Este Mes
¿Tiene la oración de las mujeres características diferentes y específicas? Realmente no lo creo. En la raíz, más allá de la “cuestión”, esta es la etimología, está la necesidad, la experiencia de Dios. La actitud de quien reza, sea hombre o mujer, es la de quien está en presencia de Aquel que da sentido profundo a su ser en el mundo. Lo encuentra y lo reconoce en las criaturas y en la creación hasta el punto de considerarlas, cada una a su manera, como respuesta a su necesidad. De ahí la idolatría... Y cómo en el fluir de la historia - y de las culturas que la han habitado - no fueron las mujeres, sino los hombres quienes marcaron la diferencia. Estos últimos, sobre todo, han modulado y regulado esta necesidad innata. Tanto es así que las mujeres casi nunca han sido objeto oficial de oración, más bien relegadas a formas que expresan culturalmente su inquietud. Pienso en los cultos dionisíacos o en las mujeres poseídas. Pienso en el culto a la Gran Madre, la sublimación de las expectativas culturales femeninas: la maternidad.
En definitiva, en mi opinión, y creo que me dan la razón la historia y su lectura desde una perspectiva antropológico-cultural, si la oración de las mujeres es diferente y, sobre todo, guetizada, se lo debemos a la impronta que le ha dado el varón al reservarse el derecho a ser mediador entre la Divinidad y el grupo humano. ¿Ocurre lo mismo en la tradición judeocristiana? En gran medida sí, pero en la rigurosa distribución de funciones, incluida la cultual, a veces algo se escapa. Y no se trata de permitir que las mujeres salgan de la esclavitud reconociendo su libertad porque están poseídas. Se trata más bien de reconocer que las mujeres (y los niñas) son miembros plenos del pueblo de Dios y, por tanto, sujetos de oración en todas sus formas.
No es casualidad que el canto-oración de las mujeres irrumpa en momentos específicos de la historia de Israel. Pensemos en los caminos que marcan el Canto del Mar que sella la acción poderosa de Dios que liberó a Israel de Egipto. Pensemos en el canto de Débora o Judit, mujeres fuertes y autoritarias, capaces de marcar un punto de inflexión en la historia de su pueblo. Y una oración de tipo sálmico, es decir de tipo comunitario cultual, es la de Ana, agradecida a Dios por el don de su hijo Samuel. Muchas de sus súplicas se encuentran en el Magnificat, el himno de alabanza a María de Nazaret, que también resulta singular en labios de una mujer. Estos ejemplos responden a una forma concreta de rezar: la alabanza. Y realmente en la historia de la salvación, en esta tipología de oración, dominan las mujeres.
Me gustaría señalar que los cristianos hablamos tradicionalmente de diferentes formas de oración. Hay un recogimiento para dialogar con Dios que se realiza en el silencio interior. Y esto mismo se puede confiar a fórmulas ya preparadas con las que encontrarse en su Presencia y vaciarse para escuchar su voz. Esta experiencia, diferente y siempre singular, en realidad nunca concierne solo al individuo, porque el creyente se sitúa en el cuerpo vivo de quien comparte su fe.
Las religiones abrahámicas exaltan de un modo u otro esta pertenencia común que puede convertirse en un escudo identitario hostil hacia los demás, pero sobre todo habla de una fe ligada a un encuentro y a una vocación. Y es esta llamada y este encuentro lo que la liturgia cristiana actualiza en el encuentro de todos, hombres y mujeres, en una celebración comunitaria fecundada, en el Espíritu, por la escucha de la Palabra de Dios y por el compartir la Carne y la Sangre del Hijo. En la celebración de la Eucaristía no hay diferencia entre los miembros. No en el sentido original de reunión y participación. Si hay una diferencia es en relación con las funciones, aunque -no lo olvidemos- la liturgia es, según la etimología, una acción del pueblo.
Esta carga y fuerza originales, que llevaron a la comunidad cristiana a recordar la entrega del Señor por ella, pronto experimentó una total disparidad de género en cuanto a las funciones distribuidas en la asamblea. Y es aquí - desde el punto de vista de la comunidad cristiana - cuando la oración de las mujeres se diferencia de la de los hombres. Podríamos decir de forma más general que la oración de los bautizados y bautizadas se ha vuelto diferente de la de los ministros ordenados, todos varones.
La pérdida de conciencia del misterio celebrado, su sacralización, ha llevado a las mujeres a buscar sus propios espacios y lugares. En la mayoría de los casos el encuentro con Dios se produce en las formas elementales de la oración vocal y, teniendo las herramientas, en la meditación y en las múltiples formas de la experiencia mística. Muchas mujeres han alcanzado altos niveles en este campo y sus escritos siguen siendo hitos en la espiritualidad cristiana. Sin embargo, no se puede decir que a las mujeres, con excepción de las monjas, se les ofrecieran las herramientas necesarias. La oración cristiana se nutre ante todo de la Palabra de Dios, porque es a través de ella como la oración misma realiza su condición de don, alianza y comunión (cf. Catecismo de la Iglesia católica 2559-2565).
Teresa de Ávila lamentaba la falta de este alimento vital y Teresa de Lisieux, siglos después, no tenía una Escritura a la que recurrir. Esta última declaró su intolerancia hacia la oración puramente vocal, aunque fuera oración comunitaria. Las monjas de tradición benedictina tuvieron el privilegio de acceder a la santificación del tiempo a través de lo que hoy es para nosotros la Liturgia de las Horas. Esto marcó una diferencia en la calidad de su oración comunitaria y personal. Les permitió saber leer y escribir, condición sine qua non para la oración coral, modulada principalmente en la recitación de los salmos.
