“En estos tiempos dramáticos nuestros en los que a menudo nos encontramos con lo peor de lo humano” es necesario redescubrir "la capacidad de elegir el bien". Lo dijo el Papa Francisco en la audiencia general del miércoles 13 de marzo en la Plaza de San Pedro. Tras haber concluido la semana pasada la serie de reflexiones sobre los vicios, el Pontífice inició las dedicadas a las virtudes. He aquí el texto de su catequesis, que fue leído por un colaborador.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Después de haber concluido nuestra visión general de la serie sobre los vicios, ha llegado el momento de volver la mirada a la imagen especular que se opone a la experiencia del mal. El corazón humano puede complacerse en malas pasiones, puede prestar atención a tentaciones nocivas disfrazadas con vestidos seductores, pero también puede oponerse a todo esto. Por fatigoso que sea, el ser humano está hecho para el bien, que le realiza verdaderamente, y también puede practicar este arte, haciendo que ciertas disposiciones se hagan permanentes en él. La reflexión sobre esta maravillosa posibilidad nuestra constituye un capítulo clásico de la filosofía moral: el capítulo de las virtudes.
Los filósofos romanos la llamaban virtus, los griegos aretè. El término latino subraya sobre todo que la persona virtuosa es fuerte, valiente, capaz de disciplina y ascetismo; por tanto, el ejercicio de la virtud es fruto de una larga germinación que requiere esfuerzo e incluso sufrimiento. La palabra griega aretè, indica algo que sobresale, algo que resalta, que suscita admiración. La persona virtuosa es, entonces, la que no se desnaturaliza deformándose, sino que es fiel a su vocación, realiza plenamente su ser.
Nos equivocaríamos si pensáramos que los santos son excepciones de la humanidad: una suerte de estrecho círculo de campeones que viven más allá de los límites de nuestra especie. Los santos, en esta perspectiva que acabamos de introducir sobre las virtudes, son, en cambio, aquellos que llegan a ser plenamente ellos mismos, que realizan la vocación propia de todo ser humano. ¡Qué feliz sería el mundo si la justicia, el respeto, la benevolencia mutua, la amplitud del corazón y la esperanza fueran la normalidad compartida, y no una rara anomalía! Por eso el capítulo del actuar virtuoso, en estos tiempos dramáticos nuestros, en los que a menudo nos encontramos con lo peor de lo humano, debería ser redescubierto y practicado por todos. En un mundo deformado, debemos recordar la forma en la que hemos sido plasmados, la imagen de Dios que está impresa para siempre en nosotros.
Pero, ¿cómo definir el concepto de virtud? El Catecismo de la Iglesia Católica nos ofrece una definición precisa y concisa: "La virtud es una disposición habitual y firme a hacer el bien" (n. 1803). No es, por tanto, un bien improvisado y algo casual que cae del cielo de forma episódica. La historia nos dice que incluso los criminales, en un momento de lucidez, han realizado buenas acciones; ciertamente estas acciones están escritas en el "libro de Dios", pero la virtud es otra cosa. Es un bien que nace de una lenta maduración de la persona, hasta convertirse en una característica interior suya. La virtud es un hábitus de la libertad. Si somos libres en cada acto, y cada vez estamos llamados a elegir entre el bien y el mal, la virtud es lo que nos permite tener un hábito hacia la elección correcta.
Si la virtud es un don tan hermoso, inmediatamente surge una pregunta: ¿cómo es posible adquirirla? La respuesta a esta pregunta no es sencilla, sino compleja.
Para el cristiano, el primer auxilio es la gracia de Dios. De hecho, el Espíritu Santo actúa en nosotros, quienes hemos sido bautizados, obrando en nuestra alma para conducirla a una vida virtuosa. ¡Cuántos cristianos han llegado a la santidad a través de las lágrimas, al constatar que no podían superar ciertas debilidades! Pero han experimentado que Dios ha completado esa obra buena que para ellos era sólo un esbozo. La gracia precede siempre a nuestro compromiso moral.
Además, no debemos olvidar nunca la riquísima lección que nos ha llegado de la sabiduría de los antiguos, que nos dice que la virtud crece y puede ser cultivada. Y para que esto ocurra, el primer don del Espíritu que hay que pedir es precisamente la sabiduría. El ser humano no es territorio libre para la conquista de los placeres, de las emociones, de los instintos, de las pasiones, sin que pueda hacer nada contra esas fuerzas a veces caóticas que lo habitan. Un don inestimable que poseemos es la apertura mental, es la sabiduría que sabe aprender de los errores para dirigir bien la vida. Luego se necesita la buena voluntad: la capacidad de elegir el bien, de plasmarnos mediante el ejercicio ascético, rehuyendo los excesos.
Queridos hermanos y hermanas, comencemos así nuestro viaje a través de las virtudes, en este universo sereno que resulta desafiante, pero que es decisivo para nuestra felicidad.
"Pidamos al Señor que nos dé la gracia de superar esta locura de la guerra, que es siempre una derrota". En el undécimo aniversario de su elección al pontificado, el Papa Francisco ha vuelto a lanzar su sentido grito de dolor ante una humanidad desgarrada por los conflictos e incapaz de recorrer con decisión el camino de la reconciliación y la paz. Durante la audiencia general celebrada en la Plaza de San Pedro, rodeado del abrazo de numerosos grupos de fieles y peregrinos, el Pontífice invitó a perseverar "en la oración ferviente por quienes sufren las terribles consecuencias de la guerra". Y, con voz emocionada, habló de los "muchos jóvenes" que "van a morir" en los territorios teatro de combates, recordando en particular a "un joven soldado muerto en el frente", del que poco antes le habían llevado las cuentas del rosario y el Evangelio con el que había rezado.
El Santo Padre saluda cordialmente a los peregrinos de lengua española. Pidamos al Espíritu Santo el don de sabiduría para que nos ayude a tomar decisiones y a ejercitar las virtudes, orientando nuestra vida por el camino del bien. Que Jesús los bendiga y la Virgen Santa los cuide. Muchas gracias.