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Análisis de una teóloga: Si las mujeres subieran al altar…

Qué tipo de liturgia

 Che genere di liturgia  DCM-007
01 julio 2023

En una de mis últimas conversaciones con Silvano Maggiani, un conocido liturgista italiano fallecido hace dos años, tuve que confesarle mi malestar por participar en la liturgia. Le dije que todo me parecía falso: los gestos, las palabras, las vestiduras... “Si miro alrededor veo gente aburrida, cada vez menos y presente solo por costumbre. En fin, ninguna alegría ninguna comunidad, nada que realmente conmueva a los presentes, incluido el celebrante, tampoco convencidos y convincentes”. Se lo dije con dolor. Me respondió que ese malestar también era suyo. Mi coetáneo había vivido el inicio de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, los años de experimentación y entusiasmo, en el signo de la noble sencillez a la que se restablecían los ritos y en el signo de la participación activa y creativa del pueblo de Dios en la sinfonía activa de sus carismas-ministerios.

Han pasado casi 60 años desde la promulgación de Sacrosanctum Concilium, la carta magna de la reforma litúrgica y, mirando a su alrededor, uno comprende cómo ese punto de inflexión, ese esfuerzo, no fue suficiente, aunque solo fuera porque todo está en perpetuo movimiento y requiere una adaptación constante y flexible. Por no hablar de los nostálgicos del rito antiguo. Sí, la celebración litúrgica hoy constituye un problema grande, muy grande. Y uno de sus nodos se refiere a las mujeres. De hecho, en él se evidencia una distonía de “género”.

Su participación nunca ha sido fácil. Habiendo dejado la ekklesia kat'oikon, la Iglesia en los hogares, donde quizás también presidían la Cena del Señor, la mayoría de las veces fueron empujadas de regreso a un limbo de no participación, como el resto de los laicos. Agustín narra la separación de hombres y mujeres en el interior de la nave y la justifica a partir de la mezcla de voces masculinas y femeninas. Sin embargo, Crisóstomo dice que antes no era así y lamenta el haber tomado distancia del estilo de las comunidades más antiguas. El vínculo entre la mujer y la oración no se rompe ya que la vida común, primero informal y luego institucionalizada en comunidades, las elogia. Su tarea es la santificación del tiempo y gracias a esta tarea “litúrgica” están obligadas a saber leer y escribir. Esto dará lugar a una teología femenina en la que destacan religiosas ilustres.

Así, por ejemplo, en la paz del monasterio de la Santa Cruz, la diaconisa Radegonda encarga a Venanzio Fortunato que escriba el himno que todavía cantamos el Viernes Santo. Y más adelante, con ingeniosa creatividad, la gran Hildegarda escribió los servicios, textos y música para su monasterio. También de Oriente provienen ejemplos de creatividad litúrgica monástica. El himno cantado hasta el día de hoy en el rito bizantino del Miércoles Santo se atribuye a Cassia, la esposa deseada por el emperador Teófilo…

Esta inventiva y esta función orante, la misma que aún hoy encomienda el libro de la Liturgia de las Horas a las monjas en el contexto del Rito de la profesión, no tiene contrapartida en el ejercicio de un ministerio litúrgico femenino. Sin embargo, especialmente en Oriente, sí ha habido diaconisas. Su principal función, la misma que más tarde determinaría su decadencia, era la unción de las mujeres en el bautismo. E hicieron otras muchas cosas. Y aunque no tenemos pruebas irrefutables de su ministerio, sí sabemos que formaban parte del clero. Ha quedado un leve rastro de su servicio en las fórmulas relativas a la profesión religiosa y monástica y en el privilegio de las abadesas de cantar/proclamar el Evangelio en el contexto de su comunidad.

En nuestros días de todo esto no queda nada. Aunque la percepción y condición de las mujeres en la Iglesia ha cambiado considerablemente, en relación con la liturgia siguen teniendo un rol marginal. Solo los varones la presiden, excepto en el caso de celebración dominical en ausencia de sacerdote. Recientemente, las mujeres han sido admitidas a los ministerios de lectora y acólita, es decir, para proclamar las lecturas y servir en el altar. Tareas de las que durante mucho tiempo han sido excluidas por su género, consideradas no aptas para un ministerio litúrgico. No es casualidad que, en las disposiciones relativas a la música sacra, Pío X a principios del siglo XX, las privara del canto, considerándolo un ministerio.

