«Hoy confiamos a María Asunta al Cielo nuestra súplica por la paz, en Ucrania y en todas las regiones devastadas por la guerra: ¡son tantas, por desgracia! El estruendo de las armas cubre los intentos de diálogo; el derecho de la fuerza prevalece sobre la fuerza del derecho. Pero no nos desanimemos, sigamos esperando y rezando, porque es Dios, es Él quien guía la historia. ¡Que Él nos escuche!». ES la oración que el Papa Francisco elevó durante el Ángelus del martes 16 de agosto, solemnidad de la Asunción de la beata Virgen María, en la plaza de San Pedro. Estaban presentes cerca de diez mil personas.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy, solemnidad de la Asunción de la Virgen María, contemplamos su ascensión en cuerpo y alma a la gloria del Cielo. También el Evangelio de hoy nos la presenta ascendiendo, esta vez a una "región montañosa" (Lc 1, 39). ¿Y por qué sube? Para ayudar a su prima Isabel, y allí proclama el cántico gozoso del Magnificat. María sube y la Palabra de Dios nos revela lo que la caracteriza mientras sube: El servicio al prójimo y la alabanza a Dios. Ambas cosas: María es la mujer del servicio al prójimo y María es la mujer que alaba a Dios. Por otra parte, el evangelista Lucas narra la propia vida de Cristo como una ascensión, hacia Jerusalén, el lugar de la entrega de sí mismo en la cruz, y del mismo modo describe el camino de María. Jesús y María, en definitiva, recorren el mismo camino: dos vidas que suben hacia lo alto, glorificando a Dios y sirviendo a los hermanos. Jesús como el Redentor, que da su vida por nosotros, por nuestra justificación; María como la sierva que sale a servir: dos vidas que vencen a la muerte y resucitan; dos vidas cuyos secretos son el servicio y la alabanza. Detengámonos en estos dos aspectos: servicio y alabanza.
El servicio. Es cuando nos agachamos para servir a nuestros hermanos y hermanas es cuando subimos: es el amor lo que eleva la vida. Nosotros vamos a servir a nuestros hermanos y hermanas y por este servicio vamos "subiendo". Pero servir no es fácil: la Virgen, que acaba de concebir, recorre casi 150 kilómetros para llegar a casa de Isabel desde Nazaret. Ayudar tiene su precio, a todos nosotros. Lo experimentamos siempre, en el cansancio, la paciencia y las preocupaciones que conlleva el cuidado de los demás. Pensemos, por ejemplo, en los kilómetros que muchas personas recorren cada día para ir y volver del trabajo y realizar muchas tareas en favor del prójimo; pensemos en los sacrificios de tiempo y de sueño para cuidar a un niño o a un anciano; y en el compromiso de servir a los que no tienen nada que devolver, tanto en la Iglesia como en el voluntariado. Yo admiro el voluntariado. Es fatigoso, pero es subir hacia lo alto, ¡es ganar el Cielo! Esto es verdadero servicio.
Pero el servicio corre el riesgo de ser estéril sin la alabanza a Dios. En efecto, cuando María entra en casa de su prima, alaba al Señor. No habla de su cansancio por el viaje, sino que de su corazón brota un cántico de júbilo. Porque quien ama a Dios sabe alabar. Y el Evangelio de hoy nos muestra "una cascada de alabanzas": el niño salta de alegría en el seno de Isabel (cf. Lc 1,44), que pronuncia palabras de bendición y "la primera bienaventuranza": "Feliz de ti por haber creído" (Lc 1,45); y todo culmina en María, que proclama el Magnificat (cf. Lc 1,46-55). La alabanza aumenta la alegría. La alabanza es como una escalera: eleva los corazones. La alabanza levanta el ánimo y vence la tentación de caer. ¿Han visto que las personas aburridas, las que viven de la charlatanería, son incapaces de alabar? Pregúntense: ¿soy capaz de alabar? ¡Qué bueno es alabar a Dios cada día, y también a los demás! ¡Qué bueno es vivir de gratitud y bendición en lugar de lamentaciones y quejas, mirar hacia lo alto en lugar de enfadarse! Las quejas: hay gente que se queja todos los días. Pero mira que Dios está cerca de ti, mira que te ha creado, mira las cosas que te ha dado. ¡Alaba, alaba! Y eso es salud espiritual.
Servicio y alabanza. Tratemos de preguntarnos: ¿Yo vivo mi trabajo y mis ocupaciones cotidianas con espíritu de servicio o con egoísmo? ¿Me dedico a alguien gratuitamente, sin buscar beneficios inmediatos? En definitiva, ¿hago del servicio el "trampolín" de mi vida? Y pensando en la alabanza: ¿sé, como María, exultar en Dios (cf. Lc 1,47)? ¿Rezo bendiciendo al Señor? Y, después de alabarlo, ¿contagio su alegría entre las personas que encuentro? Cada uno intente responder a estas preguntas.
Que nuestra Madre, Asunta al Cielo, nos ayude a subir cada día más hacia lo alto mediante el servicio y la alabanza.
Al finalizar la oración del Ángelus, después de haber impartido la bendición apostólica, el Papa se dirigió a los presentes.
Queridos hermanos y hermanas:
Saludo cordialmente a todos los presentes, romanos y peregrinos de diversos países. Saludo en particular a los jóvenes de la Diócesis de Verona, con los mejores deseos para su experiencia de verano en Roma.
Hoy confiamos a María Asunta al Cielo nuestra súplica por la paz, en Ucrania y en todas las regiones devastadas por la guerra: ¡son tantas, por desgracia! El estruendo de las armas cubre los intentos de diálogo; el derecho de la fuerza prevalece sobre la fuerza del derecho. Pero no nos desanimemos, sigamos esperando y rezando, porque es Dios, es Él quien guía la historia. ¡Que Él nos escuche!
Y hoy, día de la Virgen, ¡saludo a los chicos de la Inmaculada! ¡Feliz fiesta a todos! Por favor, no olvidéis rezar por mí. Buen almuerzo y ¡adiós!