· Ciudad del Vaticano ·

Desde hace un año y medio Oleksia recorre Ucrania

La religiosa que conduce
bajo las bombas

 La suora driver sotto le bombe   DCM-008
02 septiembre 2023

La primera vez que me puse el chaleco antibalas me caí al suelo porque pesaba demasiado. Con mucho gusto prescindiría de él, pero mi Superiora siempre recomienda que lo lleve”. La hermana Oleksia Pohranychna vive en Járkov, en el este de Ucrania, a solo 20 km de la frontera con Rusia.

Desde que estalló la guerra, ha cruzado las zonas amenazadas por la artillería de Moscú para llevar alimentos y medicinas a los habitantes de los pueblos bombardeados. Entra en los búnkeres para estar con niños y ancianos que no ven la luz del día durante semanas. Un día me encontré con ella en el cementerio de la catedral greco-católica de San Nicolás. Frente a la iglesia había al menos dos mil personas haciendo cola, casi todas madres con niños pequeños, que esperaban para recibir un paquete de ayuda humanitaria. El frío les tenía callados, solo se oía llorar a unos niños. “Estoy cargando la furgoneta para ir a Saltivka, podemos ir juntos si me ayudas”, dice sin aliento. Sacos de patatas, mantas, cajas llenas de comida y también velas, leña y agua. Cruzamos Járkov, la segunda ciudad ucraniana más grande, en total silencio. Antes de la guerra vivían aquí un millón y medio de habitantes, de los cuales quedan menos de la mitad. No hay barrio que haya escapado indemne a los bombardeos rusos.

La hermana Oleksia aparca la furgoneta bajo un edificio de diez plantas completamente destruido y aparentemente deshabitado. Todos los vecinos se han ido menos tres abuelas, la mayor tiene 85 años. Viven en sótanos, sin calefacción ni agua corriente y se las arreglan solo con la ayuda que les brinda esta monja. En Járkov, 250.000 familias ya no tienen casa y muchas siguen viviendo entre los escombros porque no tienen alternativas. Sor Oleksia forma parte de la congregación greco-católica de San José. Ha estado en Járkov durante seis años para ayudar a los desplazados de las regiones de Donetsk y Lugansk, donde comenzaron los combates en 2014.

Al pasar junto a una escuela infantil, reducida a escombros, habla de esta guerra que se libra en el corazón de Europa desde hace más de un año. “La noche del 23 de febrero de 2022 estaba en Leópolis, mi ciudad natal, porque al día siguiente tenía que ir al dentista. A las 5.30 de la mañana, el guardián de la catedral de San Nicolás en Járkov me llamó y me dijo angustiado: “Aquí están bombardeando”. Los primeros días nos invadió el pánico y el terror. Me quedé en Leópolis porque allí llegaba gente de toda Ucrania. Todos querían escapar al extranjero. Abrimos el convento a los refugiados. Desde las zonas afectadas por los bombardeos nos pidieron medicinas y vendas para los heridos. Y así empezamos a hacer vendas con las sábanas de convento”.

En dos semanas, más de cuatro millones de refugiados abandonaron Ucrania. La mayoría eran mujeres que huían con sus hijos pequeños. Debido a la ley marcial que entró en vigor nada más estallar la guerra, los hombres de hasta sesenta años no pueden salir del país. Son días convulsos. La estación de tren de Leópolis estaba abarrotada por miles de personas que no tenían adónde ir, y por la noche la temperatura alcanzaba los -20 grados bajo cero. Las colas en la frontera duraban más de veinte horas, las carreteras principales estaban completamente congestionadas, por lo que la única manera de salir rápidamente de Ucrania era en tren. En el extranjero, los centros de acogida para los refugiados suelen estar situados fuera de la ciudad, en el campo, y no tener coche es un problema.

