“La espera de Dios” y “la juventud del corazón” de los ancianos Simeón y Ana son importantes “también para nosotros, para nuestro camino de fe” de hoy. Así lo subrayó el Papa en la misa celebrada en la basílica vaticana el viernes 2 de febrero por la tarde, con ocasión de la fiesta de la Presentación del Señor, XXVIII Jornada Mundial de la Vida Consagrada. El rito se abrió con la bendición de las velas y la procesión y continuó con la liturgia eucarística. Publicamos, a continuación, la homilía del Pontífice.
Mientras el pueblo esperaba la salvación del Señor, los profetas anunciaban su venida, como afirmaba el profeta Malaquías: «entrará en su Templo el Señor que ustedes buscan; y el Ángel de la alianza que ustedes desean ya viene, dice el Señor de los ejércitos» (3,1). Simeón y Ana son imagen y figura de esta espera. Ellos ven al Señor entrar en su templo e, iluminados por el Espíritu Santo, lo reconocen en el Niño que María lleva en brazos. Llevaban toda la vida esperándolo: Simeón, «que era justo y piadoso, y esperaba el consuelo de Israel» (Lc 2,25); Ana, que «no se apartaba del Templo» (Lc 2,37).
Nos hace bien mirar a estos dos ancianos pacientes en la espera, vigilantes en el espíritu y perseverantes en la oración. Sus corazones permanecen velando, como una antorcha siempre encendida. Son de edad avanzada, pero tienen la juventud del corazón; no se dejan consumir por los días que pasan porque sus ojos permanecen fijos en Dios, en la espera (cf. Sal 145,15). Fijos en el Señor, en la espera, siempre en la espera. A lo largo del camino de la vida experimentaron dificultades y decepciones, pero no se rindieron al derrotismo: no “jubilaron” la esperanza. Y así, contemplando al Niño, reconocieron que se había cumplido el tiempo, la profecía se había hecho realidad, había llegado Aquel a quien buscaban y por quien suspiraban, el Mesías de las naciones. Habiendo mantenido despierta la espera del Señor, se hicieron capaces de acogerlo en la novedad de su venida.
Hermanos y hermanas, la espera de Dios también es importante para nosotros, para nuestro camino de fe. Cada día el Señor nos visita, nos habla, se revela de maneras inesperadas y, al final de la vida y de los tiempos, vendrá. Por eso Él mismo nos exhorta a permanecer despiertos, a estar vigilantes, a perseverar en la espera. Lo peor que nos puede ocurrir, en efecto, es caer en el “sueño del espíritu”: dejar adormecer el corazón, anestesiar el alma, almacenar la esperanza en los rincones oscuros de la decepción y la resignación.
Pienso en ustedes, hermanas y hermanos consagrados, y en el don que representan; pienso en cada uno de nosotros, los cristianos de hoy: ¿somos todavía capaces de vivir la espera? ¿No estamos a veces demasiado atrapados en nosotros mismos, en las cosas y en los ritmos intensos de cada día, hasta el punto de olvidarnos de Dios que siempre viene? ¿No estamos demasiado embelesados por nuestras buenas obras, corriendo incluso el riesgo de convertir la vida religiosa y cristiana en las “muchas cosas que hacer” y de descuidar la búsqueda cotidiana del Señor? ¿No corremos a veces el peligro de programar nuestra vida personal y la vida comunitaria sobre el cálculo de las posibilidades de éxito, en lugar de cultivar con alegría y humildad la pequeña semilla que se nos confía, con la paciencia de quien siembra sin esperar nada, y de quien sabe esperar los tiempos y las sorpresas de Dios? A veces —hay que reconocerlo— hemos perdido esta capacidad de esperar. Esto se debe a diversos obstáculos, y de entre ellos quisiera destacar dos.
