“Una joven indígena me contó que todas las semanas, cuando regresaba a su casa de la comunidad, su marido la golpeaba. Una vez lo enfrentó diciéndole que tarde o temprano se cansaría de pegarla, ‘pero yo no me cansaré de ir a la comunidad porque allí me siento libre’, le dijo. El hombre quedó desconcertado. Sin embargo, desde entonces no volvió a tocarla. Esta historia resume lo que son las comunidades eclesiales de base para las personas marginadas y, en particular, para las mujeres: una escuela de libertad”. Eudosia Lagunes Molina experimentó esto de primera mano mientras trabajaba en Paso del Macho, en el estado mexicano de Veracruz. Se trata de un pequeño pueblo de campesinos, más de la mitad pobres, rehenes de la violencia de las mafias del narcotráfico. Allí, desde hace tres años, Eudosia coordina una comunidad eclesial de base que reúne a cientos de jóvenes y, sobre todo, chicas. “Hay muchas madres jóvenes que vienen con sus hijos. Y es una alegría verlos porque demuestra que las comunidades eclesiales de base no son cosa del pasado. Son presente y futuro”.
Es imposible saber el número preciso de estas realidades eclesiales marginales, femeninas, con rasgos marcadamente samaritanos, - de pobres que evangelizan a otros pobres a través de la solidaridad-. “Tan innumerables como las estrellas del cielo”, aseguraba Carlos Mesters, teólogo carmelita, holandés de nacimiento y brasileño de adopción.
Nacidas del fermento de renovación de la práctica pastoral que marcó los años 1950 en América Latina, fueron “oficializadas” en 1968 por la Conferencia de Medellín, momento crucial de la recepción del Concilio por parte del episcopado continental. “Centro propulsor de la evangelización” y “célula inicial de la estructura eclesial”, las llama el Documento Final. “El texto describe lo que ya estaba sucediendo, en concreto, en las interminables periferias de las nacientes megaciudades y en las zonas rurales donde los católicos habían comenzado a reunirse en pequeños grupos, “de tamaño humano” se decía, para leer su propia realidad en la luz de la Palabra y comprometerse a ayudar a que esta fuera más parecida al Evangelio. No se trataba de grandes proyectos, sino de pequeñas acciones que ofrecían un testimonio, según el principio tomado de un proverbio africano, “la gente sencilla que hace cosas insignificantes en lugares sin importancia puede lograr cambios extraordinarios”, explica la mexicana Socorro Martínez, religiosa de Sagrado Corazón y coordinadora de la división continental de las comunidades eclesiales de base (Ceb), en la que participa desde 1971.
Al principio fue decisivo el impulso de los sacerdotes y de las congregaciones religiosas. Pero pronto los laicos asumieron el papel protagonista. Y las mujeres, gracias a su estructura esbelta y flexible, se convirtieron en la columna vertebral. “Son precisamente las comunidades de base las que les han ayudado a tomar conciencia de su doble marginalidad, socioeconómica y de género. Y a combatirla. Comprender que para Dios todos y todas son hijos e hijas los impulsó a hablar, a elegir y a convertirse en sujetos activos”, subraya Eudosia Lagunes Molina.
La carga transformadora se mantuvo en el tiempo, también cuando las comunidades se extendieron fuera del continente, particularmente en África. “Precisamente esto y su activismo social hicieron que veces fueran miradas con recelo por la institución eclesial”, continúa sor Socorro. Después del reflujo de los años 1980 y 1990, el Documento de Aparecida de 2008 marcó un relanzamiento de las comunidades de base. “Con el proceso del Sínodo en marcha han vuelto a ser muy relevantes. Somos sinodales desde siempre. Por eso, podemos ofrecer nuestra experiencia a la Iglesia universal”. “Las comunidades son un ejemplo concreto de diversidad armoniosa en la que los diferentes carismas y ministerios se integran en un nivel de igual dignidad de hombres y mujeres bautizados”, explica Claudia Pleita, nutricionista de 29 años de la región del Chaco paraguayo. Hace cinco años conoció la comunidad de San Ramón y se convirtió en su líder. “Pensé que eran lugares frecuentados por personas mayores nostálgicas y con mucho tiempo libre. En cambio, descubrí que eran lugares llenos de vida, donde podía dar testimonio de la fe de una manera más auténtica”, dice la joven.
En este tiempo, el principal desafío de las comunidades de base ha sido establecer un diálogo con las nuevas generaciones. Con este fin nació Bendita mezcla, una escuela virtual que ofrece formación teológica a menores de 35 años y representantes de los movimientos populares. La iniciativa, desarrollada en 2016 y activa desde 2020, tiene como objetivo una enseñanza “joven” que parte de la experiencia cotidiana y ayuda a las personas a crear vínculos comunitarios.
“Fue una experiencia muy intensa, – continúa Claudia Pleita –, que nos hizo querer seguir este camino. Así, en julio lanzamos el primer encuentro presencial en Paraguay para ministros de escucha comunitaria dirigido nuevamente a los jóvenes”. “Estos últimos tienen un profundo deseo de establecer vínculos fuertes, basados, no en la evasión sino en compartir el compromiso de mitigar las injusticias, cuidar de la casa común y apoyar a los más frágiles. En las comunidades encuentran un acogedor laboratorio de experimentación, como la generación de sus padres”, dice Giliane Gomes Lete, ex profesora de historia que en 2014 dejó la enseñanza para dedicarse a tiempo completo a la pastoral en la diócesis de São Félix do Araguaia, una de las cunas de las comunidades de base brasileñas gracias a la profecía del fallecido obispo Pedro Casaldáliga. “Su memoria está viva. Sus palabras siguen inspirando a los jóvenes, instándolos a caminar juntos, junto a los pobres”.
De Lucia Capuzzi
Periodista «Avvenire»