Renovar el acto de consagración de la Iglesia y del mundo al Corazón Inmaculado de la Virgen: lo ha pedido el Papa a los participantes en el 38° capítulo general de los Misioneros Monfortianos (Compañía de María), recibidos en audiencia la mañana del sábado 20 de mayo, en la Sala Clementina.
Hermanos y hermanas, bienvenidos.
Me alegra encontrarme con vosotros con ocasión de vuestro trigésimo octavo capítulo general, en los aniversarios del nacimiento y de la canonización de vuestro fundador. Celebrando más de tres siglos de vida y de servicio, habéis elegido como tema para vuestros trabajos el lema: «Atreverse a arriesgar por Dios y por la humanidad. Nuestra fidelidad creativa». Es verdad, no es una fidelidad momificada, ¡es creativa! Son palabras que recuerdan bien los valores que animaron a san Luis María Grignion de Montfort al comienzo de vuestra historia.
Él vivió en un tiempo marcado por desafíos difíciles para la Iglesia y para la sociedad: llamado “época de racionalistas y de libertinos” y al mismo tiempo “cuna del jansenismo”. Frente a estas provocaciones, san Luis María se preguntó ante todo cuál era su raíz común, y la identificó en una confianza excesiva de los hombres en la sabiduría del mundo, en detrimento de la primacía de la Sabiduría de Dios. Por eso se lanzó a una intensa actividad de predicación, con creatividad y sin miedo, encontrando también incomprensiones dentro y fuera de la Iglesia: siempre sucede así. Y nunca se rindió, continuó predicando y promoviendo el amor por la verdadera Sabiduría, a través de la devoción a María, hasta su muerte, acaecida a los sólo cuarenta y tres años, en Vendée, durante una misión. De su valentía dais testimonio de los frutos: presentes en treinta y tres países, con más de setecientos religiosos, junto con los Hermanos de San Gabriel, las Hijas de la Sabiduría y los laicos asociados. ¡Es hermoso esto!
También hoy no faltan los desafíos pastorales: por ejemplo, el individualismo que encierra a cada uno en su pequeño mundo, el relativismo y el hedonismo que hacen del placer o del provecho personal la medida de toda elección, el egoísmo consumista que seca el corazón de los ricos y crea desigualdades injustas en perjuicio de los pobres.
Frente a todo esto, San Luis María os ha dejado un programa de vida y de acción que es siempre actual: «buscar, contemplar, revelar la Sabiduría en el corazón del mundo y denunciar su falsa sabiduría» (Regla de vida, Introducción), y esto a ejemplo y con la ayuda de María. Quisiera subrayar tres valores que considero importantes y actuales: la acogida, la internacionalidad y la ternura.
El Evangelio nos muestra a María como aquella que, para acoger en sí a Jesús, Sabiduría del Padre, con valentía aceptó cambiar completamente su vida, sus costumbres, sus sueños y sus elecciones. Así ha custodiado y donado a los hermanos el amor que ha recibido, en Nazaret, en el Calvario y en el Cenáculo donde, a la luz de la Pascua, ha compartido humildemente la vida de la primera comunidad. La acogida -que es la primera cosa de la que quisiera hablar- fue una dimensión fundamental de la existencia de María y de su misión. Siguiendo su ejemplo, os exhorto también a vosotros a ejercitarla en vuestras casas y con las personas que Dios os confía. Nuestro mundo tiene tanta necesidad de acogida y, en la acogida, tiene necesidad de creatividad, que nos haga cercanos a todos, también en situaciones nuevas, que requieren respuestas urgentes. Acoger con el corazón abierto para recibir.
Para vosotros este valor se enriquece, como testimonia vuestra presencia aquí, con los colores de la internacionalidad, de la multiculturalidad y del diálogo intergeneracional. En un reciente documento habéis escrito que el rostro vivo de San Luis María hoy tiene en vosotros «los rasgos bien marcados de Europa, con acentos brillantes del Caribe, de América Latina, de África y de Asia» (Carta de los Capitulares a los Hermanos, Roma, 20 de mayo de 2017): es verdad, es bien musical, esto es así; y que está lleno de la sonrisa, de las lágrimas, de los ojos y de la boca de todas las hermanas y de todos los hermanos esparcidos por el mundo (cf. ibíd.). Y tal vez algún canonista os dirá: “Pero esto no sirve, esta no es una definición canónica de lo que es un instituto”: es una definición vivaz y esto me gusta. Es una bella imagen de comunidad evangélica, un verdadero don para todos. Atesoradla, cultivadla y difundidla con vuestro testimonio.
Finalmente, me gustaría recordaros que las virtudes de las que hemos hablado florecen, en todos los niveles, cuando las personas se sienten amadas y respetadas. Montfort nos lo ha enseñado indicándonos los brazos tiernos de María, que nos acoge a todos como hijos (cf. Tratado de la verdadera devoción a María, n. 48). Dejaos estrechar por su abrazo materno y con la misma ternura abrazaos los unos a los otros; la ternura. Esto os ayudará a vosotros y a las personas con las que os encontréis a sacar y compartir lo mejor de vosotros mismos y, a la luz de ese compartir, a discernir lo que el Señor os pide para vuestro futuro. Si queréis ser valientes y creativos, entonces, haced vuestra la ternura de María y dádsela a todos, siempre. Pero la ternura no es un dulce que se compra, la ternura hace dulzura, pero es fuerte. Tener un corazón tierno indica fortaleza en el corazón para volverse tierno. No olvidéis que la ternura es uno de los tres rasgos de Dios. Dios es cercano, tierno y compasivo. Ternura, compasión y cercanía. Hagan el examen de conciencia con esto: “¿Yo, hoy, he estado cerca o me he defendido un poco? ¿He sido compasivo o he condenado a medio mundo? ¿He sido tierno?”. Lleven adelante estos tres rasgos de Dios: cercanía, compasión y ternura.
Lo ha testimoniado el padre Olivier Maire, misionero monfortiano, muerto por haber acogido en comunidad a un hombre que se había equivocado, una persona muy problemática, a la que quería donar un techo y le han costado la vida, por un gesto loco e inexplicable, y mientras me abrazo a sus padres y parientes, aquí presentes, os invito a todos a atesorar su ejemplo: ha acogido a un hermano perdonando su pasado y abrazándolo sin hacer cálculos, deseando sólo darle amor, con ternura. Tenemos mucha necesidad de aprender a amar así, de crecer en este amor, de ser cercanos, compasivos y tiernos.
Por esta razón, el año pasado quise consagrar al Corazón Inmaculado de María a la Iglesia y al mundo entero, especialmente Ucrania y Rusia. Y a vosotros, que sois la Compañía de María, os pido que renovéis este acto de entrega y esta súplica. Que la Madre Celeste nos ayude a todos a buscar con valentía y creatividad caminos de perdón, de diálogo, de acogida y de paz para toda la humanidad. Os bendigo de corazón y os pido, por favor, que recéis por mí.