El primer obstáculo que nos hace perder la capacidad de esperar es el descuido de la vida interior. Es lo que ocurre cuando el cansancio prevalece sobre el asombro, cuando la costumbre sustituye al entusiasmo, cuando perdemos la perseverancia en el camino espiritual, cuando las experiencias negativas, los conflictos o los frutos, que parecen retrasarse, nos convierten en personas amargadas y resentidas. No es bueno masticar amargura, porque en una familia religiosa -—como en cualquier comunidad y familia— las personas amargadas y con “cara sombría” hacen pesado el ambiente; estas personas que parecer tener vinagre en el corazón. Es necesario entonces recuperar la gracia perdida, es decir, volver atrás y, mediante una intensa vida interior, retornar al espíritu de humildad gozosa y de gratitud silenciosa. Y esto se alimenta con la adoración, con el empeño de las rodillas y del corazón, con la oración concreta que combate e intercede, que es capaz de avivar el deseo de Dios, el amor de antaño, el asombro del primer día, el sabor de la espera.
El segundo obstáculo es la adaptación al estilo del mundo, que acaba ocupando el lugar del Evangelio. Y el nuestro es un mundo que a menudo corre a gran velocidad, que exalta el “todo y ahora”, que se consume en el activismo y en el buscar exorcizar los miedos y las ansiedades de la vida en los templos paganos del consumismo o en la búsqueda de diversión a toda costa. En un contexto así, en el que se destierra y se pierde el silencio, esperar no es fácil, porque requiere una actitud de sana pasividad, la valentía de bajar el ritmo, de no dejarnos abrumar por las actividades, de dejar espacio en nuestro interior a la acción de Dios, como enseña la mística cristiana. Cuidemos, pues, de que el espíritu del mundo no entre en nuestras comunidades religiosas, en la vida de la Iglesia y en el camino de cada uno de nosotros, pues de lo contrario no daremos fruto. La vida cristiana y la misión apostólica necesitan de la espera, madurada en la oración y en la fidelidad cotidiana, para liberarnos del mito de la eficiencia, de la obsesión por la productividad y, sobre todo, de la pretensión de encerrar a Dios en nuestras categorías, porque Él viene siempre de manera imprevisible, viene siempre en tiempos que no son los nuestros y de formas que no son las que esperamos.
Como afirma la mística y filósofa francesa Simone Weil, somos la esposa que espera en la noche la llegada del esposo, y «el papel de la futura esposa es esperar [...]. Desear a Dios y renunciar a todo lo demás es lo único que salva» (S. Weil, A la espera de Dios, Madrid 1996, 125-126). Hermanas, hermanos, cultivemos en la oración la espera del Señor y aprendamos la buena “pasividad del Espíritu”: así podremos abrirnos a la novedad de Dios.
Como Simeón, también nosotros carguemos en brazos al Niño, al Dios de la novedad y de las sorpresas. Cuando acogemos al Señor, el pasado se abre al futuro, lo viejo en nosotros se abre a lo nuevo que Él hace nacer. No es fácil —lo sabemos— porque, en la vida religiosa como en la vida de todo cristiano, es difícil oponerse a la “fuerza de lo viejo”: «porque no es fácil que lo viejo que hay en nosotros acoja a lo nuevo —acoger lo nuevo, acogerlo en nuestra vejez— [...]. La novedad de Dios se presenta como un niño y nosotros, con todos nuestros hábitos, miedos, temores, envidias —pensemos en las envidas—, preocupaciones, nos hallamos frente a este niño. ¿Le abrazaremos, le acogeremos, le haremos espacio? ¿Entrará esta novedad de veras en nuestra vida, o más bien intentaremos casar lo viejo y lo nuevo, tratando que la presencia de la novedad de Dios nos moleste lo menos posible?». (C.M. Martini, Meditaciones sobre la oración, Madrid 2011, 32).
Hermanos y hermanas, estas preguntas son para nosotros, para cada uno de nosotros, son para nuestras comunidades, son para la Iglesia. Dejémonos interpelar, dejémonos mover por el Espíritu, como Simeón y Ana. Si como ellos sabremos vivir la espera en el cuidado de la vida interior y en coherencia con el estilo del Evangelio, si como ellos viviremos la espera, entonces abrazaremos a Jesús, que es luz y esperanza de la vida.