· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

Miradas distintas
La Magdalena en el sepulcro vista por un escritor

María, el sentido de una fe

 Maria, il senso di una fede   DCM-003
02 marzo 2024

Pedro es el último en llegar al sepulcro. Así lo cuenta Juan: “Los dos corrían juntos, pero el otro discípulo corría más que Pedro; se adelantó y llegó primero al sepulcro”. Juan ve las vendas, pero no entra. En cambio, Pedro sí lo hace y ve el sudario doblado en un rincón. La resurrección de entre los muertos ya ha sucedido, la resurrección no es en el presente. Los cuatro evangelios no lo describen como algo que sucederá, sino como algo que ha sucedido. Ninguna mirada humana participa. Se quita la piedra, todo –de nuevo– se ha cumplido. Necesitamos creer sin haber visto, necesitamos simplemente creer, sin más pruebas que esa piedra corrida, el sudario doblado o las vendas quitadas.

En el Evangelio de Mateo, el ángel del Señor invita a las mujeres a no tener miedo. Su luz deslumbra a todos.

Mateo habla de que estaban “llenas de miedo y alegría”.

Marco señala que “estaban temblando y fuera de sí”.

Las mujeres salieron huyendo “y no dijeron nada a nadie del miedo que tenían”.

Lucas las define como “desconcertadas”.

Jesús no se aparece inmediatamente a los discípulos, se hace esperar. Solo en el Evangelio de Juan se manifiesta inmediatamente ante los ojos de María Magdalena. Mientras los demás regresan a casa, ella sigue llorando. Dos ángeles le preguntan el motivo de su llanto: “Se han llevado a mi Señor”, responde ella. Entonces aparece Jesús, pero ella no lo reconoce. El evangelista dice: “no sabía que era Jesús”. Sin embargo, Jesús resucitado tiene la misma apariencia que su existencia terrena. ¿Por qué Magdalena no lo reconoce?

Aquí es notable la sutileza psicológica de la historia del Evangelio. Juan nos pone ante los límites de nuestro propio pensamiento, de nuestra capacidad de pensar. No solo nuestras capacidades perceptivas tienen un límite: aquí está en juego lo impensable. Porque ha sucedido lo impensable: el hombre que María conocía y amaba murió. Él reaparece ante ella con sus propios rasgos, pero tal es la dificultad de concebir que sea Él, que siga siendo Él, que ello impide a María reconocerlo.

Este episodio trae consigo un detalle de extraordinaria intensidad y belleza. Jesús repite a María las mismas preguntas que le habían hecho los dos ángeles: “¿Por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. La mujer piensa que el hombre es el hortelano del jardín y, por eso, a menudo aparece así retratado en representaciones pictóricas. La mujer responde: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Algo nos recuerda a Antígona y su obstinación fraternal en dar a los muertos un entierro digno. Lo eternamente humano es la voluntad, la necesidad de seguir sintiéndonos cerca de los que ya no están, de sus restos. Pienso en los gestos que vemos en los tanatorios como las caricias, los llantos, la inmovilidad del difunto al que se acaricia o se besa. Pienso en la desesperada obstinación de quienes luchan durante meses, años, por recuperar el cuerpo de un familiar desaparecido.

Jesús la llama por su nombre. Dice solo: “¡María!”

Ella lo reconoce al final, lo llama maestro, se tira a sus pies y lo quiere abrazar.

Y se reconocen mutualmente. No por la mirada, sino por la voz. La voz que nos hace únicos. Esa voz precisa e inconfundible. Para cada ser humano hay una voz diferente. Hay voces parecidas, no hay voces iguales. La voz como lo más íntimo que tenemos. La voz con la que pronunciamos los nombres de las personas que amamos. Te reconozco por la forma en que me llamas, por la forma en que –solo tú– dices: María, recuerdo cómo me llamaste, siempre lo recordaré. “Cuando te hablo, te toco, y tú me tocas cuando te escucho, desde cualquier distancia, incluso por teléfono, a través del recuerdo de una inflexión de la voz por teléfono, y por carta también, o por correo electrónico” (Jacques Derrida, Touch, Jean-Luc Nancy).

Al final de su vida, Italo Calvino estaba trabajando en una colección de cuentos sobre los cinco sentidos. No pudo completarlo antes de morir. Queda, entre otras, una historia sobre el oído - Un rey en escucha - en la que un soberano obsesionado por los sonidos, los ruidos en las habitaciones del palacio, en las calles de la ciudad, oye de repente una voz de mujer que canta en la oscuridad. “Esa voz proviene de una persona única e irrepetible como cualquier persona, pero una voz no es una persona, es algo suspendido en el aire, desprendido de la solidez de las cosas. Incluso la voz es única e irrepetible”.

