El último encuentro público del Papa en Mongolia el pasado lunes por la mañana, 4 de septiembre, fue el encuentro con los operadores de la caridad en la Casa de la misericordia en Ulán Bator. A continuación el texto del discurso pronunciado en italiano por el Pontífice.
Queridos hermanos y hermanas: ¡Buenos días!
Les agradezco de corazón la acogida, el canto y la danza, así como sus palabras de bienvenida y sus testimonios, los cuales creo que bien pueden resumirse con algunas palabras de Jesús: «Tuve hambre, y ustedes me dieron de comer; tuve sed, y me dieron de beber» (Mt 25,35). De este modo, el Señor nos ofrece el criterio para reconocerlo, para reconocerlo presente en el mundo y la condición para entrar en la alegría definitiva de su Reino en el momento del juicio final.
Desde sus orígenes, la Iglesia se tomó en serio esta verdad, demostrando con obras que la dimensión caritativa fundamenta su identidad. La dimensión caritativa funda la identidad de la Iglesia. Pienso en los relatos de los Hechos de los Apóstoles, en las numerosas iniciativas adoptadas por la primera comunidad cristiana para realizar las palabras de Jesús, dando vida a una Iglesia construida sobre cuatro columnas: la comunión, la liturgia, el servicio y el testimonio. Es maravilloso ver que, después de tantos siglos, el mismo espíritu impregna la Iglesia en Mongolia. En su pequeñez, esta vive de la comunión fraterna, de la oración, del servicio desinteresado a la humanidad que sufre y del testimonio de la propia fe. Precisamente como las cuatro columnas que sostienen el centro de la parte superior de las grandes ger, permitiendo que la estructura se sostenga y ofrezca un espacio acogedor en su interior.
Aquí estamos, por tanto, en esta casa que ustedes han construido y que hoy tengo la alegría de bendecir e inaugurar. Es una expresión concreta de ese hacerse cargo del otro en el que los cristianos se reconocen; porque donde hay acogida, hospitalidad y apertura a los demás se respira el buen olor de Cristo (cf. 2 Co 2,15). El gastarse por el prójimo, por su salud, sus necesidades básicas, su formación y su cultura, pertenece desde los inicios a esta vivaz porción del Pueblo de Dios. Desde que los primeros misioneros llegaron a Ulán Bator en los años noventa, sintieron inmediatamente la llamada a la caridad, que los llevó a hacerse cargo de la infancia desamparada, de los hermanos y hermanas sin hogar, de los enfermos, de las personas con discapacidades, de los presos y de quienes, en su situación de sufrimiento, pedían ser acogidos.
Hoy vemos cómo de esas raíces ha crecido un tronco, han brotado ramas y han crecido muchos frutos: numerosas y laudables iniciativas benéficas, desarrolladas en proyectos a largo plazo, llevadas adelante en su mayoría por los diversos Institutos misioneros aquí presentes y valorados por la población y las autoridades civiles. Por otra parte, fue el mismo gobierno mongol el que pidió la ayuda de los misioneros católicos para afrontar las numerosas emergencias sociales de un país que en ese tiempo se hallaba en una delicada fase de transición política, marcada por una pobreza generalizada. En estos proyectos están comprometidos hasta el día de hoy misioneros y misioneras procedentes de muchos países, que ponen al servicio de la sociedad mongola sus conocimientos, su experiencia, sus recursos y sobre todo su amor. A ellos, y a cuantos colaboran con estas numerosas obras de bien, se dirige mi admiración y mi más sentido "gracias".
La Casa de la Misericordia se propone como punto de referencia para un gran número de acciones caritativas; manos tendidas hacia los hermanos y hermanas que tienen dificultad para navegar en medio de los problemas de la vida. Es una especie de puerto donde atracar, donde poder encontrar escucha y comprensión. Pero esta nueva iniciativa, que se agrega a tantas otras que sostienen las diferentes instituciones católicas, representa una versión inédita: aquí, en efecto, es la Iglesia particular la que lleva adelante la obra, con la sinergia de todos los elementos misioneros, pero con una clara identidad local, como genuina expresión de la Prefectura apostólica en su conjunto. Y me gusta mucho el nombre que han querido darle: Casa de la Misericordia. En estas dos palabras está la definición de la Iglesia, que está llamada a ser hogar acogedor donde todos pueden experimentar un amor superior, que mueve y conmueve el corazón; el amor tierno y providente del Padre, que nos quiere en su casa como hermanos y hermanas. Deseo entonces que todos puedan encontrarse en torno a esta realización, que las diversas comunidades misioneras participen en ella activamente, destinando personal y recursos.
