrá y encontrará pastos» (Jn 10, 7-10). Sólo en Jesús está la salvación. El segundo rito es la obtención de la indulgencia plenaria. Tenga en cuenta que la doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente relacionadas con los efectos del sacramento de la Penitencia. Por indulgencia plenaria -que puede aplicarse a los vivos y a los difuntos- la Iglesia entiende la remisión ante Dios de toda pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que el fiel, debidamente dispuesto y bajo ciertas y determinadas condiciones, adquiere por intervención de la Iglesia. Ésta, como ministra de la redención, dispensa y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos. Estrecha y naturalmente vinculada al sacramento de la Penitencia y a la indulgencia está la participación activa en la Eucaristía. El tercer rito es la peregrinación que, en sus formas concretas, viene determinada cada vez por los documentos magisteriales. El destino clásico serían las basílicas jubilares de Roma, pero también las de Tierra Santa y otros lugares específicos indicados como idóneos para ganar la indulgencia. Por último, está la oración (también por el Papa y según sus intenciones), la profesión de fe y las obras de caridad que coronan los ritos anteriores.

*Profesor emérito del Pontificio Instituto Litúrgico SanAnselmo (Roma)

Renato De Zan *