El domingo 30 de abril por la tarde, el Papa Francisco pronunció el último discurso de su viaje a Hungría, en un encuentro con el mundo académico y cultural en la Facultad de Informática y Ciencias Biónicas de la Universidad Católica “Péter Pázmány” de Budapest. Publicamos, a continuación, el texto.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenas tardes!
Saludo a cada uno de ustedes y agradezco las hermosas palabras que se han dicho y sobre las cuales me detendré en breve. Este es el último encuentro de mi visita a Hungría y, con el corazón agradecido, me da gusto pensar en el curso del Danubio, que conecta este país con muchos otros, uniendo, además de su geografía, también su historia. La cultura, en cierto sentido, es como un gran río: conecta y recorre varias regiones de la vida y de la historia poniéndolas en relación, permite navegar en el mundo y abrazar países y tierras lejanas, sacia la mente, riega el alma, hace crecer a la sociedad. La misma palabra cultura deriva del verbo cultivar. El saber conlleva una siembra cotidiana que, penetrando en los surcos de la realidad, da fruto.
Hace cien años, Romano Guardini, gran intelectual y hombre de fe, precisamente mientras se encontraba inmerso en un paisaje único por la belleza de las aguas, tuvo una fecunda intuición cultural. Escribió: «Estos días he comprendido claramente que existen dos modos de conocer. El primero, nos conduce a sumergirnos en las cosas y su contexto. El que conoce pretende penetrar, adentrarse en el objeto, convivir con él. El segundo modo consiste en aprehender, descomponer, clasificar, tomar posesión del objeto, dominarlo» (cf. Cartas del Lago de Como. La técnica y el hombre, Pamplona 2013, p. 59). Distingue entre un conocimiento humilde y relacional, que es como “un reinar sirviendo; una creación conforme a las posibilidades que ofrece la naturaleza, que no franquea los límites impuestos” (cf. p. 61), y otro modo de saber, que «no se detiene en la contemplación, sino que analiza. No se sumerge en las cosas, sino que se apodera de ellas» (pp. 60-61).
Y, de esa manera, en este segundo modo de conocer «las energías y la materia han sido conducidas hacia un fin único: las máquinas» (p. 62), y «así se constituye una técnica cuyo fin es subyugar al hombre en su vida» (p. 64). Guardini no demoniza la técnica, la cual permite vivir mejor, comunicar y tener muchas ventajas, sino que advierte el riesgo de que esta se vuelva reguladora, si no dominadora, de la vida. En ese sentido veía un gran peligro: «El hombre ha perdido su consistencia interior derivada de un sentimiento orgánico de la medida y de las formas naturales» y, «mientras permanece en su interior privado de equilibrio, sin orientación, establece arbitrariamente sus fines y obliga a las fuerzas de la naturaleza, que él mismo sometió, a convertirlos en realidad» (pp. 64-65). Y dejaba a las futuras generaciones una pregunta inquietante: «¿Qué va a ser de la vida si se deja someter por este orden de cosas? [...] ¿Qué será de la vida […] si se somete a los imperativos despóticos de la técnica? Un sistema mecanicista se cierne sobre la vida […]. ¿Puede la vida permanecer floreciente en medio de este sistema?» (pp. 65-66).
