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Mama Antula, canonizada por Francisco

La primera santa argentina

 La prima santa argentina  DCM-002
03 febrero 2024

En la época colonial, surgía en Argentina la figura de una mujer laica que decidió dedicar su vida a mantener viva la llama de la Compañía de Jesús. En una noche oscura de 1767, los jesuitas eran brutalmente expulsados ​​de América del Sur, de las misiones de Santiago del Estero y Córdoba, en el virreinato del Perú. Los jesuitas eran encadenados como delincuentes y conducidos al exilio en carretas desvencijadas. La tradición cuenta que María Antonia de Paz y Figueroa fue testigo de aquellos violentos arrestos llevados a cabo por soldados de la corona española por orden del rey Carlos III. En ese dramático momento, un sacerdote jesuita entregó a María Antonia su capa negra, emblema de la Orden Ignaciana. Este gesto simbólico de investidura definió el futuro de esta mujer de origen aristocrático.

María Antonia nació en 1730 en Villa Silípica, en la provincia de Santiago del Estero. Era hija de un encomendero, importante terrateniente a quien el virreinato español había otorgado territorios con la tarea de administrarlos, evangelizar y proteger a la población local, compuesta por indios y esclavos africanos de su propiedad. Desde niña, María Antonia vio el maltrato que recibían los indios y esclavos en la encomienda y, con el paso del tiempo, el dolor de estas personas se volvió insoportable para ella. Con 15 años decidió abandonar las comodidades de la familia, para gran decepción de su padre, que había pensado en un futuro para ella como esposa de un colono rico o en el monasterio. Rompió con su familia e ingresó como beguina (laica consagrada) en la beatería jesuita de Santiago del Estero, una comunidad de mujeres que atendían a los más necesitados. En el beaterío se ocupaba de los huérfanos y de las mujeres entregadas por sus familias para evitar escándalos por sus conductas licenciosas o embarazos ilegítimos. Allí también permanecían bajo custodia mujeres delincuentes y prostitutas. En soledad, hizo votos de castidad y pobreza.

La estancia de María Antonia en la beatería jesuita duró veintidós años durante los cuales pudo recibir una sólida educación gracias a las enseñanzas de los misioneros. Recibió también un gran regalo: los sacerdotes le enseñaron a organizar los Ejercicios Espirituales de San Ignacio, tesoro de la Compañía de Jesús. La expulsión de los jesuitas de América dejó un vacío insustituible porque las misiones habían sido un punto de referencia para la población local. El único consuelo que quedó fue María Antonia que desde entonces se llamó Mamá Antonia, Mama Antula en la lengua quechua de los indios.

Se prohibió la palabra jesuita y se prohibió cualquier actividad relacionada con la Compañía. Mama Antula, después de un año de reflexión y discernimiento, decidió no obedecer las órdenes del rey Carlos III y del Papa Clemente XIV y proponer nuevamente los Ejercicios Espirituales para mantener viva la obra de los padres jesuitas. Su propia vida corrió peligro al hacerlo. Encontró la complicidad de un obispo que le concedió permiso para organizar los retiros. Y aquí cobra sentido su actividad como fundadora. Reunió un grupo de beguinas y juntas y emprendieron esta “actividad ilegal”. En las cercanías de Santiago del Estero fundó pequeñas casas para Ejercicios y organizó minuciosamente esta práctica que incluía una estancia de ocho días, con ofrecimiento de comida y alojamiento, sustentado gracias a limosnas, para las que también pedía permiso. En poco tiempo los Ejercicios se extendieron más allá de la zona natal de Mama Antula.

La actividad de la “refundadora” de la orden jesuita fue incesante, imparable. Cada vez más gente quería participar, por lo que Mama Antula tomó una decisión ambiciosa: dirigirse a Córdoba y luego a Buenos Aires, capital del nuevo virreinato del Río de la Plata. En la ciudad porteña habría fundado una casa de Ejercicios Espirituales que permanecería en el tiempo, a la espera del regreso de los padres jesuitas. Rezó por el regreso de la Compañía de Jesús, en particular invocó a San José, ofreciéndole una misa cada 19 de mes. Extremadamente devota del padre adoptivo de Jesús, decidió llamarse María Antonia de San José. Permaneció en Córdoba dos años e hizo grandes amistades, como el político Ambrosio Funes que le permitió retomar el contacto con el jesuita Gaspar Suárez, su compatriota, exiliado en Faenza en territorios vaticanos. Este encuentro marcó un punto clave en la reconstrucción de la historia de Mama Antula, gracias a la correspondencia de las tres amigos.

Mama Antula, acompañada por sus compañeras, caminó descalza durante 4.000 kilómetros, entre las salinas, los bosques frondosos, los cerros de la Pampa y las llanuras interminables, hasta llegar a Buenos Aires. Cuando entró en la ciudad tenía las ropas rasgadas e iba descalza, con una gran cruz y un manto negro lleno de zarzas. La gente la miraba con desprecio, algunos despotricaban contra ella y le tiraban piedras y barro. Con sus compañeras se refugió atemorizada en la primera iglesia que encontraron, la modesta parroquia de La Piedad. Aquí Mama Antula se sintió en paz y pidió protección a la Madre del Calvario. Inmediatamente sintió un cariño especial por aquel lugar y en su testamento decidió que allí reposarían sus restos. A los tres días se presentó ante el obispo Malvar y Pinto para pedirle permiso para dar los Ejercicios Ignacianos en Buenos Aires. No dio una buena impresión al prelado que la despidió sin concederla el permiso.

Pese a ello, Mama Antula no se desanimó y al cabo de nueve meses pudo fundar la primera casa. Era pequeña, insuficiente todas las solicitudes de participación, para lo que siempre invocaba a la Abadesa - como llamaba a la Virgen de los Dolores - y también a Manuelito, el Niño Jesús. Posteriormente, encontró una casa más grande y pudo albergar a seminaristas, políticos y hasta a la vicerreina del Perú. En aquella época ricos y pobres nunca se reunían en retiros, pero Mama Antula consiguió que todas las clases sociales se mezclaran. Esa era la novedad, su sello. Grandes damas servían comida a las esclavas y todos dormían en catres o colchones en el suelo.

María Antonia tenía dones que se reconocen en los santos, como la bilocación, la premonición, la multiplicación de sustancias como la cera de las velas, la comida o el agua. En 1795 puso la primera piedra de la Santa Casa de Ejercicios Espirituales. Hasta ese momento, había acogido en Buenos Aires a 70.000 participantes, entre ellos los padres de la patria argentina, quienes en su casa concibieron las ideas revolucionarias que condujeron a la emancipación del imperio español y a la construcción de la república federal en 1810. Así, al igual que los fundadores, Mama Antula está considerada como la madre espiritual de la patria. Fundó también la devoción a San Cayetano, el santo de la paz, el pan y el trabajo, actualmente el más venerado en Argentina.

Murió el 7 de marzo de 1799, a los 69 años. La congregación de las Hermanas del Divino Salvador nació después de su muerte, pero Mama Antula se puede considerar su fundadora espiritual. El Papa Francisco aseguró que esta mujer vale oro y ha permitido que su historia no caiga en el olvido al reabrir su causa de canonización iniciada en 1905. En 2016 fue beatificada. El 24 de octubre de 2023, el Pontífice anunció la aprobación del milagro que da a la Argentina su primera santa, laica, indomable y de espíritu jesuita. La canonización es el 11 de febrero de 2024.

de Nunzia Locatelli
Autora del libro «Mama Antula», ed. Lev

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