Para “conjurar la hegemonía tecnocrática” necesitamos “una cultura capaz de reconocer y promover lo humano en su irrepetible especificidad”. Lo dijo el Papa Francisco durante la audiencia -celebrada la mañana del 12 de febrero en la Sala del Consistorio- a los participantes en la asamblea general de la Pontificia Academia para la Vida, cuyos trabajos se desarrollaron hasta el 14 de febrero sobre el tema “Humano. Significados y desafíos”.
¡Ilustres señoras y señores!
Saludo a S.E. Mons. Paglia, su Excelencias, Su Eminencia y al nuevo arzobispo de Santiago de Chile, y les agradezco por su compromiso en el sector de la investigación de las ciencias de la vida, de la salud y del cuidado; un compromiso que la Academia Pontificia para la Vida persigue desde hace treinta años.
La cuestión que abordan en esta Asamblea General es de la máxima importancia: es decir, la de cómo se pueda comprender lo que califica el ser humano. Se trata de una pregunta antigua y siempre nueva, que los sorprendentes recursos, posibles gracias a las nuevas tecnologías, están presentando de forma aún más compleja. La aportación de los estudios siempre nos ha dicho que no es posible estar a priori “a favor” o “en contra” de las máquinas y de las tecnologías, porque esta alternativa, referida a la experiencia humana, no tiene sentido.
E incluso hoy en día, no es plausible recurrir únicamente a la distinción entre procesos naturales y artificiales, considerando los primeros como auténticamente humanos y los segundos como ajenos o incluso contrario a lo humano: esto no está bien. Lo que es necesario hacer, más bien, es inscribir el conocimiento científico y tecnológico en un horizonte de sentido más amplio, conjurando así la hegemonía tecnocrática (cf. Carta encíclica Laudato si’, 108).
Consideremos, por ejemplo, el tentativo de reproducir el ser humano con los medios y la lógica de la técnica. Tal enfoque implica la reducción de lo humano a un agregado de actuaciones reproducibles a partir de un lenguaje digital, que pretende expresar, mediante códigos numéricos, todo tipo de información. La estrecha consonancia con el relato bíblico de la Torre de Babel (cf. Gn 11,1-11) muestra que el deseo de un lenguaje único está inscrito en la historia humana; y la intervención de Dios, que con demasiada precipitación se entiende sólo como un castigo destructor, contiene en cambio una bendición propositiva. En efecto, manifiesta un intento de corregir la deriva hacia un "pensamiento único" a través de la multiplicidad de lenguas. Los seres humanos son así enfrentados a la limitación y a la vulnerabilidad y llamados a respetar la alteridad y a cuidarse mutuamente.
Ciertamente, las crecientes capacidades de la ciencia y la tecnología llevan al ser humano a sentirse protagonista de un acto creador afín al divino, que produce la imagen y la semejanza de la vida humana, incluida la capacidad de lenguaje, con la que parecen estar dotadas las "máquinas parlantes". ¿Estaría entonces en manos del ser humano infundir espíritu a la materia inanimada? La tentación es insidiosa. Se nos pide, pues, que discernamos cómo puede ejercerse responsablemente la creatividad humana confiada a los seres humanos. Se trata de investir los talentos recibidos impidiendo que el ser humano se desfigure y que se anulen las diferencias constitutivas que dan orden al cosmos (cf. Gn 1-3).
La tarea principal se plantea, entonces, en el plano antropológico y exige el desarrollo de una cultura que, integrando los recursos de la ciencia y la técnica, sea capaz de reconocer y promover lo humano en su irrepetible especificidad. Es necesario explorar si esta especificidad no se encuentre incluso en la fase precedente al lenguaje, en la esfera del pathos y de las emociones, del deseo y de la intencionalidad, que sólo un ser humano puede reconocer, apreciar y convertir en sentido relacional a favor de los demás, asistido por la gracia del Creador. Una tarea cultural, pues, porque la cultura modela y dirige las fuerzas espontáneas de la vida y de las prácticas sociales.
Queridos amigos, tan desafiante como es el tema que abordan, son también las dos formas en que pretenden hacerlo. En primer lugar, porque veo en ustedes un esfuerzo para realizar un diálogo efectivo, un intercambio transdisciplinar en esa forma que Veritatis gaudium describe «como ubicación y maduración de todo el saber en el espacio de Luz y de Vida ofrecido por la Sabiduría que brota de la Revelación de Dios» (n. 4c). Aprecio que su reflexión se realice en la lógica de un verdadero «laboratorio cultural providencial, en el que la Iglesia se ejercita en la interpretación de la performance de la realidad que brota del acontecimiento de Jesucristo y que se alimenta de los dones de Sabiduría y de Ciencia, con los que el Espíritu Santo enriquece […] el Pueblo de Dios» (ivi, 3). Por lo tanto, animo esta forma de diálogo, y este diálogo permitirá a cada uno exponer sus consideraciones, interactuando con los demás en un intercambio mutuo. Esta es la vía para ir más allá de la yuxtaposición de los saberes, dando inicio a una reeleboración de los conocimientos, a través de la escucha mutua y la reflexión crítica.
En segundo lugar, en la dinámica de su encuentro se ve un modo de proceder sinodal, acertadamente adaptado para abordar los temas que están en el corazón de la misión de la Academia. Es un estilo de investigación exigente, porque implica atención y libertad de espíritu, apertura a aventurarse por caminos inexplorados y desconocidos, liberándose de todo "indietrismo" estéril. Para quienes están comprometidos con una renovación seria y evangélica del pensamiento, es indispensable cuestionar incluso las opiniones adquiridas y los supuestos que no han sido examinados críticamente.
En esta línea, el cristianismo ha ofrecido siempre importantes aportaciones, tomando de cada cultura en la que se ha insertado las tradiciones de sentido que allí encontraba inscritas: reinterpretándolas a la luz de la relación con el Señor, que se revela en el Evangelio, y sirviéndose de los recursos lingüísticos y conceptuales presentes en los contextos individuales. Se trata de un largo camino de elaboración, que siempre hay que retomar, y que exige un pensamiento capaz de abrazar a varias generaciones: como el de quien planta árboles, cuyos frutos comerán sus hijos, o como el de quien construye catedrales, que terminarán sus nietos.
Es esta actitud abierta y responsable, dócil al Espíritu que, como el viento, "no sabes de dónde viene ni a dónde va" (Jn 3,8), la que quiero invocar al Señor para todos ustedes, deseándoles un trabajo fecundo y fructífero. De corazón los bendigo. Y les pido que, por favor, recen por mí. ¡Gracias!