· Ciudad del Vaticano ·

MUJERES IGLESIA MUNDO

Desde la otra orilla
Jóvenes y liturgia desde la perspectiva de una treintañera

Necesitamos otras voces

 Servono voci fuoriposto  DCM-007
01 julio 2023

Tener menos de 30 años no me da derecho a hablar en nombre de toda una generación de jóvenes. Entre nosotros hay diferentes formas de vivir todo, incluida la liturgia. Sin embargo, hay una experiencia del mundo que es común a personas de más o menos la misma edad: hechos históricos, referencias culturales y mecanismos relacionales. La actual generación de veinteañeras en Italia se reconoce, por ejemplo, en ser nativas digitales, hijas de Europa y del mundo, víctimas de la soledad del covid en los años de su formación o víctimas de la crisis climática. Puede parecer que estas coordenadas poco tienen que ver con la relación entre los jóvenes y la liturgia. En cambio, la liturgia es el lugar donde el mundo se presenta ante Dios si bien depende de la relación de sus sujetos con el entorno que los rodea.

El deseo de estar bien

Es ingenuo hablar de una desafección de los jóvenes hacia los ritos, que por definición son repetitivos/estables, sin tener en cuenta que la nuestra es una generación acostumbrada a la inestabilidad y desilusionada respecto al futuro. No quiere decir que necesitemos un rito no ritual, sin fórmulas ni referencias a la esperanza, sino un rito regenerador, un espacio familiar (estable) donde recuperar algo de fe en la vida. Muchos jóvenes de hoy hacen psicoterapia, o meditación, o en el ámbito cristiano redescubren las vigilias de adoración, expresando por todos estos lugares el deseo de bienestar y de paz. Tal vez solo estamos buscando una liturgia que sea para nosotros, en la que no seamos manos de animación o un objetivo publicitario. Stella Morra y Marco Ronconi lo llaman “la dimensión terapéutico-compensatoria de la experiencia religiosa”, es decir, la garantía de que la liturgia no es “un compromiso más en la agenda sino un suspiro de alivio del desorden diario, reparadora y, por lo tanto, deseable.

Para quienes forman parte permanentemente de una comunidad cristiana, este aspecto de la liturgia es raro: siempre hay algo que hacer o hacer hacer. Falta espontaneidad, todo se asigna primero a unos pocos elegidos, como en un espectáculo conducido entre bastidores. En cambio, no debemos tener miedo del silencio que precede a una lectura o a una oración a la espera de que alguien proponga. Es necesario generar, entre las palabras rituales, otro tipo de voces: abrir finalmente la predicación a laicos y laicas competentes en una pluralidad que haga también del comentario de la Palabra un lugar de respiración y reconocimiento de la realidad. Que sea un lugar donde descansar, donde la gente no pida permiso, y donde hasta los jóvenes puedan sentirse adultos por su dignidad bautismal porque esa es su casa.

Salvar la comunidad

En cada comunidad la liturgia cambia de norte a sur o de ciudad a pueblo, el rito se hace familiar para quienes lo practican y asisten. Para nosotros los jóvenes que somos a menudo nómadas, es fácil sentirse extraños y, por eso, enseguida nos damos cuenta de que para demostrar afecto a nuestras comunidades debemos renunciar a marcharnos. Hay un cortocircuito entre la movilidad (estudio o trabajo) y la atención comunitaria: o crecemos profesionalmente o crecemos en una parroquia Así, la liturgia, en lugar de ser el momento en que la comunidad se reúne, se convierte en el momento en que se dispersa: el fuera de lugar en Milán, el trabajador de fin de semana, el joven que se ha refugiado en Taizé o el turista en Roma, son miembros de las mismas comunidades de origen que se encuentran huéspedes anónimos en otras tantas comunidades. Deberíamos atender esta inestabilidad, o más bien notar el carisma que existe en ser un huésped cristiano, que es la condición más común no solo para los jóvenes, sino también para algunas figuras profesionales nómadas (no menos importante, la de teólogos y teólogas). Un invitado conoce más realidades, por lo tanto, es capaz de tejer relaciones y enriquecer el rito. Cuando regresa a su comunidad, también se encontrará en casa.

Aunque no es seguro que este retorno siempre sea posible. Pronto en muchas iglesias ya no habrá personas estables que respondan por nosotros los inestables. Entonces se necesitarán comunidades basadas en relaciones y no en lugares. Los jóvenes ya trabajamos así, nos apoyamos en redes flexibles y soluciones creativas como rezar por teléfono o quedar para tomar un café antes o después de las celebraciones, para mantener un poco de familiaridad. Dos o tres personas amigas que representan a sus diferentes comunidades de origen, porque si somos invitadas, al menos no somos invitadas solas. Podemos aportar todo nuestra potencialidad a la comunidad que nos acoge.

Los veinteañeros de hoy, entre estrategias y esfuerzos, exhortan hoy a toda la Iglesia a hacer un intento por salvar a la comunidad. En la liturgia, presentamos ante Dios un mundo demasiado individualista y eficientista que la liturgia misma corre el riesgo de fomentar. En cambio, debe ser el espacio de fraternidad y sororidad que falta en otros lugares. Un espacio de descanso espontáneo, donde emerge la complejidad y la pluralidad de experiencias para mujeres, hombres, hijas, estudiantes, pobres, trabajadores, nómadas, adultos y jóvenes.

de Alice Bianchi
Doctoranda en Teología Fundamental en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma