El primer encuentro público del viaje del Papa Francisco a Hungría fue el encuentro con las autoridades, los representantes de la sociedad civil y los miembros del cuerpo diplomático, y tuvo lugar la mañana del viernes 28 de abril, en el exmonasterio carmelita en Budapest. Después del saludo de la presidenta de la República, Katalin Novák, el Pontífice pronunció el siguiente discurso.
Señora Presidenta de la República,
señor Primer Ministro,
distinguidos miembros del gobierno y del Cuerpo diplomático,
ilustres autoridades y representantes de la sociedad civil,
señoras y señores:
Los saludo cordialmente y agradezco a la señora Presidenta la acogida y también sus amables y profundas palabras. La política nace de la ciudad, de la polis, de la pasión concreta por vivir juntos garantizando derechos y respetando deberes. Pocas ciudades nos ayudan a reflexionar sobre esto como Budapest, que no es sólo una capital señorial y vivaz, sino un lugar central en la historia. Habiendo sido testigo de cambios significativos a lo largo de los siglos, está llamada a ser protagonista del presente y del futuro. Aquí, como escribió uno de sus grandes poetas, «se abrazan las suaves olas del Danubio, que es pasado, presente y futuro» (A. József, Al Danubio). Quisiera pues compartir algunas ideas inspirándome en Budapest como ciudad de historia, ciudad de puentes y ciudad de santos.
1. Ciudad de historia. Esta capital tiene orígenes antiguos, como atestiguan los restos de época céltica y romana. Sin embargo, su esplendor nos lleva a la modernidad, cuando fue capital del Imperio austro-húngaro, durante el periodo de paz conocido como belle époque, que se extendió desde los años de su fundación hasta la primera guerra mundial. Nacida en tiempo de paz, ha conocido conflictos dolorosos; no sólo invasiones de tiempos lejanos sino, en el siglo pasado, violencia y opresión provocadas por las dictaduras nacista y comunista —¿cómo olvidar el año 1956? Y, durante la segunda guerra mundial, la deportación de cientos de miles de habitantes, con el resto de la población de origen judío encerrada en el gueto y sometida a numerosas atrocidades. En ese contexto hubo muchos justos valientes —pienso, por ejemplo, en el Nuncio Angelo Rotta—, mucha resiliencia y un gran esfuerzo en la reconstrucción, de modo que hoy Budapest es una de las ciudades europeas con el mayor porcentaje de población judía, centro de un país que conoce el valor de la libertad y que, después de haber pagado un alto precio a las dictaduras, lleva en sí la misión de custodiar el tesoro de la democracia y el sueño de la paz.
A este respecto, quisiera volver sobre la fundación de Budapest, que este año se celebra solemnemente. De hecho, se fundó hace ciento cincuenta años, en 1873, con la unión de tres ciudades: Buda y Óbuda, al oeste del Danubio, y Pest, situada en la costa contraria. El nacimiento de esta gran capital en el corazón del continente evoca el camino unitario emprendido por Europa, en la que Hungría encuentra el propio cauce vital. En la posguerra Europa representó, junto con las Naciones Unidas, la gran esperanza, con el objetivo común de que un lazo más estrecho entre las naciones previniera conflictos ulteriores. Lamentablemente no ha sido así. A pesar de todo, en el mundo en que vivimos, la pasión por la política comunitaria y por la multilateralidad parece un bonito recuerdo del pasado; parece que asistiéramos al triste ocaso del sueño coral de paz, mientras los solistas de la guerra se imponen. En general, parece que se hubiera disuelto en los ánimos el entusiasmo de edificar una comunidad de naciones pacífica y estable, delimitando las zonas, acentuando las diferencias, volviendo a rugir los nacionalismos y exasperándose los juicios y los tonos hacia los demás. Parece incluso que la política a nivel internacional tuviera como efecto enardecer los ánimos más que resolver problemas, olvidando la madurez que alcanzó después de los horrores de la guerra y retrocediendo a una especie de infantilismo bélico. Pero la paz nunca vendrá de la persecución de los propios intereses estratégicos, sino más bien de políticas capaces de mirar al conjunto, al desarrollo de todos; atentas a las personas, a los pobres y al mañana; no sólo al poder, a las ganancias y a las oportunidades del presente.