Antonio Tabucchi, en un pequeño libro de reflexión sobre sus propios libros (Autobiografie altrui. Poetiche a posteriori, Feltrinelli, 2003), cuenta una historia personal. Se trata de la muerte de su padre por cáncer de laringe. La primera operación había ido bien, “al menos técnicamente” y el padre de Tabucchi reanudó su vida, pero la cirugía había dejado una huella irreversible porque al haberle extirpado la laringe, el hombre se quedó sin hablar. Padre e hijo se comunicaban con gestos, miradas o escribía en una pizarra. Involuntariamente, su hijo también empezó a hacerlo: “Quizás tenía miedo, al usar mi voz, de subrayar su mutilación”.

Así, recordando aquel tiempo de sufrimiento, Tabucchi razona en torno al tema de la voz humana. Es curioso, observa, que la palabra “evocar” –ex vocare, llamar– tenga que ver con la voz. En el mito, Orfeo “evoca” a los muertos con su canto, los llama, abre un diálogo con las sombras a través de su voz. Habla con los muertos que todavía pueden hablar. Tabucchi escribe: “Si para recordar una imagen perteneciente a nuestra vida pasada es necesario “cerrar los ojos”, para escuchar la voz de mi padre me bastaba con “abrir los oídos” y escuchar. Y la voz me llegaba con su tono y timbres únicos. La imagen de mi padre pasaba a través de su voz, por ello, para evocar su figura necesitaba su voz”.

María abre los oídos. Los ojos no importan, el ver no importa. Oye pronunciar su nombre y esa voz la conmueve. Es para ella el mayor indicio de una vida que la ha tocado, una vida que le gustaría volver a tocar. El primer instinto al escuchar una voz conocida o desconocida en una habitación cercana, es buscar su fuente y acercarse. Lo mismo ocurre con los muertos. Nos pasa que los escuchamos como una chispa de su léxico privado. A veces en el aire vibra todavía su música.

¿Y después?

​“Noli me tangere”. Es una frase inesperada, parece casi brusca, como otras frases que Jesús pronuncia en su vida pública. ¿Por qué dice eso? ¿Por qué le dice a María “no me toques”? Una de las reflexiones más bellas sobre el tema pertenece al filósofo francés, Jean-Luc Nancy (Noli me tangere, 2003). Con su mirada laica, Nancy se adentra en este episodio recogido solo por el Evangelio de Juan. Y se pregunta los motivos de las raras representaciones pictóricas. Examina alguna. En la de Pontormo, Jesús sostiene la guadaña en una mano y con la otra aleja a María, quien inclina su cuerpo hacia Él para retenerlo. La versión de un pintor español del siglo XVII, Alonso Cano, es más íntima: María sostiene a Jesús por su manto y Él pone la mano en su frente.

En las Escrituras este gesto no aparece, pero podemos imaginarlo.

Tienes que irte, sí, pero déjame sentir el calor de tu mano por última vez. Nancy está convencida de que “Noli me tangere” contiene la verdad de la resurrección. El cuerpo resucitado se levanta, se va, no está disponible para tocarlo. Sostiene Nancy que es como si Jesús dijera: “Ya me estoy yendo, yo no soy sino en este partir”. Se aleja hacia el Padre, se aleja, pide un acto de amor que no sea posesión, un gesto de amor que no lo detenga. Noli: no quiero, no se te ocurra tocarme. Así lo imagina Nancy: “No tienes nada, no puedes tener ni retener nada. Esto es saber amar. Ama lo que huye, ama al que se va. Ama que se vaya”. La verdad no se puede retener. Necesitamos creer en una partida, en una ausencia. “Permaneced fieles a mi partida”.

Este es el significado de toda lealtad. Te soy fiel incluso en tu ausencia. Soy fiel a tu ausencia. Este es el sentido de una fe. Saber que no puedes tocar (más). Aceptar creer en la ausencia. “No me retengas, porque todavía no he subido al Padre”. Porque todavía no soy. Hay un breve y definitivo espacio entre la muerte y su redención, dura el tiempo de las lágrimas y del calor residual, el arco que separa el “ya no” y un posible “siempre”.

María acepta, elige amar esa partida. Tomás, no: “Si no veo en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en el agujero de los clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo” (Juan, 20, 25). Jesús, apareciéndose al apóstol, se deja tocar, le pide que ya no sea incrédulo, sino creyente. Y añade: “Bienaventurados los que crean sin haber visto”.

de Paolo di Paolo
Escritor y dramaturgo, su último libro es «Romanzo senza umani», Feltrinelli