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Para la reflexión
La relación entre autoridad, poder y cuidado según un teólogo de Münster

Los caminos en Alemania

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02 marzo 2024

Autoridad, poder, cuidado. Juntando estas tres palabras en un mismo pentagrama se obtendría una partitura musical capaz de marcar el avance de la historia, de las instituciones y de las personas, dentro y fuera de la Iglesia. Sobre todo, entenderíamos algo más sobre las relaciones entre los universos masculino y femenino, las tensiones que los caracterizan y el deseo de encontrar un nuevo equilibrio que devuelva la dignidad a todos y, especialmente, a las mujeres. Mirando más de cerca la vida de la Iglesia, comprendemos cada vez mejor que las cadencias y los tonos de esta singular combinación de conceptos se han expresado de distintas maneras y han dado lugar a modelos muy diferentes entre sí. Han planteado preguntas que conducen a cuestiones fundamentales sobre la comprensión de la Iglesia presente o sobre los sueños de la Iglesia se desea fomentar y poner en práctica.

No es casualidad que la conexión de estos tres puntos vitales haya actuado como sustrato en la articulación de reflexiones, discusiones y decisiones del reciente “Camino sinodal” (Synodaler Weg) de la Iglesia católica en Alemania. En estos años, desde el anuncio en 2019 hasta la quinta y última asamblea general en marzo de 2023, el camino sinodal se ha querido presentar como un poderoso esfuerzo de renovación en y de la Iglesia, reconectando, en medio de no pocas tensiones, los distintos sectores de la comunidad eclesial para reflexionar sobre su propia identidad y destino.

Articulado en torno a cuatro puntos gravitacionales -definidos como Forum-, el camino sinodal ha albergado reflexiones diagnósticas y análisis desde los que despertar la conciencia de los límites sedimentados a lo largo de la historia y de las sanas urgencias de reforma para dar un nuevo rostro a la vida eclesial. Las cuestiones de poder, definición del estado clerical, condición de la mujer y formas de vida exitosa en las relaciones afectivas han generado un potencial para una reflexión sistemática sobre la identidad de la Iglesia y su capacidad para recoger y transmitir el mensaje de salvación a las mujeres y a los hombres de hoy. En otras palabras, hacer de la Iglesia un hogar habitable y acogedor para todos.

Sin comenzar a trabajar sobre la idea de autoridad, sin repensar seriamente la conciencia de su génesis y sin examinar críticamente la modalidad de su ejercicio, nunca se podrá emprender un camino de renovación. Esto vale para la Iglesia quizás incluso más que en la sociedad civil. La referencia fundacional a la vida de Jesús interpela a la Iglesia y la pone frente a la superación de esa tentación de reproducir imágenes y modelos de autoridad según la lógica de la dominación, propia de los poderosos del mundo y de los soberanos de los pueblos. Rastrear estas lógicas y cubrirlas con un barniz sacralizante ha sido probablemente el peor de los pecados de los eclesiásticos. El poder, y su ejercicio muchas veces autoritario, han acabado siendo la jaula en la que se encerraba la energía de la autoridad expresada por la vida, las obras y las palabras de Jesús. La suya era otra autoridad: la que partía de la verdad de las palabras y se cumplía en la caricia de las obras de cercanía a los demás.

Los términos que nos llegan de los textos evangélicos representan a un Jesús revestido de autoridad, de exousia, es decir, una capacidad y una energía volcadas en hablar con la verdad para enseñar el amor, para romper la lógica de la ley que quiere imponer y conducir a la libertad del alma, para sentirse más cerca del mundo. En esta exousia agápica, es decir, en la autoridad de la proximidad al otro y a sus necesidades, encontramos el camino de conjunción entre la autoridad en el decir y la autoridad en el hacer. Los milagros de curación expresan esta continuidad de estar cerca de la fragilidad del ser humano herido y de extender la mano que salva y no impone.

De esta autoridad ha querido su fundador revestir a su Iglesia haciendo pasar su autoridad a través de aquellos que, hombres y mujeres, creen en su nombre y actúan según su designio. Solo la distorsión por contaminación con la lógica del dominio ha hecho que se pierda la frescura original del momento fundacional que también ha acabado por vaciarse de su sentido normativo para medir la autenticidad de las imágenes de la Iglesia. En la brecha que se ha desarrollado a lo largo de la historia, otro efecto se ha afianzado de manera vigorosa y embarazosa: la masculinización de los retratos de autoridad en la Iglesia, con un énfasis que no era ni es solo de naturaleza superficial, sino que está revestido de ineludibilidad casi definitiva. Jesús, en su masculinidad desnuda y no en su representación de la persona divina del Dios-Trinidad, se ha usado como fundamento de la legitimación de la autoridad para que esta sea ejercida únicamente por varones. La autoridad se ha desplazado hacia el poder y este ha sido reconocido como prerrogativa de los varones, nutriéndose de similitudes con el poder ejercido en las instituciones seculares y civiles.

Si hay un camino a seguir - y el Synodaler Weg de la Iglesia católica alemana lo ha sostenido de manera incisiva en beneficio y como advertencia para toda la Iglesia - este pasa por dos cambio de tendencia. En primer lugar, es necesario redistribuir las formas de autoridad en la Iglesia entre una amplia gama de representaciones de género no excluyentes pero inclusivas. No basta con admitir a las mujeres de forma concreta y periférica en tareas asignadas por los hombres a través de canales jerárquicos, sino que es necesario reinventar el mapa de responsabilidades que deben asumir todos en favor del cuerpo eclesial en su conjunto.

Es necesario liberar espacios que están sobreocupados por hombres considerados en sí mismos más aptos y mejor legitimados, únicamente porque la mezcla de la sacralización de roles y funciones de liderazgo ha actuado indebidamente como un bloqueo. Por tanto, se trata ante todo de redefinir el tema de la autoridad en la Iglesia.

En segundo lugar, se debe reconocer la importancia de un cambio de estilo en el ejercicio de la autoridad compartida, sobre la base de la inclusión. Aquí hablamos de la categoría de cuidado como recurso heurístico para comprender el por qué y el cómo en el ejercicio de la autoridad, algo que concierne a todos, hombres y mujeres. El sexo no puede servir de pretexto para diferenciar este ejercicio. El paso de la categoría de poder/dominación a la categoría de cuidado/dedicación debe cambiar la gramática de la autoridad, inspirar la arquitectura de las funciones de liderazgo, repensar el equilibrio entre espacios de libertad para cada individuo y formas de necesidad por el vista del bien común.

Los hombres o mujeres que ejercen autoridad, también en la Iglesia, deben aprender el arte y la sabiduría de prestar atención a los procesos de crecimiento en responsabilidad, libertad y humanidad de aquellos para quienes desempeñan funciones de liderazgo. La tarea -no el derecho- del ejercicio de la autoridad se autentifica según el criterio de autoridad, es decir, la capacidad de cuidar del bien del otro en el horizonte de un bien común. Solo esto salva a la autoridad de una degradación hacia el autoritarismo, un fenómeno al que la Iglesia no es ajeno. Sin embargo, no faltan ejemplos de quienes supieron hacerlo bien a su manera. José de Nazaret es sin duda uno de ellos. Su autoridad paterna, libre de toda masculinidad exaltada tóxica, supo acompañar y animar el camino de Jesús quien, modelo de humanidad, “iba creciendo en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres.” (Lc 2,52).

de Antonio Autiero
Profesor emérito de Teología moral en la Universidad de Münster (Alemania)