En este momento histórico Europa es fundamental. Porque ella, gracias a su historia, representa la memoria de la humanidad y, por tanto, está llamada a desempeñar el rol que le corresponde: el de unir a los alejados, acoger a los pueblos en su seno y no dejar que nadie permanezca para siempre como enemigo. Por tanto, es esencial volver a encontrar el alma europea: el entusiasmo y el sueño de los padres fundadores, estadistas que supieron mirar más allá del propio tiempo, de las fronteras nacionales y las necesidades inmediatas, generando diplomacias capaces de recomponer la unidad, en vez de agrandar las divisiones. Pienso cuando De Gasperi, en una mesa redonda donde también participaron Schuman y Adenauer, dijo: «Es por ella misma, no por oposición a otros, que nosotros preconizamos la Europa unida… trabajamos por la unidad, no por la división» (Intervención en la Mesa redonda de Europa, Roma, 13 octubre 1953). Y también en lo que dijo Schuman: «La contribución que una Europa organizada y viva puede aportar a la civilización es indispensable para el mantenimiento de unas relaciones pacíficas», en cuanto —¡palabras memorables!— «la paz mundial no puede salvaguardarse sin unos esfuerzos creadores, equiparables a los peligros que la amenazan» (Declaración Schuman, 9 mayo 1950). En esta etapa histórica los peligros son muchos; pero, me pregunto, pensando también en la martirizada Ucrania, ¿dónde están los esfuerzos creadores de paz?
2. Budapest es ciudad de puentes. Vista desde lo alto, “la perla del Danubio” muestra su peculiaridad precisamente gracias a los puentes que unen sus partes, armonizando su configuración con la del gran río. Esta armonía con el ambiente me lleva a felicitar el cuidado ecológico que este país realiza con gran esfuerzo. Pero los puentes, que conectan realidades diversas, también nos sugieren reflexionar sobre la importancia de una unidad que no signifique uniformidad. En Budapest esto surge de la notable variedad de las circunscripciones que la componen, que son más de veinte. También la Europa de los veintisiete, construida para crear puentes entre las naciones, necesita del aporte de todos sin disminuir la singularidad de ninguno. A este respecto, un padre fundador preconizaba: «Europa existirá y nada de lo que constituye la gloria y la felicidad de cada nación se podrá perder. Es precisamente en una sociedad más amplia, en una armonía más eficaz, que el individuo puede afirmarse» (Intervención cit.). Se necesita esta armonía: un conjunto que no aplaste las partes y partes que se sientan bien integradas en el conjunto, pero conservando la propia identidad. A este propósito, es significativo lo que afirma la Constitución húngara: «La libertad individual sólo puede desarrollarse en la colaboración con los demás»; y continúa: «Consideramos que nuestra cultura nacional es un aporte valioso a la multicolor unidad europea».