Para que eso se realice es indispensable el voluntariado, es decir, el servicio, puramente gratuito y desinteresado, que las personas libremente deciden ofrecer a quienes lo necesitan; no en base a una compensación económica o cualquier otra forma de retribución individual, sino por puro amor al prójimo. Este es el estilo de servicio que Jesús nos ha enseñado al decir: «Han recibido gratuitamente, den también gratuitamente» (Mt 10,8). Servir de este modo parece una mala apuesta, pero al arriesgar se descubre que lo que se da sin esperar recompensa no es en vano; más bien, se convierte en una gran riqueza para el que ofrece tiempo y energías. La gratuidad, en efecto, aligera el alma, sana las heridas del corazón, acerca a Dios, desvela la fuente de la alegría y nos mantiene interiormente jóvenes. En este país lleno de jóvenes, dedicarse al voluntariado puede ser un camino decisivo de crecimiento personal y social.
Es además un hecho que, también en las sociedades altamente tecnologizadas y con un elevado nivel de vida, el sistema de previsión social por sí solo no es suficiente para suministrar todos los servicios a los ciudadanos, si no hay adicionalmente grupos de voluntarios y voluntarias que dediquen tiempo, capacidad y recursos por amor a los demás. El verdadero progreso de las naciones, en efecto, no se mide en base a la riqueza económica ni mucho menos a los que invierten en la ilusoria potencia de los armamentos, sino a la capacidad de hacerse cargo de la salud, la educación y el crecimiento integral de la gente. Quisiera, por tanto, animar a todos los ciudadanos mongoles, conocidos por su magnanimidad y capacidad de abnegación, a comprometerse en el voluntariado, poniéndose a disposición de los demás. Aquí, en la Casa de la Misericordia, tienen un "gimnasio" siempre abierto donde ejercitar sus deseos de bien y entrenar el corazón.
Por último, quisiera refutar algunos "mitos". En primer lugar, aquel por el cual sólo las personas pudientes pueden comprometerse en el voluntariado. Esto es una "fantasía". La realidad dice lo contrario: no es necesario ser ricos para hacer el bien, es más, casi siempre son las personas comunes las que dedican tiempo, conocimientos y corazón para ocuparse de los demás. Un segundo mito que se debe desmontar es aquel por el cual la Iglesia católica, que se distingue en el mundo por su gran compromiso en obras de promoción social, hace todo esto por proselitismo, como si ocuparse de los otros fuera una forma de convencerlos y ponerlos "de su lado". No, la Iglesia no avanza por proselitismo, avanza por atracción. Los cristianos reconocen a quienes pasan necesidad y hacen lo posible para aliviar sus sufrimientos porque allí ven a Jesús, el Hijo de Dios, y en Él la dignidad de toda persona, llamada a ser hijo o hija de Dios. Me gusta imaginar esta Casa de la Misericordia como el lugar donde personas de "credos" diferentes, y también no creyentes, unen los propios esfuerzos a los de los católicos locales para socorrer con compasión a tantos hermanos y hermanas en humanidad. Esta es la palabra, compasión: capacidad de sufrir con el otro. Y el Estado sabrá custodiar y promover esto adecuadamente. De hecho, para que se realice este sueño es indispensable, aquí y en cualquier otro sitio, que quien posee la responsabilidad pública favorezca tales iniciativas humanitarias, dando prueba de una sinergia virtuosa para el bien común. Por último, un tercer mito a desenmascarar es aquel según el cual lo que cuenta serían sólo los medios económicos, como si el único modo para hacerse cargo de los demás fuera la contratación de personal asalariado y el equipamiento de grandes estructuras. Ciertamente, la caridad requiere profesionalidad, pero las iniciativas benéficas no deben convertirse en empresas, sino conservar la frescura de las obras de caridad, donde quien pasa necesidad encuentre personas capaces de escucha, capaces de compasión, más allá de cualquier tipo de retribución.
En otras palabras, para hacer realmente el bien, lo indispensable es un corazón bueno, un corazón determinado a buscar lo que es mejor para el otro. Comprometerse sólo a cambio de una remuneración no es amor verdadero; porque sólo el amor vence el egoísmo y hace que el mundo avance. A este propósito, quiero concluir recordando un episodio relacionado con santa Teresa de Calcuta. Parece ser que una vez un periodista, mirándola inclinarse sobre la herida maloliente de un enfermo, le dijo: "Lo que ustedes hacen es hermosísimo, pero personalmente no lo haría ni por un millón de dólares". La Madre Teresa le respondió: "Tampoco yo lo haría por un millón de dólares; ¡lo hago por amor a Dios!". Pido que este estilo de gratuidad sea el valor agregado de la Casa de la Misericordia. Por todo el bien que han hecho y que harán, les agradezco de corazón —¡gracias, muchas gracias!— y los bendigo. Y, por favor, tengan también la caridad de rezar por mí. Gracias.