La Historia
Monjas y damas
La historia de las órdenes militares, -Caballeros de Malta, Templarios, Teutones-, nos proyecta hacia un horizonte lejano, aparentemente inescrutable. Uno se pregunta cómo pudieron existir categorías de “monjes armados” entre los religiosos. ¿Fueron realmente frailes que lucharon, -y, por tanto, mataron-, para servir a Dios? El imaginario ha dibujado un mundo monocromático de hombres a caballo con cruces marcadas en sus ropas, espadas desenvainadas y castillos atacados, corceles al galope y lanzas siempre desenvainadas. Pero la realidad histórica es mucho más compleja de lo que las reconstrucciones literarias y cinematográficas nos han hecho creer. Y un aspecto significativo de esta complejidad está ligado a la presencia femenina en esas mismas órdenes, una presencia poco conocida precisamente porque se tiende a resaltar su función militar y en un segundo plano se deja su función espiritual y caritativa que es, sin embargo, el elemento fundamental en el origen de las “órdenes de caballería”.
La presencia femenina caracteriza la historia de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, institución nacida en la época de las Cruzadas, y comúnmente conocida hoy como la Orden de Malta. Su sede, llamada “Convento”, pasó a lo largo de los siglos de Tierra Santa a Chipre, luego de Rodas a Malta y finalmente a Roma, donde en via dei Condotti se encuentra su sede del Palacio Magistrale. Jerosolimitanos, juanistas, hospitalarios, caballeros de Rodas y después de Malta… todos son sinónimos de alguna manera ligados a la historia milenaria de la Orden. Sin embargo, son todas declinaciones que han favorecido la construcción de una identidad misógina reorientada solo en las últimas décadas.
En los orígenes de esta historia había un monasterio gemelo, ubicado a pocos pasos de la basílica del Santo Sepulcro en Jerusalén. Incluía un ala para hombres, dedicada a Santa María de los Latinos, y otra para mujeres, dedicada a Santa María Magdalena. Los monasterios, flanqueados por un hospicio destinado a peregrinos y necesitados de todo tipo, habían sido construidos gracias al apoyo de unos mercaderes de la ciudad de Amalfi, que en ese momento se encontraban en Oriente por motivos comerciales. Santa María Magdalena fue administrada por Inés, una abadesa romana de la que solo se conoce su nombre.
Pronto la Orden Hospitalaria de San Juan se independizó y se desarrolló gracias al apoyo del papado y a las numerosas donaciones de los fieles que sustentaban su doble actividad: defensa de la fe y asistencia a los necesitados. Del Hospital de Jerusalén dependían otros hospicios, casas, terrenos y propiedades de todo tipo. Las donaciones iban dirigidas a los frailes de San Juan. En realidad, entre los juanitas había religiosos, frailes militares (caballeros y sargentos), cohermanos, donati y sorores. Por razones de conveniencia, a finales del siglo XII se decidió bloquear el acceso de las religiosas a las casas y hospicios de la Orden, donde hasta entonces también habían desempeñado funciones prácticas y asistenciales. A las religiosas se les reservó la vida contemplativa. No es casualidad que la Regla Hospitalaria, complementada por nuevas normas estatutarias, guardara silencio sobre ellas.
Los conventos femeninos de la Orden se extendieron por Italia, España, Portugal, Gran Bretaña, Francia, Dinamarca, Holanda, Grecia y Malta, para dar un nuevo hogar a las juanitas. Los primeros surgen en los años ochenta del siglo XII. Enrique II, rey de Inglaterra, quiso concentrar en Buckland a las monjas juanitas antes repartidas por todo el territorio inglés. Sancha de Castilla, esposa del rey de Aragón Alfonso II, fundó Santa María de Sigena. En Pisa se abrió el primer convento femenino italiano, donde Santa Ubaldesca Taccini trabajó, con espíritu penitencial, dedicándose a asistir a las monjas enfermas. Los conventos femeninos eran independientes de las domus masculinas. Ambos formaban parte integrante de los centros territoriales de la Orden que a nivel provincial se dividían en prioratos que, a su vez, se agrupaban en encomiendas.
La singularidad de Sigena venía dada por el hecho de que el convento, la encomienda y la domus masculina eran administradas por la priora. El monasterio de Sigena se dotó inmediatamente de su propia regla complementaria (1187) elaborada por el archidiácono Ricardo que llegaría a ser obispo de Huesca. A pesar de lo que se ha pensado durante mucho tiempo, no fue inmediatamente imitado por los demás conventos femeninos juanitas, pero Sigena acabó siendo de alguna forma un punto de referencia. Se configuró como un monasterio aristocrático, -no solo porque custodiaba, y custodia, los sepulcros de la fundadora Sancha y de su hijo, el rey de Aragón Pedro II-, sino porque las dominae sorores, que rezaban a diario por sus bienhechores, tenían que provenir obligatoriamente de las grandes familias del Reino. Solo sangre noble. También estaban las llamadas puellae, que, con una importante dote, eran confiadas desde niñas a la educación de las monjas ancianas. Blanca de Aragón, hija del rey Jaime II, cruzó las puertas del monasterio a los cinco años. El monasterio de Sigena entró en crisis a partir del siglo XIX. La desamortización de los bienes eclesiásticos y la Guerra Civil española lo hirieron de muerte. En su momento una bula papal permitió a las monjas prescindir del estatuto de nobleza, aunque, desde un principio, laicas y profesas no nobles vivían alrededor del claustro y se encargaban de los más humildes trabajos manuales. Ya casos como los de Santa Flora di Beaulieu y Santa Toscana, venerada en Verona, se habían convertido en modelo de religiosas de noble cuna que habían entrado en la Orden para dedicarse humildemente a las tareas asistenciales.
La historia de las monjas juanitas no es un capítulo cerrado. Si es cierto que Sigena fue abandonado definitivamente en los años ochenta del siglo pasado, el monasterio de Santa Ursula en La Valeta (Malta) sigue albergando todavía hoy a una veintena de monjas de clausura. Las religiosas de Malta permanecieron en la isla cuando los juanitas fueron expulsados de allí por Napoleón Bonaparte en 1798. Hoy viven de las donaciones de los fieles y muestran un gran apego a la historia de la Orden, también porque conservan las reliquias de su fundador, el beato Gerardo, que vivió en la época de la Primera Cruzada.
En España, las monjas juanitas del Real Monasterio de Zamora resisten el golpe de la modernidad y, desde hace unos años debido al descenso de vocaciones, comparten la experiencia cenobítica junto a las monjas carmelitas descalzas y la comunidad de Salinas de Añana, que lleva significativamente el título de San Juan de Acre. Acre, en la actual Israel, fue el último baluarte de los Cruzados, la última ciudad cristiana en rendirse ante el inevitable avance musulmán.
Hoy en día forman parte de la Orden de Malta las damas pertenecientes a la segunda (Damas en Obediencia) y tercera clase, esta última formada por laicos que no hacen votos religiosos, aunque viven según los principios de la Iglesia y apoyan la misión de la Orden principalmente a través de la organización de peregrinaciones y el apoyo a los enfermos. A través de las últimas reformas constitucionales, la Orden ha reconocido formalmente la importancia de la presencia de la mujer, garantizándoles también el derecho al voto en la elección del Gran Maestre.
de Giuseppe Perta
Docente de Historia Medieval, Universidad de Nápoles Suor Orsola Benincasa