Pienso, por tanto, en una Europa que no sea rehén de las partes, volviéndose presa de populismos autorreferenciales, pero que tampoco se transforme en una realidad fluida, o gaseosa, en una especie de supranacionalismo abstracto, que no tiene en cuenta la vida de los pueblos. Este es el camino nefasto de las “colonizaciones ideológicas”, que eliminan las diferencias —como en el caso de la denominada cultura de la ideología de género—, o anteponen a la realidad de la vida conceptos reductivos de libertad —por ejemplo, presumiendo como conquista un insensato “derecho al aborto”, que es siempre una trágica derrota—. Qué hermoso, en cambio, construir una Europa centrada en la persona y en los pueblos, donde haya políticas efectivas para la natalidad y la familia —tenemos países en Europa con la edad media de 46-48 años—, buscadas con atención en este país; donde naciones diversas sean una familia en la que se vela por el crecimiento y la singularidad de cada uno. El puente más famoso de Budapest, el de las cadenas, nos ayuda a imaginar una Europa así, constituida por muchos anillos grandes y diferentes, que encuentran su propia firmeza al formar juntos vínculos sólidos. En esto, la fe cristiana ayuda, y Hungría puede hacer de “pontonero”, valiéndose de su específico carácter ecuménico; aquí diversas confesiones conviven sin antagonismos —recuerdo la reunión que tuve con ellos hace un año y medio—, colaborando respetuosamente, con espíritu constructivo. Con la mente y el corazón me dirijo a la Abadía de Pannonhalma, uno de los grandes monumentos espirituales de este país, lugar de oración y puente de fraternidad.
3. Y esto me lleva a considerar el último aspecto: Budapest ciudad de santos —la señora Presidenta habló de santa Isabel—, como nos lo sugiere también el nuevo cuadro colocado en esta sala. El pensamiento no puede menos que dirigirse a san Esteban, primer rey de Hungría, que vivió en una época en la que los cristianos en Europa estaban en plena comunión. Su estatua, en el interior del castillo de Buda, sobresale y protege la ciudad, mientras que la basílica dedicada a él en el corazón de la capital es, junto con la de Esztergom, el edificio religioso más imponente del país. Por tanto, la historia húngara nace marcada por la santidad, y no sólo de un rey, sino de toda una familia: su esposa, la beata Gisela, y su hijo san Emerico. Este recibió de su padre algunas observaciones, que constituyen una especie de testamento para el pueblo magiar. Hoy prometieron regalarme el volumen, ¡lo espero! En él leemos palabras muy actuales: «Te recomiendo que seas amable no sólo con tu familia y parientes, o con los poderosos y adinerados, o con tu prójimo y tus habitantes, sino también con los extranjeros». San Esteban motiva todo ello con genuino espíritu cristiano, escribiendo: «La práctica del amor es la que conduce a la felicidad suprema». Y comenta diciendo: «Sé manso a fin de no combatir nunca contra la verdad» (Observaciones, x ). De ese modo conjuga inseparablemente la verdad y la mansedumbre. Es una gran enseñanza de fe. Los valores cristianos no pueden ser testimoniados por medio de la rigidez y las cerrazones, porque la verdad de Cristo conlleva mansedumbre, conlleva amabilidad, en el espíritu de las Bienaventuranzas. Aquí radica esa bondad popular húngara, revelada por ciertas expresiones del lenguaje común, como por ejemplo: “jónak lenni jó” [es bueno ser buenos] y “jobb adni mint kapni” [es mejor dar que recibir].
De esto no sólo se desprende la riqueza de una identidad sólida, sino la necesidad de apertura a los demás, como reconoce la Constitución cuando declara: «Respetamos la libertad y la cultura de los otros pueblos, nos comprometemos a colaborar con todas las naciones del mundo». Esta también afirma: «Las minorías nacionales que viven con nosotros forman parte de la comunidad política húngara y son parte constitutiva del Estado», y se propone el esfuerzo «por el cuidado y la protección […] de las lenguas y de las culturas de las minorías nacionales en Hungría». Esta perspectiva es verdaderamente evangélica, tanto que contrasta una cierta tendencia —a veces justificada en nombre de las propias tradiciones e incluso de la fe— a replegarse sobre sí.
Asimismo, el Texto constitutivo, en pocas y decisivas palabras impregnadas de espíritu cristiano, asevera: «Declaramos que la asistencia a los necesitados y a los pobres es una obligación». Esto remite a la sucesiva historia de santidad húngara, representada por los numerosos lugares de culto de la capital: desde el primer rey, que estableció los fundamentos de la vida común, a una princesa que eleva el edificio hacia una pureza mayor. Es santa Isabel, cuyo testimonio ha alcanzado todas las latitudes. Esta hija de vuestra tierra murió con veinticuatro años después de haber renunciado a sus bienes y haber distribuido todo a los pobres. Se dedicó hasta el final al cuidado de los enfermos, en el hospital que había mandado construir; es una piedra preciosa del Evangelio.
