La santidad de los mártires es «un modelo fuerte» para la Iglesia «desde la comunidad de los orígenes hasta nuestros días». Lo recordó el Papa en el discurso dirigido la mañana del jueves 16 de noviembre, a los participantes del congreso del Dicasterio de las causas de los santos sobre «La dimensión comunitaria de la santidad», que se abrió el lunes 13 de noviembre en el Instituto patrístico Augustinianum y concluyó con la audiencia papal en la Sala Clementina.
¡Queridos hermanos y hermanas, bienvenidos!
Os saludo con alegría al finalizar el congreso sobre el tema La dimensión comunitaria de la santidad, organizado por el Dicasterio de las Causas de los Santos. Doy las gracias al cardenal Marcello Semeraro, los otros superiores, los oficiales, los postuladores, mons. Paglia y a todos vosotros, participantes en el trabajo de estos días.
Me habéis regalado el comentario a la exhortación apostólica Gaudete ex exsultate, publicado por el Dicasterio en el 10º aniversario de mi pontificado. ¡Gracias de corazón! Deseo que las reflexiones contenidas en el volumen ayuden a muchos a comprender cada vez mejor la llamada universal a la santidad.
Este tema de la vocación universal a la santidad, y en ella su dimensión comunitaria, es muy querido por el Concilio Vaticano ii , que habló de ellos especialmente en la Lumen Gentium (cfr cap. v ). No por casualidad, en esta perspectiva, creció en los años recientes el número de las beatificaciones y canonizaciones de hombres y mujeres pertenecientes a diferentes estados de vida: esposos, célibes, sacerdotes, consagradas, consagrados y laicos de toda edad, procedencia y cultural, también familias, pienso en la familia polaca mártir. En particular, en Gaudete ex exsultate quise llamar la atención sobre la pertenencia de todos estos hermanos y hermanas al «santo pueblo fiel de Dios» (n. 6); como también sobre su cercanía a nosotros, como santos «de la puerta de al lado» (n. 7), miembros de nuestras comunidades, que han vivido una gran caridad en las pequeñas cosas de la vida cotidiana, incluso con sus límites y defectos, siguiendo a Jesús hasta el final. Por eso ahora quisiera reflexionar con vosotros precisamente sobre este tema evidenciando, entre los muchos posibles, tres aspectos: la santidad que une, la santidad familiar y la santidad martirial.
Primero: la santidad que une. Sabemos que la vocación a la que todos estamos llamados se cumple ante todo en la caridad (cfr Lumen gentium, 40), don del Espíritu Santo (cfr Rm 5,5) que une en Cristo y a los hermanos: por tanto este es un evento no solo personal, sino también comunitario. Cuando Dios llama al individuo, siempre es por el bien de todos, como en los casos de Abraham y Moisés, de Pedro y Pablo. Llama al individuo para una misión. Y, además, así como Jesús, Buen Pastor, llama por nombre a cada una de sus ovejas (cfr Jn 10,3) y busca a la que está perdida para llevarla de vuelta al redil (cfr Lc 15,4-7), así la respuesta a su amor solo puede realizarse en una dinámica de implicación e intercesión. Nos lo muestra el Evangelio, por ejemplo para Mateo que, apenas es llamado por Jesús, invita a sus amigos al encuentro con el Mesías (cfr Mt 9,9-13) o para Pablo que, al encontrar al Resucitado, se convierte en Apóstol de las gentes. El encuentro con Jesús tiene esta dimensión comunitaria.