En todo caso, sería reduccionista atribuir el malestar únicamente a la ausencia ministerial de las mujeres. El problema les afecta desde el punto de vista del lenguaje. El conjunto de oraciones, enraizado en un rancio patriarcado, reproduce sus estereotipos culturales. Si se presta atención a la declinación de Dios “padre” se notará cómo ha de ser invocado/evocado por el pater familias de antaño, sucedáneo del pater deorum. Lo mismo vale para el adjetivo de Dios, para el aura sacra que lo envuelve... Muy poco queda de Aquel a quien Jesús de Nazaret invocó como abba, papá, derribando toda jerarquía patriarcal. Y el recuerdo de los santos también es un problema porque, a excepción de las mártires, va ligado a los estereotipos de género. Y los temas del sacrificio, la satisfacción, el pecado, las jerarquías de género son aún más difíciles y remotas. Creo que para la mayoría de la gente el lenguaje de nuestras liturgias es como poco ajeno. La rotura con los lugares tradicionales de transmisión de la fe ha hecho incomprensibles las antiguas y bellas metáforas... ¡Necesitamos al menos un traductor! Por no hablar de las homilías, también lejanas, que se afanan desesperadamente por destacar y señalar, en lugar de ir encaminadas a ofrecer la clave del rito celebrado.

Permítanme ser clara, el ritual está inscrito en nuestra estructura antropológica. Y, de hecho, celebramos una infinidad de ritos seculares. Incluso hablamos de ‘la liturgia de estadio’. Por tanto, el rito no está en cuestión. El verbo celebrar implica la repetición de una acción y leithurghia compuesta de laos (gente) y urghia (acción). Así, debe ser una acción que implique a todo el pueblo de Dios, hombres y mujeres, que luego adoran al Padre por Cristo y en el Espíritu. Fuera de nuestro ambiente, ¿quién entendería de qué estoy hablando? Nuestras iglesias se están vaciando, ni mujeres de mediana edad ni jóvenes asisten a ellas, seguramente por esa fractura que nos ha hecho perder el código de reconocimiento y de la Iglesia edificante y de piedras vivas que somos.

De hecho, un solo nombre vincula el edificio y el misterio. Estrictamente hablando, el edificio mismo debería proporcionar el código señal del misterio: el altar es Cristo, el ambón es el monumento de la resurrección y el baptisterio es el lugar del renacimiento. Nos hacemos cristianos en la sinergia de la Palabra y el Espíritu, del Agua y el Espíritu; y el lugar conmemorativo de este logro es el Altar, una mesa preparada para compartir el Cuerpo y la Sangre del Señor. En definitiva, estamos invitados a un banquete festivo que exige conocimiento y cuidado recíprocos, compartir alegrías y esperanzas. Y, como en cualquier fiesta verdaderamente auténtica, todos deben aportar su don para el crecimiento de los demás. En cambio, nos escondemos detrás de palabras incomprensibles y usamos vestimentas anticuadas, ridículas en ciertos detalles. En lugar de protagonistas somos espectadores, usuarios pasivos, a quienes también se les ofrece el pan sazonado, porque no solo no participamos del cáliz, sino ni siquiera del pan partido en esa celebración.

Nadie se da cuenta de la conexión que existe entre los sujetos que se reúnen y los ministerios que ejercen fuera de la liturgia. Y la misma ministerialidad compuesta por diferentes acciones (escuchar, responder, aclamar, levantarse, sentarse, proceder en procesión…) parece una rutina y no un ejercicio del sacerdocio común. Añádase a esto, -y el discurso va mucho más allá de la punta del iceberg de la insatisfacción femenina-, el estallido de la pandemia, el reclamo clerical de celebrar en ausencia del pueblo, la horrorosa exposición mediática de misas vacías, descaradamente teatralizadas. Y, para continuar, la idea de que al final ni siquiera hace falta la presencia física: se puede participar de la Eucaristía, aunque sea a distancia, tal vez recitando la horrible fórmula de la comunión espiritual…

Realmente la liturgia es “la Iglesia en construcción”, como decía Crispino Valenziano, durante muchos años profesor en el Pontificio Instituto Litúrgico Sant'Anselmo de Roma. Realmente necesitamos intervenir en “la reforma de la reforma”, como decía Adrien Nocent, religioso belga experto en liturgia que trabajó desde el principio en la preparación e implementación de la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II. Necesitamos reinventar la liturgia y dar cabida a una nueva creatividad y subjetividad. Quizás, solo si quisiéramos, incluso las llamadas liturgias feministas podrían sugerirnos unas señales distintas que no necesitan interpretación.

Después de todo, el “en memoria mía” selló la última cena del Señor. E incluso antes selló, en femenino, el gesto de la unción de la mujer sin nombre, ¡gestos y eventos realizados en la intimidad eclesiogenética de una casa! Lo necesitamos y necesitamos los perfumes y, por lo tanto. los olores, los gustos, la vista, el oído y el tacto. Nuestras liturgias deben expresar una vez más la corporalidad de la salvación. Somos el cuerpo de Cristo y esto no es una metáfora.

De Cettina Militello
Teóloga, vicepresidenta de la Fundación Academia Via Pulchritudinis