Recordando a los cinco trabajadores atropellados por un tren el pasado 31 de agosto en Brandizzo, el Papa exhortó a no acostumbrarse «a los accidentes laborales» y a no resignarse «a la indiferencia hacia los accidentes». Lo hizo durante la audiencia a los miembros de la Asociación nacional entre trabajadores mutilados e inválidos por el trabajo (Anmil), recibidos el lunes 11 de septiembre en la Sala Clementina.
¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
Os doy la bienvenida con ocasión del 80º aniversario de vuestra asociación. Era 1943, año decisivo para Italia en la segunda guerra mundial. Habéis dado los primeros pasos en ese contexto, que nos recuerda que todo conflicto armado lleva consigo multitud de personas mutiladas, también hoy; y que la población civil sufre las dramáticas consecuencias de esa locura que es la guerra. Terminado el conflicto, quedan los escombros, también en los cuerpos y en los corazones, y la paz debe ser reconstruida día a día, año tras año, a través de la tutela y la promoción de la vida y de su dignidad, empezando por los más débiles, empezando por los más desfavorecidos.
Hoy, entonces, quisiera expresaros un sentido agradecimiento a todos vosotros. Gracias sobre todo por lo que seguís haciendo por la tutela y la representación de las víctimas de accidentes laborales, las viudas y huérfanos de los caídos. Todavía tengo en mente a los cinco hermanos atropellados por un tren mientras estaban trabajando. Gracias porque mantenéis alta la atención sobre el tema de la seguridad en los lugares del trabajo, donde suceden todavía demasiadas muertes y desgracias. Gracias por las iniciativas que promovéis para mejorar la legislación civil en materia de accidentes laborales y de reinserción profesional de las personas que se encuentran en condiciones de invalidez. Se trata, de hecho, no solo de garantizar el bienestar y la seguridad social adecuados para quienes padecen formas de discapacidad, sino también dar nuevas oportunidades a las personas que pueden reintegrarse y cuya dignidad exige ser plenamente reconocida. Gracias, finalmente, por vuestra obra de sensibilización de la opinión pública sobre la prevención de los accidentes y sobre las políticas de la seguridad, en particular a favor de las mujeres y de los jóvenes. Las tragedias y los dramas en los lugares de trabajo lamentablemente no cesan, no obstante la tecnología de la que disponemos para favorecer lugares y tiempos seguros. A veces parece que escuchamos un boletín de guerra. Esto sucede cuando el trabajo se deshumaniza y, en vez de ser el instrumento con el que el ser humano se realiza a sí mismo poniéndose a disposición de la comunidad, se convierte en una carrera exasperada por el beneficio. Y esto no está bien. Las tragedias inician cuando el fin ya no es el hombre, sino la productividad, y el hombre se convierte en una máquina de producción. Amigos, las tareas educativas y formativas que os esperan siguen siendo fundamentales, tanto de cara a los trabajadores como a los empresarios y dentro de la sociedad. La seguridad en el trabajo es como el aire que respiramos: ¡nos damos cuenta de su importancia solo cuando falta de forma trágica, y siempre es demasiado tarde!
La parábola el Buen Samaritano (cfr Lc 10,30-37) se repite: delante de las personas heridas y que corren el riesgo del abandono en la orilla del camino de la vida podemos hacer como esos dos personajes religiosos, el sacerdote y el levita que, para no contaminarse, no se detienen y siguen recto, en la indiferencia. Y en el mundo del trabajo a veces sucede precisamente eso: se va adelante, como si nada, devotos a la idolatría del mercado. Pero no podemos acostumbrarnos a los accidentes en el trabajo, ni resignarnos a la indiferencia hacia los accidentes. No podemos aceptar el descarte de la vida humana. Las muertes y los accidentes son un trágico empobrecimiento social que nos concierne a todos, no solo a las empresas o a las familias implicadas. No debemos cansarnos de aprender y reaprender el arte del cuidar, en nombre de la común humanidad. La seguridad, de hecho, no es solo garantía de una buena legislación, que debe ser respetada, sino también de la capacidad de vivir como hermanos y hermanas en los lugares de trabajo.
El apóstol Pablo, reflexionando sobre el valor de la corporeidad, plantea una pregunta extremadamente actual: «¿O no sabéis que vuestro cuerpo es santuario del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis?». Y concluye: «¡glorificad, por tanto, a Dios en vuestro cuerpo!» (1 Cor 6,19-20). San Pablo se refiere a la afectividad, pero podemos ampliar la mirada también al mundo del trabajo. Si el cuerpo es templo del Espíritu Santo, significa que, curando las fragilidades, alabamos a Dios. La humanidad es por tanto “lugar de culto” y el cuidado es la actitud con la que colaboramos a la obra misma del Creador. La fe cristiana llega hasta aquí: la centralidad de la persona, en cuanto templo del Espíritu Santo, no conoce descartes, no conoce compraventa o trueques sobre la vida humana. No se puede, en nombre del mayor beneficio, pedir demasiadas horas laborales, haciendo disminuir la concentración, o pensar en contar los seguros o peticiones de seguridad como gastos inútiles y pérdidas de ganancia.
La seguridad en el trabajo es parte integrante del cuidado de la persona. Es más, para un empresario, es el primer deber y la primera forma de bien. Sin embargo, están muy extendidas formas que van en la dirección opuesta y que en una palabra se pueden llamar carewashing. Sucede cuando empresarios o legisladores, en vez de invertir en la seguridad, prefiere lavarse la conciencia con alguna obra benéfica. Es feo. Así anteponen su imagen pública a todo lo demás, haciéndose benefactores en la cultura o en el deporte, en las buenas obras, haciendo accesibles obras de arte o edificios de culto, pero no prestando atención al hecho de que, como enseña un gran padre y doctor de la Iglesia, «la gloria de Dios es el hombre viviente» (San Ireneo de Lyon, Contro le eresie, iv ,20,7). Este es el primer trabajo: cuidar de los hermanos y de las hermanas, del cuerpo de los hermanos y de las hermanas. La responsabilidad hacia los trabajadores es prioritaria: la vida no se vende por ningún motivo, aún más si es pobre, precaria y frágil. Somos seres humanos y no máquinas, personas únicas y no piezas de recambio. Y muchas veces algunos trabajadores son tratados como piezas de recambio.
Por eso renuevo mi gratitud por vuestro compromiso y os animo a ir adelante, para ayudar a la sociedad a progresar desde el punto de vista cultural, a comprender que el ser humano viene antes que el interés económico, que cada persona es un don para la comunidad y que mutilarla o hacer inválida a una sola hiere a todo el tejido social. Os encomiendo a la protección de san José, patrono de todos los trabajadores. El Señor os bendiga y la Virgen os custodie. Y vosotros, por favor, rezad por mí, lo necesito. ¡Gracias!