El Colegio cardenalicio se parece a «una orquesta sinfónica, que representa la sinfonía y la sinodalidad de la Iglesia». Lo dijo el Papa en la alocución pronunciada durante el Consistorio ordinario público para la creación de veintiún nuevos cardenales que se celebró en la mañana del sábado 30 de septiembre, en el atrio de la basílica de san Pedro.
Al pensar en esta celebración y particularmente en ustedes, queridos hermanos, que se convertirían en cardenales, me vino a la mente este texto de los Hechos de los Apóstoles (cf. 2,1-11). Es un texto fundamental: el relato de Pentecostés, el bautismo de la Iglesia. Pero en realidad me llamó la atención un detalle en particular, las palabras expresadas por los judíos que «había en Jerusalén» (v. 5). Ellos dijeron: somos «partos, medos y elamitas» (v. 9), entre otros. Esta larga enumeración de pueblos me hizo pensar en los cardenales, que gracias a Dios provienen de todas partes del mundo, de las naciones más diversas. Ese es el motivo por el cual elegí este pasaje bíblico.
Meditando luego sobre este punto, me di cuenta de una especie de “sorpresa” que estaba escondida en esta asociación de ideas, una sorpresa en la que, con alegría, me pareció reconocer, por así decirlo, el humorismo del Espíritu Santo, disculpen la expresión.
¿En qué consiste esta “sorpresa”? En el hecho de que normalmente nosotros pastores, cuando leemos el relato de Pentecostés nos identificamos con los Apóstoles. Es natural que sea así. En cambio, esos “partos, medos, elamitas”, etcétera, que en mi mente había asociado a los cardenales, no pertenecían al grupo de los discípulos, estaban fuera del cenáculo, eran parte de esa «multitud» que «se congregó» al oír el ruido semejante a una fuerte ráfaga de viento (cf. v. 6). Los Apóstoles eran “todos galileos” (cf. v. 7), mientras que la gente allí congregada había venido «de todas las naciones del mundo» (v. 5), precisamente como los obispos y cardenales de nuestro tiempo.
Esta especie de inversión de roles nos hace reflexionar y, prestando atención, revela una perspectiva interesante, que quisiera compartir con ustedes. Se trata de que hagamos nuestra —y me incluyo también yo— la experiencia de esos judíos que por un don de Dios se encontraron siendo protagonistas del acontecimiento de Pentecostés, es decir, del “bautismo” del Espíritu Santo que hizo nacer a la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Resumiría esta perspectiva así: redescubrir con asombro el don de haber recibido el Evangelio «en nuestras lenguas» (v. 11), como dijo aquella gente. Recordar con gratitud el don de haber sido evangelizados y de haber sido sacados de pueblos que, cada uno en su momento, recibió el Kerigma, el anuncio del misterio de la salvación, y acogiéndolo fueron bautizados en el Espíritu Santo y entraron a formar parte de la Iglesia. La Iglesia Madre, que habla en todas las lenguas, que es una y es católica.
Así, esta Palabra del Libro de los Hechos nos hace pensar que, antes de ser “apóstoles”, antes de ser sacerdotes, obispos, cardenales, somos “partos, medos, elamitas”, etc., etc. Y esto debería reavivar en nosotros el asombro y el agradecimiento por haber recibido la gracia del Evangelio en nuestros respectivos pueblos de origen. Creo que esto es muy importante y no debemos olvidarlo. Porque allí, en la historia de nuestro pueblo, yo diría en la “carne” de nuestro pueblo, el Espíritu Santo ha obrado el prodigio de la comunicación del misterio de Jesucristo muerto y resucitado. Y ha llegado hasta nosotros “en nuestras lenguas”, a través de los labios y los gestos de nuestros abuelos y de nuestros padres, de los catequistas, de los sacerdotes, de los religiosos. Cada uno de nosotros puede recordar voces y rostros concretos. La fe es transmitida “en dialecto”. No se olviden de esto: la fe es transmitida en dialecto, por las madres y las abuelas.
En efecto, somos evangelizadores en la medida que conservamos en el corazón el asombro y la gratitud de haber sido evangelizados; más aún, de ser evangelizados, porque en realidad se trata de un don siempre actual, que requiere ser renovado continuamente en la memoria y en la fe. Evangelizadores evangelizados y no funcionarios
Hermanos y hermanas, queridos cardenales, Pentecostés —como el bautismo de cada uno de nosotros— no es un hecho del pasado, es un acto creativo que Dios renueva continuamente. La Iglesia —y cada uno de sus miembros— vive de este misterio siempre actual. No vive “de rentas”, no, ni mucho menos de un patrimonio arqueológico, por valioso y noble que sea. La Iglesia —y cada bautizado— vive del presente de Dios, por la acción del Espíritu Santo. También el acto que estamos realizando aquí ahora tiene sentido si lo vivimos en esta perspectiva de fe. Y hoy, a la luz de la Palabra, podemos comprender esta realidad: ustedes, neocardenales, han venido de diversas partes del mundo y el mismo Espíritu Santo que fecundó la evangelización de sus pueblos ahora renueva en ustedes su vocación y misión en la Iglesia y para la Iglesia.
De esta reflexión, obtenida de una “sorpresa” fecunda, quisiera extraer sencillamente una consecuencia para ustedes, hermanos cardenales, y para vuestro Colegio.
Y quisiera expresarla con una imagen, la de la orquesta. El Colegio Cardenalicio está llamado a asemejarse a una orquesta sinfónica, que representa la sinfonía y la sinodalidad de la Iglesia. Digo también la “sinodalidad” no sólo porque estamos en la vigilia de la primera Asamblea del Sínodo que tiene precisamente este tema, sino porque me parece que la metáfora de la orquesta puede iluminar bien el carácter sinodal de la Iglesia.
Una sinfonía cobra vida de la sabia composición de sonidos de los diferentes instrumentos. Cada uno brinda su aporte, a veces solo, a veces unido a algún otro, a veces con todo el conjunto. La diversidad es necesaria, es indispensable. Pero cada sonido debe contribuir al proyecto común. Y para eso es fundamental la escucha recíproca. Cada músico debe escuchar a los demás. Si uno sólo se escuchase a sí mismo, por más sublime que pudiera ser su sonido, no beneficiará a la sinfonía; y lo mismo sucedería si una sección de la orquesta no escuchase a las otras, sino que sonara como si estuviera sola, como si fuera el todo. Y el director de la orquesta está al servicio de esta especie de milagro que representa cada ejecución de una sinfonía.
Él debe escuchar más que todos los demás y al mismo tiempo su tarea es ayudar a cada uno y a toda la orquesta a desarrollar al máximo su fidelidad creativa, fidelidad a la obra que se está ejecutando, pero creativa, capaz de darle un alma a esa partitura, de hacerla sonar en el aquí y ahora de una manera única.
Queridos hermanos y hermanas, nos hace bien reflejarnos en la imagen de la orquesta, para aprender cada vez mejor a ser Iglesia sinfónica y sinodal.
La propongo particularmente a ustedes, miembros del Colegio Cardenalicio, en la reconfortante confianza de que tenemos como maestro al Espíritu Santo, —Él es el protagonista—: maestro interior de cada uno y maestro del caminar juntos.
Él crea la variedad y la unidad, Él es la misma armonía. San Basilio busca una síntesis cuando dice: “Ipse harmonia est”, Él es la misma armonía. Nos encomendamos a su guía dulce y fuerte, y a la protección solícita de la Virgen María.