Cuando una guerra
Se suele decir que lo único seguro cuando empieza una guerra es que, tarde o temprano, acabará. Un amargo consuelo que, sin embargo, no se corresponde con la realidad. Si, en efecto, en un pasado lejano, los conflictos implicaban "sólo" a los ejércitos en zonas alejadas de los centros habitados, desde hace ya bastante tiempo a ahora, —y cada vez más, como denuncian las crónicas de los últimos años— son los civiles, y entre ellos, sobre todo, los niños, quienes pagan el precio. Así pues, la guerra, una vez iniciada, nunca termina realmente. Dura al menos toda una generación, la que la ha sufrido. Por eso roba la esperanza: porque, como un agujero negro, se traga el futuro mucho después de que se haya esatallado la última granada de mortero.
Lo saben bien quienes, una vez cesadas las hostilidades, regresan a casa después de haber estado en el frente o, peor aún, de haber sido prisioneros de guerra. Son personas probadas en el cuerpo y aún más resquebrajadas en el espíritu, porque algunas cicatrices de la piel se desvanecen con el tiempo, mientras que las del alma luchan por curarse. Tras la guerra de Vietnam, se definió médicamente el estado patológico en el que vivían —o más bien sobrevivían— los veteranos estadounidenses: el trastorno de estrés postraumático. ¿Cuántos hoy, en la "Tercera Guerra Mundial en pedazos", se encuentran en esa misma situación, si no peor? ¿Y cuántas personas —esposas, hijos, padres— verán sus vidas zarandeadas para siempre porque el marido, el padre o el hijo que vivió los horrores de la guerra nunca volverá a ser el mismo de antes una vez que regrese a ellas?
También están los que nunca volverán a casa. "A la entrada —dijo Francisco el 2 de noviembre en el Cementerio de Guerra de Roma— me fijé en la edad de estos soldados caídos. La mayoría tiene entre 20 y 30 años. Vidas truncadas, vidas sin futuro.... Y pensé en los padres, en las madres que recibieron aquella carta: ’Señora, tengo el honor de decirle que tiene usted un hijo héroe’. "¡Sí, héroe, pero me lo han quitado!"’.
Esta es la guerra que, una vez empezada, no termina nunca. El Papa lo sabe, siente todo su peso y por eso no cesa de repetir que no debemos resignarnos a su lógica, la lógica de Caín. Lo hace con sus incansables llamamientos. Con la oración y el ayuno, las armas poderosas de los discípulos de Cristo. Y lo hace, con valentía, encontrándose con los que son víctimas de las guerras, de todas las guerras. Encuentros en los que toca las heridas del mundo y, junto a las palabras, comunica con la mirada, la escucha y el silencio, "instrumentos" privilegiados de ternura y consuelo. Instrumentos de quienes sueñan con una "Iglesia hospital de campaña".
Alessandro Gisotti