“Gracias en nombre de quien llora y de quien muere por la locura de la guerra. Gracias, sobre todo, en nombre de quienes han perdido a sus niños o los han visto quedar horriblemente mutilados. ¡Ayudadnos a ayudarles!” Así escribían el cardenal Claudio Gugerotti y el padre Michel Jalakh -de la orden Antoniana Maronita, recién nombrado arzobispo-, respectivamente prefecto y secretario del Dicasterio para las Iglesias Orientales, en la carta enviada a los obispos de todo el mundo con motivo de la colecta anual del Viernes Santo por Tierra Santa. Publicamos, a continuación, el texto.
Querido hermano en el episcopado:
“Y ahora nuestros pies se detienen a tus puertas, Jerusalén”. ¡Cómo hubiéramos querido que las palabras del salmo 122 fuesen la descripción de lo que ocurre hoy día! Y, en cambio, son tantos los peregrinos que quedan lejos de la ciudad de sus sueños, mientras los habitantes de la Tierra Santa continúan sufriendo y muriendo. En todo el mundo resuena el estruendo de las armas portadoras de muerte. Y no se ve tregua, aun cuando Dios nos ha asegurado que “han sido echados al fuego y devorados por las llamas las botas jactanciosas del guerrero y el manto manchado en sangre”. Esta es la profecía de Isaías (9,5). Hemos visto y vemos hombres en armas derramando sangre y matando la misma vida. Y, sin embargo, en el siguiente versículo Isaías anunciaba que “nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo [...] el Príncipe de la paz”. Para nosotros cristianos, ese niño es Jesús, el Cristo, el Dios hecho hombre, el Dios con nosotros.
El Papa Francisco nunca ha cesado de manifestar su propia cercanía a todos aquellos que se han visto implicados en el conflicto de Tierra Santa, ni ha cesado nunca de gritar a los hombres y mujeres de buena voluntad su exhortación a que se obre por la paz y se respete la sacralidad de cada una de las personas humanas. También se ha expresado así recientemente: “Estoy cerca de todos los que sufren, palestinos e israelíes. Los abrazo en este momento oscuro. Y rezo tanto por ellos. ¡Deténganse las armas –no traerán nunca la paz–, y no se extienda el conflicto! ¡Basta! ¡Basta, hermanos, basta!” (Ángelus, 12 de noviembre de 2023).
La peregrinación a Jerusalén cuenta con una historia antigua cuanto lo es el cristianismo, y no solo para los católicos. Esto se hace hoy posible gracias a la obra generosa de los franciscanos de la Custodia de la Tierra Santa y de las Iglesias Orientales allí presentes. Ellos mantienen y animan los santuarios, signos de la memoria de los pasos y de las acciones de Jesús, testigos materiales de un Dios que asumió la materia para salvarnos a nosotros, barro animado por el soplo del Espíritu. Por el trabajo fiel de ellos en aquellos lugares se continúa rezando incesantemente por el mundo entero.
Desde sus orígenes la Iglesia ha cultivado ininterrumpidamente y con pasión la solidaridad con la Iglesia de Jerusalén. En las épocas tardomedieval y moderna los Sumos Pontífices intervinieron en diversas ocasiones para promover y reglamentar la colecta en favor de los Santos Lugares. La última reforma la realizó el santo Papa Pablo VI con la Exhortación apostólica Nobis in animo. También el Papa Francisco con frecuencia ha subrayado la importancia de este gesto eclesial.
Queridos hermanos y hermanas, no se trata de una pía tradición para pocos. En todo lugar en la Iglesia católica se convierte en una obligación para los fieles el ofrecer su ayuda en la así llamada Colecta Pontificia para la Tierra Santa, que se recoge el Viernes Santo o, para algunas áreas, en otro día del año. La haremos también este año, esperando en una particular generosidad por vuestra parte.
Y, ¿sabéis por qué? Porque, aparte de la custodia de los Santos Lugares que han visto a Jesús, están –todavía vivos y operantes, aun entre mil tragedias y dificultades, con frecuencia causadas por el egoísmo de los grandes de la tierra– los cristianos de la Tierra Santa. Muchos en la historia han muerto mártires por no ver cortadas las raíces de su antiquísima cristiandad. Sus Iglesias son parte integrante de la historia y de la cultura de Oriente.
Sin embargo, hoy muchos ya no consiguen resistir y abandonan los lugares donde sus padres y sus madres han rezado y han testimoniado el Evangelio. Dejan todo y huyen, porque no ven esperanza. Y lobos rapaces se dividen sus despojos.
Los cristianos de Irak, Siria, el Líbano, y de tantas otras tierras, se dirigen a nosotros y nos piden: “¡Ayudadnos a difundir todavía en Oriente el buen olor de Cristo!” (cfr. 2 Cor 2,15).
Yo me dirijo a vosotros para que su grito no quede desoído y el Santo Padre pueda sostener a las Iglesias locales para que encuentren con su ayuda nuevas vías, lugares donde habitar, puestos de trabajo, de formación escolar y profesional, para que permanezcan allí y no se pierdan en el desconocido mundo de Occidente, tan diverso de su modo de ser y en su modo de testimoniar la fe. Si se tuviesen que ir, si tuviesen que dejar en Jerusalén y en Palestina sus pequeños comercios, destinados a los peregrinos, que ya no van allí, el Oriente perdería parte de su alma, quizá para siempre.
¡Haced que sientan el corazón solidario de la Iglesia!
A las Iglesias locales, a los franciscanos, a los tantos voluntarios de la caridad, verdaderos hijos de la paz, testigos del Príncipe de la paz, expreso el agradecimiento del Papa Francisco, como también a todos vosotros por la oración y la contribución a favor de la Tierra Santa y de todos aquellos que la habitan.
El Señor os bendiga y os recompense. Gracias también a cada uno de los Obispos que se empeñarán de corazón en esta santa iniciativa.
Gracias en nombre de quien llora y de quien muere por la locura de la guerra. Gracias, sobre todo, en nombre de quienes han perdido a sus niños o los han visto quedar horriblemente mutilados. ¡Ayudadnos a ayudarles!
El Señor os bendiga con una amplia bendición y consolación.
Miércoles de Ceniza 2024