La elección de la madre
Nada explica mejor el destino de una mujer migrante que las palabras de aquella joven que un día, en un campo de concentración libio, dijo lo que ninguna mujer con un sueño diría jamás. “Quiero ser fea, cada día más fea. Así, pararán”. No hace falta explicar nada más. Tenía el pelo enmarañado, sus formas eran rudas y su mirada estaba perdida rememorando probablemente algún episodio de su vida de pesadilla. Era septiembre de 2017. Unos meses antes una delegación libia había llegado secretamente a Italia para negociar el precio de esas palabras, es decir, retener a los migrantes en campos de prisioneros, lugares que el Papa Francisco ha definido como “campos de concentración”.
Mientras esa joven barría una mezcla de arena y petróleo, contaba una historia. La de Rodha quien, como ella partió, desde Nigeria, donde las dunas se transforman en hierba y piedras y las milicias de Boko Haram compiten por lo que hay debajo, un elemento que necesitamos, sin ir más lejos, para contar esta historia y acelerar la velocidad de los procesadores que posibilitan nuestras comunicaciones. Rhoda ya no soportaba aquellas noches entregadas como trofeo a los milicianos. Y terminó con esa situación en cuanto pudo.
En otra latitud, la crónica nos lleva por otros rumbos y otras historias. La trampa de los Balcanes para los refugiados de las guerras del Oriente. Si la amiga de Rhoda casi quería olvidar que era una mujer, aquí había quienes, por el contrario, se apoyaban en la feminidad para superar la mala suerte. Como Aisha, de 25 años y licenciada en Derecho en Damasco. Era una mañana con niebla, entre Serbia y Hungría. “Somos demasiados, no pueden retenernos aquí. Es cuestión de tiempo”, decía asegurándose de que cada palabra quedara registrada en las libretas de los periodistas. Le apetecía fumar, pero había cambiado el último paquete de cigarrillos por un esmalte de uñas y un labial a los que no quería renunciar. “El que tenía se está acabando y yo quiero estar presentable”, explicaba. Sin ducharse durante varios días, para Aisha tener buen aspecto no era el capricho de una niña mimada. Cada vez que se pintaba los labios, Aisha nos recordaba a todos, también a los hombres, que aquella odisea era solo un paréntesis. Que nada podría hacer que se convirtiera en lo que no era.
Desde el día en que la joven sucia y de piel oscura dijo que quería ser fea, las cosas no han cambiado en Libia. La yihad blasfema de los violadores libios tiene lugar todas las noches tras el regreso de los camiones de los traficantes. “Allah Akbar”, gritan mientras torturan a hombres y agreden a mujeres. Colocan un teléfono al lado de la víctima mientras la golpean cada vez más fuerte para que supliquen clemencia y más dinero a sus familiares que escuchan al otro lado de la línea. A veces son los hijos los que arman de valor a sus madres para hacer lo que hacen. Mujeres que toman decisiones que muchos no aprobarían. Pero hay que meterse en los zapatos rotos de una migrante con hijos a cuestas para, al menos, intentar comprender.
Separarse para intentar salvarse. Como la madre de Juniò, el gemelo de siete años que tuvo que hacerse fuerte en Libia. Lo era cada vez que tenía que posar para hacerse una foto y enviársela a su madre, que entretanto había llegado a Italia en un barco. Juniò sonreía para la instantánea y eso tranquilizaba a su madre. A los siete años tuvo que demostrar que sabía mantener sus promesas. La primera: no dejarse vencer por el más desgarrador de los abandonos. Su madre nunca había perdido la esperanza. Decía que conocía a ese hijo suyo y que, aunque era un niño, Juniò no era de los que se entregaban a los malos. Allí en Zawyah, las autoridades internacionales estaban haciendo todo lo posible para ayudarlo y sacarlo. ACNUR y la OIM lograron localizarlo en una finca no lejos del centro de la prisión oficial, la del guardacostas-traficante “Bija” y su primo Osama, los dueños de la vida y la muerte de los migrantes allí internados. En medio de los enfrentamientos armados entre las milicias, Juniò había desaparecido.
Comprendió que ya no era un niño la tarde en que mataron a su padre en Libia. Comprendió que tenía que ser un hombre la tarde de primavera en que su madre y su hermana gemela de siete años lo dejaron con una conocida marfileña. Ellas partieron hacia Europa en un bote. Quizás nunca más se volverían a ver. En su corazón de madre, se abrió un abismo de dolor que tuvo que ocultar a la pequeña, mientras el contrabandista la arrojaba a la fuerza al bote en la playa de Zawyah.
Su amiga le había prometido que no se subiría a un barco y que nunca llevaría a Juniò, “junior”, que se pronuncia a la francesa. Semanas después, desde la nave humanitaria Sea Watch, una mujer migrante logró ponerse en contacto con la madre de Juniò: “Estamos a salvo, dicen que nos llevarán a Italia”.
Después de sobrevivir a los campos de prisioneros de Libia, la madre y los gemelos lograron obtener su libertad y se fueron a vivir con una mujer marfileña. No hay esperanza en Libia para las mujeres de color. Son agredidas en la calle, violadas o encarceladas a la fuerza. Ella no quería volver al infierno de una de las “prisiones de Osama”, como llaman los inmigrantes al infierno regentado por la milicia Nasr, la de Abd al-Rahman Salem Ibrahim al-Milad conocido como “Bija” y su primo Osama, considerado también por la justicia italiana como el principal torturador.
Y la mujer tenía que cumplir la promesa que ella y su marido se habían hecho el uno al otro: Ir a Europa y llorar, pero de alegría, lejos del hambre y de las armas que también en Costa de Marfil los habían obligado a buscar refugio en otros lugares. Europa era aquel donde enseñarían a sus niños que se puede vivir sin tener que temer a la hoja del machete ni tener que mentir sobre el ruido de las armas que llegan del pueblo vecino.
“Sin mi marido, tenía que elegir. No podíamos quedarnos en Libia y no quería que toda mi familia muriera en el mar. Alguno de nosotros tenía que sobrevivir”. Y Juniò, un varón de casi siete años, era el único de los tres que, en su opinión, podría haberlo conseguido. No la niña, que allí no habría tenido ni tiempo de convertirse en joven antes de acabar en manos de no se sabe quién. No, la madre que ya había visto a muchas sufrir destino.
“Pero si mi hija y yo hubiéramos muerto en el mar, Juniò, habiendo permanecido en Libia, tal vez al menos habría vivido y crecido. Un hombre podría afrontar mejor esas dificultades y así habría quedado algo de nuestra familia en este mundo”. Estas palabras solo pueden pronunciarlas una mujer y una madre sin miedo a ser juzgada por ser mujer y madre. Y migrante.
de Nello Scavo
En la mente y el corazón del periodista
“Hay que meterse en los zapatos rotos de una migrante con niños a cuestas para al menos intentar comprender”, escribe Nello Scavo que ha escrito reportajes desde zonas calientes del mundo como corresponsal especial de Avvenire, un periódico italiano de inspiración católica. Lugares como la antigua Yugoslavia, Camboya y el Sudeste Asiático, los países de la antigua URSS, América Latina, las fronteras más hostiles de Turquía y Siria, la Ruta de los Balcanes, el Cuerno de África y el Magreb. En septiembre de 2017 logró entrar en una prisión clandestina de traficantes libios revelando de primera mano las condiciones de los migrantes retenidos. Aquí habla de algunas mujeres inmigrantes que “se han quedado en mí para siempre”.