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La primera reforma carcelaria se debe a Juliette di Barolo

Una marquesa cambió la vida de las reclusas

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06 mayo 2023

Sucedió el domingo in albis del 17 de abril de 1814, en una calle de Turín, la pequeña capital de un reino enclavado entre Francia e Italia. El torbellino napoleónico estaba a las puertas. La joven Juliette Colbert, heredera de una antigua aristocracia francesa, bisnieta de aquel Jean-Baptiste Colbert que había sido el poderoso ministro de Hacienda del Rey Sol, Luis XIV de Francia, llevaba ocho años casada con el marqués Tancredi Falletti di Barolo y vivían bajo los Alpes, en Turín. Ese domingo por la mañana, la marquesa estaba arrodillada mientras pasaba la procesión y escuchó una voz gritar desde el edificio detrás de ella: “¡Queremos sopa, no viático!” Siguieron gritos y blasfemias.

La marquesa, impactada por aquello, quiso investigar. Entró impetuosamente al edificio de donde provenían los gritos y descubrió una terrible realidad. Era una prisión. En las dependencias de las internas, la escena que presenció fue brutal. En sus memorias sobre las cárceles anota: “Su estado de degradación me causaba dolor y vergüenza. Esas pobres mujeres y yo éramos de la misma especie, hijas del mismo Padre, ellas también eran una criatura del Cielo, habían tenido una edad de inocencia y estaban llamadas a la misma herencia celestial”.

Ese día la marquesa de Barolo vio a jóvenes y mayores embrutecidas, sucias, vestidas con harapos y tendidas sobre sucios jergones en un cuarto frío y oscuro. Un abismo de degradación física y moral del que salió conmocionada y firmemente convencida de que había que cambiar el estado de cosas. De ese encuentro nacería una experiencia extraordinaria que cambió la historia de las prisiones femeninas, primero en Turín, luego en Italia y finalmente en Europa. Un legado increíble. Juliette Falletti di Barolo tenía 29 años y no tenía hijos. Con su marido, noble y piadoso, ya se dedicaba intensamente a la caridad. Le movía una fe intensa y poderosa. No en vano, su familia procedía de Vendée, donde había dirigido en secreto la revuelta contra los revolucionarios ateos.

Se casó con el marqués italiano, conocido en la corte del rey de Francia antes de la Revolución. Después de algunas vicisitudes, se habían instalado en su propiedad. Y en la pequeña Turín provinciana, la marquesa Juliette, bella y elegante, rica y culta, brilló con luz propia. Era muy segura de sí misma y de sus buenas razones, hasta demasiado.

Construir una relación con las mujeres en prisión fue difícil, desde la ropa limpia a la distribución de sopa. Juliette tuvo que unirse a la Archicofradía de la Misericordia para poder acceder a las celdas. Lentamente ganó más tiempo a solas con las internas. Al principio solo recibió desprecio cuando hablaba de arrepentimiento, caridad cristiana y oración. Sin embargo, no se dio por vencida. Recolectó dinero, medicinas y ropa y puso mucho de su parte. La situación mejoró. La comida y las instalaciones, también. Con la humanidad finalmente llegó la confianza. Y con eso también una cierta serenidad, una disposición a la oración y una primera alfabetización. Pasaron cinco años complicados, pero al final “estaba lista un programa de reeducación más articulado, -como escribe la historiadora Simona Trombetta-, según un modelo que exigía ante todo obediencia y sumisión, seguidas de resignación y finalmente recompensa cristiana en forma de pequeños premios para aquellas que se habían distinguido en el corte, la costura y habían seguido con constancia la oración común y la enseñanza religiosa”. Un ora et labora particular.

Esta fue la revolución introducida por la marquesa de Barolo: la prisión ya no era solo un lugar de exclusión de la sociedad, sino de reeducación espiritual y al mismo tiempo material. Estas mujeres marginadas por la sociedad necesitaban una ocupación para emanciparse de la pobreza, ser independientes fuera de la cárcel y no volver a caer en la delincuencia. Al mismo tiempo, era esencial nutrir su renacimiento interior. Y por eso decía que tenían que aprender un oficio, pero era necesario separar a los hombres de las mujeres, porque la promiscuidad era motivo de escándalo y de constantes problemas. La marquesa también señaló que era necesario separar a los investigados de los condenados, porque las situaciones jurídicas y las perspectivas personales eran muy diferentes.

Su proyecto fue tan reconocido que le confiaron la segunda prisión de mujeres de Turín. Otras damas se unieron a ella. Las donaciones crecieron empezando por las del mismo rey. Y la experiencia del Piamonte se notó fuera de las fronteras. Llegó de visita Francis Cunningham, cuñado de Elizabeth Fry, una dama londinense, filántropa apasionada por la vida miserable de los reclusos, cuáquera de religión, con una fe ferviente. A partir de ese momento, Juliette y Elizabeth comenzaron a escribirse a menudo. Lo que Fry experimentó en Londres, Juliette lo hizo en Turín. Y viceversa.

La Sociedad Británica de Damas para la Promoción de la Reforma de las Prisioneras nació en Londres en 1817. Cuatro años después, cuando la marquesa ya estaba lista para presentar a las autoridades de Piamonte un proyecto completo para crear una nueva y moderna prisión civil para mujeres en la ciudad, que se administraría según sus criterios, Juliette Falletti mencionó la experiencia de Londres. Propuso que las reclusas fueran encomendadas a un comité de señoras, las Damas que, a su vez, confiarían a las religiosas la gestión de la penitenciaría.

