La memoria no tiene que ver con el pasado. Tiene que ver con el futuro. No sólo porque "quien no recuerda el pasado está condenado a repetirlo". La frase de George Santayana, que destaca grabada en treinta idiomas en el monumento a la entrada del campo de concentración de Dachau, pone de relieve una sensibilidad que ha ido madurando con el tiempo y que hoy se siente mucho, sobre todo en el ámbito educativo y escolar. Pero la memoria también tiene que ver con el futuro por otra razón, porque la advertencia de no olvidar sigue estando demasiado ligada al pasado y, sobre todo, suena amenazadora: el tono, de hecho, es negativo, pesimista.
La memoria tiene que ver con la alegría. La historia bíblica del pueblo de Israel lo proclama aquí sin ambages: la memoria no es de un pasado glorioso ya perdido, no es nostalgia, sino esperanza, porque es memoria de una promesa.
El pueblo de Dios es el pueblo de la espera y de la promesa, es decir, de una palabra dirigida al futuro, no como amenaza, sino como signo de amor, de aliento afectuoso.
Porque el Señor no olvida sus promesas. Él es el primero en hacer memoria, como canta María en el Magnificat: "Ha rescatado a Israel, su siervo / acordándose de su misericordia, como prometió a nuestros padres". (Lucas 1, 54-55). Y sus promesas no defraudan: "¿Dice y luego no hace? / ¿Promete algo que no cumple?" (Números, 23, 19). Esto es la fe, sentir y saber que la promesa de Dios no defrauda.
Aquí, pues, ese recordar no es una actitud melancólica que mira hacia atrás con tristeza, sino que es "volver al corazón", recomenzar desde el origen, retomar el camino con el impulso del primer amor y avanzar con la mirada confiada hacia arriba.
Hacia delante y hacia arriba. Todo esto es hoy, con la mirada puesta en el mañana.
Andrea Monda