Distinguidas autoridades, quisiera agradecerles por la promoción de las obras caritativas y educativas inspiradas por dichos valores y en los que se empeña la estructura católica local, así como por el apoyo concreto a tantos cristianos que atraviesan dificultades en el mundo, especialmente en Siria y en el Líbano. Una provechosa colaboración entre el Estado y la Iglesia es fecunda, pero, para que sea así, necesita salvaguardar bien las oportunas distinciones. Es importante que todo cristiano lo recuerde, teniendo como punto de referencia el Evangelio, para adherir a las decisiones libres y liberadoras de Jesús y no prestarse a una especie de colaboracionismo con las lógicas del poder. Desde este punto de vista, hace bien una sana laicidad, que no decaiga en el laicismo generalizado, que se muestra alérgico a cualquier aspecto sacro para luego inmolarse en los altares de la ganancia. Quien se profesa cristiano, acompañado por los testigos de la fe, está llamado principalmente a dar testimonio y a caminar con todos, cultivando un humanismo inspirado por el Evangelio y encaminado sobre dos vías fundamentales: reconocerse hijos amados del Padre y amar a cada uno como hermano.
En este sentido, san Esteban dejaba a su hijo extraordinarias palabras de fraternidad, diciendo que quien llega allí con lenguas y costumbres diferentes «adorna el país». En efecto —escribía— «un país que tiene una sola lengua y una sola tradición es débil y decadente. Por eso, te recomiendo que acojas con benevolencia a los forasteros y los honres, de manera que prefieran estar contigo y no en otro lugar» (Observaciones, vi ). La acogida es un tema que suscita numerosos debates en nuestros días y sin duda es complejo. Sin embargo, la actitud de fondo para los cristianos no puede ser diferente de lo que transmitió san Esteban, después de haberlo aprendido de Jesús, que se identificó con el extranjero necesitado de acogida (cf. Mt 25,35). Pensando en Cristo presente en tantos hermanos y hermanas desesperados que huyen de los conflictos, la pobreza y los cambios climáticos, necesitamos afrontar el problema sin excusas ni dilaciones. Es un tema que debemos afrontar juntos, comunitariamente, porque en el contexto en que vivimos, las consecuencias, tarde o temprano, repercutirán sobre todos. Por eso es urgente, como Europa, trabajar por vías seguras y legales, con mecanismos compartidos frente a un desafío de época que no se podrá detener rechazándolo, sino que debe acogerse para preparar un futuro que, si no lo hacemos juntos, no llegará. Esto requiere en primera línea a quienes siguen a Jesús y quieren imitar el ejemplo de los testigos del Evangelio.
No es posible citar a todos los grandes confesores de la fe de la Pannonia Sacra, pero al menos quisiera mencionar a san Ladislao y santa Margarita, y hacer referencia a algunas figuras majestuosas del siglo pasado, como el cardenal József Mindszenty, los beatos obispos mártires Vilmos Apor y Zoltán Meszlényi, y el beato László Batthyány-Strattmann. Ellos son, junto con muchos justos de varios credos, padres y madres de vuestra patria. A ellos quisiera encomendar el futuro de este país, tan querido para mí. Y mientras les agradezco por haber escuchado cuanto tenía la intención de compartirles —les agradezco su paciencia—, aseguro mi cercanía y mi oración a todos los húngaros, y lo hago con un recuerdo especial por aquellos que viven fuera de la patria y por cuantos he conocido durante mi vida y me han hecho tanto bien. Pienso en la comunidad religiosa húngara que acompañé en Buenos Aires. Isten, áldd meg a magyart! [¡Dios, bendice a los húngaros!]