Esta realidad es expresada de forma particularmente conmovedora por Santa Teresa del Niño Jesús, a la cual, en el 150º aniversario de nacimiento, he dedicado la exhortación apostólica C’est la confiance. Ella, en sus escritos, con una imagen bíblica sugerente contempla a toda la humanidad como el «jardín de Jesús», cuyo amor abraza a todas sus flores de una manera inclusiva y exclusiva (cfr Manuscrito A, 2rv), y pide ser encendida hasta la incandescencia del fuego de tal amor, para conducir a su vez a todos los hermanos (cfr Manuscrito C, 34r-36v). Es la evangelización «por atracción» (Exhort. ap. Evangelii gaudium, 14), el testimonio, fruto al mismo tiempo de la más alta experiencia mística de amor personal y de la «mística de vivir juntos» (Const. ap. Veritatis gaudium, 4a). En ella se compenetran las dos modalidades de presencia del Señor, tanto en la intimidad de la persona individual (cfr Jn 14,23), como en medio de aquellos que se han reunido en su Nombre (cfr Mt 18,20); en el “castillo del alma” y en el “castillo de la comunidad”, por usar una imagen querida por Teresa de Ávila (cfr El castillo interior). La santidad une y a través de la caridad de los santos nosotros podemos conocer el misterio de Dios que «unido […] con todo hombre» (Const. past. Gaudium et spes, 22) abraza en su misericordia a toda la humanidad, para que todos sean una sola cosa (cfr Jn 17,22). ¡Cuánto necesita nuestro mundo volver a encontrar en tal abrazo unidad y paz!
Pasamos al segundo punto: la santidad familiar. Esta resplandece eminentemente en la Santa Familia de Nazaret (cfr Gaudete et exsultate, 143). Y sin embargo la Iglesia hoy propone muchos otros ejemplos: «matrimonios santos, donde cada uno fue un instrumento de Cristo para la santificación del cónyuge» (ibid. 141). Pensemos en los santos Luis y Celia Martin; los beatos Luis y María Beltrame Quattrocchi; los venerables Tancredi y Giulia de Barolo; los venerables Sergio y Domenica Bernardini. La santidad de los esposos, además de la santidad particular de dos personas distintas, es también santidad común en la conyugalidad: por tanto multiplicación – y no simple adicción – del don personal de cada uno, que se comunica. Y un ejemplo luminoso de todo esto – como mencioné al principio – se nos ofreció recientemente en la beatificación de los esposos Jozef y Wiktoria Ulma y de sus siete hijos: todos mártires. También ellos nos recuerdan que «la santificación es un camino comunitario, de dos en dos» (ibid.), y no solos. Actuar siempre en comunidad.
Y llegamos así al tercer punto: la santidad martirial. Es un modelo fuerte, del que tenemos muchos ejemplos a lo largo de la historia de la Iglesia, de las comunidades de los orígenes hasta la época moderna, a lo largo de los siglos y en varias partes del mundo. No hay un periodo que no haya tenido a sus mártires, hasta nuestros días. Y nosotros pensamos que estos mártires son cosas que no existen. Pero pensemos en un caso de vida cristiana vivida en un martirio continuo: el caso de Asia Bibi, que durante muchos años estuvo en la cárcel, y la hija le llevaba la Eucaristía. Muchos años hasta el momento en el que los jueces dijeron que era inocente. ¡Casi nueve años de testimonio cristiano! Es una mujer que sigue viviendo, y son muchos, muchos así, que dan testimonio de la fe y de la caridad. ¡Y no nos olvidemos que también nuestro tiempo tiene muchos mártires! A menudo se trata de «comunidades enteras que vivieron heroicamente el Evangelio o que ofrecieron a Dios la vida de todos sus miembros» (ibid.). Y el discurso se amplía ulteriormente si consideramos la dimensión ecuménica de su martirio, recordando los pertenecientes a todas las confesiones cristianas (cfr ivi, 9). Pensemos por ejemplo en el grupo de los veintiún mártires coptos recientemente incluidos en el Martirologio romano. Morían diciendo: “Jesús, Jesús”, en la playa.
Queridos hermanos y hermanas, la santidad da vida a la comunidad y vosotros, con vuestro trabajo, nos ayudáis a entenderlo y a celebrar cada vez mejor la realidad y las dinámicas, en los numerosos y varios caminos que consideráis y proponéis a nuestra veneración; diferentes, pero todos dirigidos a la misma meta: la plenitud del amor. Este es el camino de la santidad.
Os agradezco mucho por esto y os animo a seguir con alegría vuestra hermosa misión, por el bien de los individuos y por el crecimiento de las comunidades. Os bendigo de corazón y, os pido, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Gracias!