Y, pese a ello, en general, a las mujeres se les ha impedido intervenir en la elaboración de la oración litúrgica. Digamos que la sufrieron adaptándose al esquema desarrollado por los hombres. Hay muy pocas excepciones. Por ejemplo, a la monja Casia le debemos un himno que todavía se canta en la Iglesia bizantina el Miércoles Santo; sabemos que Hildegarda de Bingen escribió el Oficio para su monasterio, incluida la música. Y también fue importante el apoyo brindado a quienes, varones, por sus talentos y condición, podían dar rienda suelta a su talento creativo. Pienso en el Pange Lingua escrito por Venanzio Fortunato para Santa Radegonda, a cuyo monasterio llegó como regalo una reliquia del madero de la Cruz... Todavía cantamos este himno el Viernes Santo.
Ignoramos muchas cosas. Y esto también se aplica a los tiempos más cercanos a nosotros. Pocos conocen la contribución de algunas mujeres a la traducción de los textos litúrgicos reformados tras el Vaticano II. Lo mismo ocurre con la Bendición o con las oraciones de los fieles elaboradas, ex novo, en ese contexto. Por ejemplo, una mujer fue la responsable del elegante latín de “la Oración de Bendición de la Iglesia” en el renovado rito del mismo nombre.
Sin embargo, cuando hablamos de reforma nos referimos a décadas que ya pasaron. La aceleración cultural hace que lo que fueron conquistas parezcan hechos prehistóricos. Hoy las mujeres sufren una verdadera marginación litúrgica. Además, no se encuentran plenamente en los ritos ni en el lenguaje que los sustenta. Si es cierto que la liturgia es gratuidad y juego, no se puede decir que en ella las mujeres experimenten ni lo uno ni lo otro. Lo que falta es esa implicación total, esa asunción plena de ritos y símbolos, la alegría y la gratuidad que debería sustentarlos. No basta decir: “hermanos y hermanas”. No es suficiente para nosotras, si es que alguna vez lo fue. La liturgia debe dejar espacio a nuestro cuerpo, a nuestra carne. Y ni los gestos ni las palabras pueden seguir ofendiéndola, como todavía ocurre hoy ante la persistencia del lenguaje y la expresividad patriarcal y sexista.
Para desarrollar esta conciencia, las mujeres ahora están produciendo liturgias alternativas, muchas de las cuales ahora podemos seguir online. Y no se trata de actos de rebelión, sino espacios a medida en los que ni se ofende ni se niega su peculiaridad. Por otro lado, en los primeros tiempos de la comunidad cristiana, ¿no abrían sus casas para acoger a la comunidad? ¿No presidían ellas los encuentros haciendo evidente su autoridad y su esfuerzo constructivo y a la vez acogedor? ¿No ejercitaban el carisma de profecía, alabanza, lenguas, consuelo o discernimiento? ¿Y toda esta riqueza no se expresaba ante todo en el encuentro comunitario para la Cena del Señor?
Si el pecado del sexismo se ha insinuado incluso en las Escrituras, espejo de esa “divina condescendencia” (cf. Dei Verbum 13) que siempre ha caracterizado la Palabra de Dios, ¿no nos corresponde hoy poner en marcha aquellas medidas correctoras que devuelvan a hombres y mujeres el gusto alegre y lúdico de reunirse para alabar a Dios?
Alrededor del año 2000, sin presunciones feministas militantes, elaboré una Liturgia de la Palabra recopilando las voces orantes de las mujeres, tal y como las Escrituras nos las transmitían. La hermana Agar puso música a la letra. Nos reunimos. Leíamos el pasaje de las Escrituras que introducía el cántico. Cantábamos con los gestos e instrumentos recogidos en el texto sagrado. Después de un breve silencio, surgía una oración expresiva que actualizaba la lectura y el canto. Cantábamos por último el Magnificat. La persona que presidía, evidentemente una mujer, cerraba con un acto de alabanza, bendiciendo a Dios y a los presentes, hombres y mujeres.
La hicimos en la Pontificia Facultad de Teología Marianum. Y sé que se ha celebrado en otros lugares. Por distintas razones nunca se ha hecho pública y hasta el día de hoy lo lamento. No me sorprende. Ninguna de las numerosas experiencias litúrgicas de los grupos feministas pretende ser revolucionarias, dañinas u ofensivas para nadie. Solo pretenden encaminarse hacia la implicación plena, la participación corporal y gestual. Por otra parte, cosas presentes también en otros grupos o en otras realidades atentas a la identidad y a las cuestiones de los sujetos, hombres y mujeres, y de las Iglesias en las que viven.
El innegable malestar de las mujeres favorece la búsqueda de métodos alternativos y, por tanto, también repercute en nuestras cansadas y monótonas celebraciones. Y nos alerta sobre la urgencia de ponerse manos a la obra con las cuestión litúrgica. Sobre cómo construimos iglesias para Dios, pero sobre todo para nosotros, es decir, para experimentar la alegría del encuentro unos con otros y con Dios. De la misma manera la liturgia es para nosotros antes que para Dios. Gratuita y alegremente nos colocamos ante los demás y en su presencia, respondiendo a su don. La gratuidad y el don constituyen el sello de nuestras comunidades y de la oración. Las mujeres tienen la tarea de impulsar a las comunidades para que redescubran lo que las hace existir: la Palabra de Dios acogida y celebrada, vivida y testimoniada. Palabra cuya respuesta es la oración, el diálogo con Dios, pero nunca sin los demás.
de Cettina Militello
Teóloga, vicepresidenta de la Fundación Accademia Via Pulchritudinis ETS.