¿Puede la vida permanecer floreciente? Es una cuestión que, especialmente en este lugar, donde se profundizan la informática y las “ciencias biónicas”, es bueno plantearse. De hecho, lo que había intuido Guardini es evidente en nuestros días. Pensemos en la crisis ecológica, en la naturaleza que simplemente está reaccionando al uso instrumental que le hemos dado. Pensemos en la falta de límites, en la lógica del “se puede hacer, por tanto, es lícito”. Pensemos también en la voluntad de poner en el centro de todo no a la persona y sus relaciones, sino al individuo centrado en sus propias necesidades, ávido por acumular y voraz por aferrar la realidad. Y, en consecuencia, pensemos en la erosión de los vínculos comunitarios, por la que la soledad y el miedo, de condiciones existenciales, parecen transformarse en condiciones sociales. Cuántos individuos aislados, muy “de redes sociales” y poco sociales, recurren, como en un círculo vicioso, a los consuelos de la técnica para llenar el vacío que experimentan, corriendo de manera aún más frenética mientras, esclavos de un capitalismo salvaje, sienten de manera aún más dolorosa las propias debilidades, en una sociedad donde la velocidad exterior va a la par de la fragilidad interior. Este es el drama. Diciendo esto no quiero generar pesimismo —sería contrario a la fe que tengo la alegría de profesar—, sino reflexionar sobre esta “arrogancia de ser y de tener”, que ya en los albores de la cultura europea Homero veía como una amenaza y que el paradigma tecnocrático exaspera, con un cierto uso de los algoritmos que puede representar un ulterior riesgo de desestabilización de lo humano.
En una novela que he citado otras veces, Señor del mundo, de Robert Benson, se observa “que la complejidad mecánica no es sinónimo de verdadera grandeza y que en la exterioridad más fastuosa se esconde la insidia más sutil”. En este libro, en cierto sentido “profético”, escrito hace más de un siglo, se describe un futuro dominado por la técnica y en el que todo, en nombre del progreso, está uniformado; en todas partes se predica un nuevo “humanismo” que suprime las diferencias, anulando la vida de los pueblos y aboliendo las religiones. Aboliendo todas las diferencias. Ideologías opuestas convergen en una homologación que coloniza ideológicamente. Este es el drama la colonización ideológica; el hombre, en contacto con las máquinas, se achata cada vez más, mientras la vida común se vuelve triste y enrarecida. En ese mundo avanzado pero sombrío, que describe Benson, donde todos parecen insensibles y anestesiados, parece obvio descartar a los enfermos y aplicar la eutanasia, así como abolir las lenguas y las culturas nacionales para alcanzar la paz universal, que en realidad se transforma en una persecución fundada sobre la imposición del consenso, hasta el punto de hacer afirmar a uno de los protagonistas que “el mundo parece a merced de una vitalidad perversa, que lo corrompe y lo confunde todo”.
Me he extendido en este análisis sombrío precisamente porque es en ese contexto donde los roles de la cultura y de la universidad brillan mejor. La universidad es, en efecto, como indica el mismo nombre, el lugar donde el pensamiento nace, crece y madura abierto y sinfónico; no monocorde ni cerrado, más bien abierto y sinfónico. Es el “templo” donde el conocimiento está llamado a liberarse de los límites estrechos del tener y del poseer para convertirse en cultura, es decir, en “cultivo” del hombre y de sus relaciones fundamentales: con el trascendente, con la sociedad, con la historia, con la creación. A este respecto, afirma el Concilio Vaticano ii : «La cultura debe estar subordinada a la perfección integral de la persona humana, al bien de la comunidad y de la sociedad humana entera. Por lo cual es preciso cultivar el espíritu de tal manera que se promueva la capacidad de admiración, de intuición, de contemplación y de formarse un juicio personal, así como el poder cultivar el sentido religioso, moral y social» (Const. past. Gaudium et spes, 59). Ya en la antigüedad se decía que el comienzo del filosofar es la admiración, la capacidad de admiración. En esta perspectiva, he apreciado mucho vuestras palabras. Las suyas, monseñor Rector, cuando ha dicho que «en todo verdadero científico hay algo de escriba, de sacerdote, de profeta y de místico»; y también que «con la ayuda de la ciencia no queremos sólo entender, queremos también hacer lo correcto, es decir, construir una civilización humana y solidaria, una cultura y un ambiente sostenibles. Es con el corazón humilde que podemos subir no sólo al monte del Señor, sino también al monte de la ciencia».
