Publicamos el texto del mensaje enviado por el Papa al director general de la fao con ocasión del Día internacional de concienciación sobre la pérdida y el desperdicio de alimentos
A Su Excelencia
el señor Qu Dongyu
Director General
de la fao
Excelencia:
Gracias por haberme dado la oportunidad de dirigirme y saludar cordialmente a todos los que participan en este encuentro con motivo de la celebración de esta Jornada Internacional.
Son los pobres y necesitados de este mundo, que recogen de la basura los alimentos que otros altaneramente derrochan y por los que ellos suspiran, los que hoy tienen fijos sus ojos en esta asamblea. Son los jóvenes los que nos reclaman abiertamente que erradiquemos de una vez por todas los perniciosos efectos que la pérdida y el desperdicio de alimentos causan a las personas y al planeta, al tiempo que nos piden una mayor sensibilización, de modo que no se repitan prácticas tan perjudiciales y dañinas.
Sin embargo, y por desgracia, la plaga de la pérdida y del desperdicio de alimentos es tan alarmante y funesta como la tragedia del hambre que tan cruelmente aflige a la humanidad. Cito estos dos dramas juntos porque los considero unidos por una única raíz de fondo: la cultura imperante que ha llevado a desnaturalizar el valor del alimento, reduciéndolo a mera mercancía de intercambio. A esto se añade la indiferencia general hacia las personas indigentes, tan palpable en la actual coyuntura, así como el escaso cuidado que se otorga a la creación, con las nocivas consecuencias que ello acarrea por doquier. Todas estas actitudes, que pueden considerarse enraizadas en el egoísmo humano, llevan por un lado a que muchos se desprendan irresponsable e inmoderadamente de bienes primarios y, por otro, a no indignarse viendo que todavía hay multitud de personas que no disponen de lo necesario para vivir. Un egoísmo que se traduce, además, en la vigente lógica del lucro que regula las relaciones sociales y en la explotación irracional y voraz de los recursos naturales.
Todos debemos convencernos de la urgencia de un cambio radical de paradigma, porque ya no podemos limitarnos a leer la realidad en clave económica o de insaciable ganancia. La alimentación tiene un fundamento espiritual y su correcta gestión implica la necesidad de adoptar comportamientos éticos. Cuando hablamos de alimentos, debemos considerar el bien que más que cualquier otro asegura la satisfacción del derecho fundamental a la vida y base del digno sustento de cada persona. Por tanto, debe tratarse respetando la sacralidad que le es propia, derivada de la sacralidad primaria de cada persona, y que le es reconocida por muchas tradiciones, culturas y religiones.
Recordémoslo siempre: la comida asegura la vida y nunca puede considerarse un problema. De hecho, es la existencia de cada persona la que sirve de propósito y estímulo para mejorar nuestro trabajo diario. Por lo tanto, no podemos continuar aludiendo al crecimiento de la población mundial como la causa de la incapacidad de la tierra para alimentar suficientemente a todos, porque en realidad la verdadera razón que subyace a la proliferación del hambre en el mundo está en la falta de una concreta voluntad política de redistribuir los bienes de la tierra, de manera que todos puedan disfrutar de lo que la naturaleza nos da, y en la deplorable destrucción de alimentos en función del beneficio económico.
El despilfarro alimentario, una de las formas más graves de generar residuos, muestra asimismo un arrogante desprecio por todo lo que, en términos sociales y humanos, se halla tras la producción alimentaria. Tirar alimentos a la basura significa no valorar el sacrificio, el trabajo, los medios de transporte y los costes energéticos empleados para llevar a la mesa comida de calidad. Significa desdeñar a cuantos se esfuerzan cotidianamente en el sector agrícola, industrial y de servicios para proporcionar unos alimentos que, perdiéndose o acabando dilapidados, no alcanzaron su loable fin.
¿Cómo poner fin a la pérdida y al despilfarro de alimentos? Para lograr este noble objetivo es preciso invertir recursos financieros, aunar voluntades, pasar de las meras declaraciones a una toma de decisiones clarividentes e incisivas. Pero sobre todo es imprescindible afianzar en nosotros la convicción de que el alimento desechado es una afrenta para los pobres. Es el sentido de la justicia hacia los necesitados el que debe impulsar a todos y cada uno a un categórico cambio de mentalidad y de conducta. Esto se hace cada vez más apremiante, ya que hay que reconocer, y quisiera subrayarlo, que el alimento que arrojamos a la basura lo arrancamos inicuamente de las manos de quienes carecen del mismo. De aquellos que tienen derecho al pan de cada día en razón de su inviolable dignidad humana. San Pablo lo tenía claro cuando afirmaba que no se trata de aliviar a otros pasando estrecheces; se trata de igualar. La abundancia de unos ha de remediar la carencia de otros (cf. 2 Co 8,13-15). El desarrollo, por lo tanto, debe estar estrechamente relacionado con la sobriedad de vida. Forman un binomio inescindible.
Es necesario, además, reavivar en nosotros la conciencia de nuestra pertenencia común a la única familia humana universal. El que se acuesta con el estómago vacío es nuestro hermano. Compartir con él lo que tenemos es tanto un imperativo de justicia como de aquella solidaridad fraterna que brota de las relaciones familiares.
Mientras pido a Dios que la familia de las Naciones vuelva a ser verdadera, vuelva a sentirse aquel espacio donde prevalezca la concordia, la generosidad y la ayuda recíproca y amorosa entre los hermanos, agradezco vivamente a la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura todas las iniciativas y programas que lleva a cabo para poner fin a la pérdida y al despilfarro de alimentos. Que Dios Todopoderoso colme sus trabajos de copiosos dones celestiales para beneficio de toda la humanidad.
Vaticano, 29 de septiembre
de 2023
Francisco