“Un día me llamó una madre de tres hijos a quien había conocido en Járkov y me dice: ‘¿Puedo pedirte un favor? Si mi marido trae su coche a Leópolis, ¿podrían entregármelo aquí en Polonia? Ya sabes, mi marido no puede salir de Ucrania...’ Después de unos días, el marido llegó con un coche enorme. “Era un todoterreno. Inmediatamente pensé: ‘Pero, ¿qué dirá la gente cuando vea a una monja conduciendo un BMW carísimo?’ Pero al final lo hice. En la aduana no me preguntaron nada, pero estaba tan nerviosa que pulsé mal un botón y apagué el coche. Debo haber hecho seis o siete viajes de este tipo: de Ucrania a Polonia. Un día, en broma, le dije a mi Superiora: ‘Ayer conduje un todoterreno, un Range Rover, ¡tenemos que comprar uno también!’

La hermana Oleksia continúa viajando de Leópolis a Polonia también para llevar a niños enfermos al extranjero para que reciban tratamiento. Son niños en diálisis o con cáncer. En la frontera hay médicos polacos esperándolos. “Cada vez que me ven me preguntan: ‘Hermana, ¿es usted la que condujo hasta aquí?’. ‘Sí, claro, ¿veis alguien más?’, les respondo. A veces regreso a Ucrania en tren, otras en la furgoneta de los frailes redentoristas de Chernígov, llena de ayuda humanitaria. Un día una madre me pidi desesperada que la llevara a Polonia. Me dijo que eran solo ella y su hija. Cuando fui a recogerlas aparecieron con un gato y un perro de veinticinco kilos que babeaba por todos lados. Las hice subir en el coche sin pensármelo demasiado. Me dije a mí misma: ¿lo perdieron todo y encima les voy a decir algo?”.

La hermana Oleksia regresó a Járkov tres meses después del inicio de la guerra conduciendo una furgoneta llena de ayuda humanitaria. El viaje de Leópolis a Kiev le pareció irreal. A lo largo del camino, más de mil kilómetros, no se encontró con nadie hasta el punto de que llegó a dudar de haber tomado el camino correcto. “Pero no. Todavía no me había dado cuenta de que Ucrania se había vaciado. Cuando llegamos a Járkov era de noche y el paisaje era fantasmal. Las luces estaban apagadas, ni siquiera los semáforos funcionaban. En el centro, casi todos los edificios estaban destruidos. Las primeras dos semanas dormimos en la iglesia. Llevamos las camas allí porque hay un sótano donde nos sentimos más protegidos. La onda expansiva de las explosiones se siente menos. Una tarde, regresando al convento, escuché una violenta explosión y luego vi una columna de humo en dirección a nuestra casa. Estaba convencida de que nos habían bombardeado. Aceleré desesperadamente el coche en dirección al convento imaginando que todas estarían muertas. En realidad, fue atacada una casa, por suerte deshabitada, en la calle paralela a nuestro convento”.

En septiembre, el ejército ruso se retiró de algunas zonas que ocupaba en la región de Járkov. Entre ellas, la ciudad de Izium, donde se encontraron fosas comunes y cámaras de tortura. Tan pronto como se enteró de la liberación, la hermana Oleksia corrió allí para ayudar a la población.

“Cuando nos vieron se conmovieron, algunos nos dijeron que pensaban que iban a morir sin volver a ver a un religioso o sin poder ir a misa. En el camino vi el cadáver decapitado de un soldado ruso. Pensé que Jesús también había muerto por esa persona. Que a él también le dio a luz una madre, que una madre lo buscaba, que alguien lo lloraba y no sabía dónde estaba. En cada uno de nosotros habita el Espíritu Santo, sea bueno o malo, no importa”. “Ves, tengo cincuenta y cuatro años. Mis padres son trabajadores jubilados. La mejor enseñanza que hemos recibido mi hermana y yo es saber apreciar hasta los pequeños momentos hermosos que nos ofrece la vida. Rezo todos los días por el fin de la guerra. Mi madre, que de vez en cuando, con razón, me dice que está cansada y yo siempre le respondo: ‘Mientras tanto, reza. Confía en Dios. Esta guerra no tiene sentido, pero verás que Él no nos dejará’”, concluye la hermana Oleksia.

de Vito D’Ettorre
Periodista «Tv2000»

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