Así nació la prisión de las Forzadas. A la marquesa se le otorgó el título de superintendente e incluso el poder de decidir a quién aceptar. Había por fin luz y aire, camas y mantas limpias, enfermería, capilla, talleres de trabajo (hilados de cáñamo y lino, confección de medias y ropa) y un patio. Hizo plantar flores y árboles frutales pagados por ella. Como en la prisión londinense de Newgate, en la que se concentró la atención de Elizabeth Fry, también en Turín Juliette preparó el reglamento y lo discutió con las reclusas. Las cartas y el brandy estaban prohibidos. Los libros, solo los aprobados por las Damas y el Capellán. El trabajo fue repartido por las Damas: dos tercios de las ganancias se entregaban inmediatamente y un tercio se apartaba para dárselo cuando estuvieran libres. Las Hermanas de San José de Chambéry se ocuparon de la gestión de la prisión.

Sin embargo, la marquesa tenía un proyecto más amplio y ambicioso. Había visto de primera mano que la pobreza material y espiritual eran el drama oculto tras las rejas. Por eso, las presas necesitaban acompañamiento para su regreso en sociedad. En 1823, en una hacienda comprada por el gobierno, y cuya rehabilitación costeó, fundó la Ópera Pía del Refugio que albergaba a 70 mujeres excarceladas, con reglas muy estrictas y donde solo la superiora decidía cuándo las ex convictas estaban listas para el servicio a las familias.

Quería evitar la reincidencia. En 1831 se construyó el Refugio para jóvenes huérfanas menores de 15 años, “víctimas de los más lamentables desórdenes”. Y luego creó el Instituto Santa Ana “para instruir y educar cristianamente a las niñas y hacerlas buenas cristianas y buenas madres de familia”. Su carisma tomó forma en 1834 con la fundación de una congregación, las Hermanas de Santa Ana, todavía hoy muy activa en Italia y en el mundo de la asistencia y formación de los más pobres. Y como muchas mujeres en prisión habían redescubierto la fe gracias a su catequesis, nació una segunda congregación, las Hermanas Penitentes de Santa María Magdalena, hoy Hijas de Jesús Buen Pastor, para aquellas que querían redimir su pasado con la oración y la penitencia.

Mientras tanto, la marquesa había conocido a un joven sacerdote apasionado llamado Don Bosco que se convirtió en el capellán del Refugio. Se hizo cargo de las jóvenes huéspedes del Refugio, pero quiso dos estancias para los niños abandonados de Turín. Pronto quedó claro que la convivencia entre las dos realidades no estaba funcionando. Y sus caminos se separaron. De hecho, la marquesa exigió que el cura solo se ocupara de las jóvenes. “Hay bastante que hacer en el Refugio. No busques ocupaciones diferentes…”. Y él le plantó cara: “No busco trabajo. Con todo respeto, soy sacerdote y no secretario”. Su colaboración terminó con el despido de Don Bosco, pero paradójicamente fue ella quien se arrodilló frente al santo que se marchaba y siguió ayudándolo en la obra de Valdocco en favor de los muchachos pobres y descarriados.

No fue una historia del todo feliz. En 1850, Juliette Falletti entró en conflicto con las autoridades civiles de Turín. No aceptó sus propuestas y amagó con abandonar la gestión de la prisión de las Forzadas. Amenazó con retirar lo que había aportado en esos treinta años de actividad. El resultado fue una lista interminable de camas, bancos, sillas, mesas, manteles, colchones, mantas, vajillas, etc. La marquesa renunció a todo, pero había ganado su desafío. La prisión de mujeres se había convertido en lo que ella había imaginado: un lugar separado donde el trabajo era emancipación y redención, dirigido por monjas que debían combinar firmeza y dulzura. En Italia su modelo se mantuvo hasta 1970, cuando las religiosas fueron reemplazadas por funcionarios civiles.

Muchos intelectuales liberales del Risorgimento italiano apreciaron su obra como el famoso Silvio Pellico. Era un patriota que había conspirado contra la dominación austriaca en Milán. Detenido, condenado y encarcelado durante diez años en la dura prisión de la fortaleza de Spielberg, Pellico se hizo famoso en toda Europa con el libro Le mie prigioni. Una vez libre, fue contratado por los marqueses de Barolo y ayudó a la dama con su épica transformación de la realidad de prisión que luego relató en el exitoso libro La marchesa Giulia Falletti di Barolo nata Colbert. Memorie.

Esta fue la síntesis de tanto trabajo: “Aquel lugar de castigo, tan cristianamente ordenado, adquirió la apariencia de un dulce y sabio monasterio, más que de una prisión”. En una época de liberalismo y anticlericalismo, Pellico pagó el precio de severas críticas por tan favorable juicio, pero se sintió en deuda y quiso que la marquesa fuera recordada así para siempre. Además, junto a ella, el patriota, en 1851 ingresó al laicado franciscano como terciario. Juliette y su esposo Tancredi Falletti di Barolo han sido declarados venerables por la Iglesia católica.

de Francesco Grignetti
Periodista «La Stampa»