Es verdad, los grandes intelectuales, de hecho, son humildes. Por otra parte, el misterio de la vida se revela a quien sabe introducirse en las pequeñas cosas. A este respecto, es hermoso lo que nos ha dicho Dorottya: “Descubriendo detalles cada vez más pequeños nos sumergimos en la complejidad de la obra de Dios”. La cultura así entendida representa verdaderamente la salvaguardia de lo humano. Ahonda en la contemplación y moldea personas que no están a merced de las modas del momento, sino bien arraigadas en la realidad de las cosas. Y que, humildes discípulas del saber, sienten que deben ser abiertas y comunicativas, nunca rígidas y combativas. De hecho, quien ama la cultura no se siente nunca satisfecho, sino que lleva en sí una sana inquietud. Busca, interroga, arriesga, explora; sabe salir de sus propias certezas para aventurarse con humildad en el misterio de la vida, que se armoniza con la inquietud, no con la costumbre; que se abre a las otras culturas y advierte la necesidad de compartir el saber. Este es el espíritu de la universidad, y les agradezco porque lo viven así, como nos ha dicho el profesor Major, que ha explicado la belleza de cooperar con otras realidades educativas, por medio de programas de investigación compartidos y también acogiendo a estudiantes provenientes de otras regiones del mundo, como Oriente Medio, en particular de la martirizada Siria. Abriéndonos a los demás nos conocemos mejor a nosotros mismos. La apertura, abrirse a los demás es como un espejo: me hace conocerme mejor a mí mismo.
La cultura nos acompaña en el conocimiento de nosotros mismos. Lo recuerda el pensamiento clásico, que nunca debe desaparecer. Vienen a la mente las célebres palabras del oráculo de Delfos: «Conócete a ti mismo». Es una de las dos frases que quisiera dejarles como conclusión. Pero, ¿qué significa conócete a ti mismo? Quiere decir saber reconocer los propios límites y, en consecuencia, frenar la propia presunción de autosuficiencia. Nos hace bien, porque es sobre todo reconociéndonos criaturas cuando nos volvemos creativos, sumergiéndonos en el mundo, en vez de dominarlo. Y mientras que el pensamiento tecnocrático persigue un progreso que no admite límites, el hombre real está hecho también de fragilidad, y es a menudo justamente ahí cuando comprende que depende de Dios y que está conectado con los otros y con la creación. Por tanto, la frase del oráculo de Delfos invita a un conocimiento que, partiendo de la humildad, partiendo del límite, partiendo de la humildad del límite descubre sus maravillosas potencialidades, que van más allá de las de la técnica. En otras palabras, conocerse a sí mismo requiere mantener unidas, en una dialéctica virtuosa, la fragilidad y la grandeza del hombre. Del asombro de este contraste surge la cultura; nunca satisfecha y siempre en búsqueda, inquieta y comunitaria, disciplinada en su finitud y abierta al absoluto. Me gustaría que cultiven este apasionante descubrimiento de la verdad.
La segunda frase se refiere precisamente a la verdad. Es una frase de Jesús: «La verdad los hará libres» (Jn 8,32). Hungría ha visto subseguirse ideologías que se imponían como verdad, pero no daban libertad. Y hoy el riesgo tampoco ha desaparecido; pienso en el paso del comunismo al consumismo. En ambos “ismos” hay una falsa idea de libertad; la del comunismo era una “libertad” forzada, limitada desde fuera, decidida por otro; la del consumismo es una “libertad” libertina, hedonista, aplanada, que nos vuelve esclavos del consumo y de las cosas. Y qué fácil es pasar de los límites impuestos al pensar, como en el comunismo, al pensarse sin límites, como en el consumismo; de una libertad frenada a una libertad sin frenos. Jesús, en cambio, nos ofrece una salida, diciendo que la verdad es todo aquello que libera, aquello que libera al hombre de sus dependencias y de sus cerrazones. La clave para acceder a esta verdad es un conocimiento que nunca se desvincula del amor, relacional, humilde y abierto, concreto y comunitario, valiente y constructivo. Esto es lo que las universidades están llamadas a cultivar y la fe a alimentar. Les deseo, por tanto, a esta y a todas las universidades, que sean un centro de universalidad y de libertad, una fecunda obra de humanismo, un taller de esperanza. Los bendigo de corazón y les agradezco lo que hacen: ¡Muchas gracias!